Borges y su primera esposa, Elsa Astete Millán. Foto de CHARLES H. PHILLIPS |
El asistente fiel
Norman Thomas di Giovanni se cruzó con Borges en Harvard y se convirtió en su más estrecho colaborador. Ahora publica un amargo libro para saldar cuentas.
Antonio Muñoz Molina
7 de noviembre de 2014
El invierno de 1967 Borges lo pasó en Nueva Inglaterra, en Cambridge, como profesor visitante de la Universidad de Harvard. Nevaba tanto y hacía tanto frío que apenas podía salir. Varios poemas de su libro Elogio de la sombra están fechados allí. En uno de ellos, ‘Cambridge’, alude al declinar rápido de una tarde invernal y se imagina que está en Buenos Aires: “Buenos Aires, yo sigo caminando / por tus esquinas, sin por qué ni cuándo”. Podemos ver como en una foto antigua o en un recuerdo al hombre ciego y frágil, de casi setenta años, pisando con mucha dificultad entre las cordilleras de nieve sucia de la calle, temiendo resbalarse y caerse, asido del brazo de alguien que lo guía, quizás la mujer con la que llevaba casado unos meses, quizás aquel traductor americano tan servicial que se le presentó fervorosamente en una de sus conferencias, Norman Thomas di Giovanni. La esposa, Elsa Astete Millán, es un antiguo amor de su juventud. Se conocieron en La Plata, hacia 1929, cuando Borges tenía 30 años y ella 19. La historia es confusa y no hay testigos que puedan corroborarla. Parece que nada más conocerse se enamoraron, que incluso llegaron a comprometerse. Pero al cabo de un tiempo el amor se malogró, y ella se casó con otro. Dejaron de verse, y en los años sucesivos Borges siguió enamorándose de mujeres que lo ignoraban o lo abandonaban, dándole motivo para escribir poemas memorables. A principios de los años cuarenta le escribió a Elsa unas cuantas cartas de apasionada tristeza. Volvió a encontrarse con ella más de veinte años después. Era viuda y tenía un hijo ya adulto. Seguía siendo una mujer atractiva. El matrimonio duró tres años, y acabó con la huida de Borges del domicilio conyugal, asistido por su ayudante ya imprescindible, Di Giovanni, su traductor, su confidente, su lazarillo, el discípulo joven y entusiasta que pone la vida entera al servicio de su viejo maestro. Fue Di Govanni quien actuó como propagandista del talento de Borges en el mundo anglosajón, quien logró que The New Yorker le publicara cuentos y poemas, que Penguin editara sus libros. Entre los dos se estableció un acuerdo económico peculiar: en vez de cobrar cantidades fijas como traductor, o de quedarse el 10% de los contratos que negociaba, el fiel Di Giovanni se repartía los ingresos con Borges al 50%.
El matrimonio con Elsa duró tres años, y acabó con la huida de Borges del domicilio conyugal, asistido por su ayudante
Di Giovanni visitaba a diario a Borges en su apartamento de profesor visitante y trabajaba con él. Di Giovanni le recogía en su coche y le llevaba a clase y luego le devolvía a casa. No había tarea de la que Di Giovanni no se encargara servicialmente. Pronto empezó a notar una atmósfera difícil entre los recién casados, el poeta ciego y erudito que parecía habitar tan solo los mundos de la literatura y la esposa ignorante que no hablaba inglés, que no leía libros, que de toda la obra y la celebridad de su marido solo estaba interesada en su rendimiento económico. Tiempo después, ya en Buenos Aires, la señora de Borges le mostró a Di Giovanni los abrigos de pieles colgados en su armario y fue designándolos uno por uno con nombres de grandes escritores americanos: Poe, Whitman, Melville, Hawthorne. Cada abrigo lo había comprado con el importe de una conferencia dedicada por Borges a alguno de aquellos escritores. Elsa era vulgar y codiciosa, reía a carcajadas, se quejaba sin disimulo de la impotencia de Borges, cometía robos ínfimos en las casas de la gente que los invitaba, solo tenía interés en ir de compras, era celosa, se acomplejaba ante los amigos intelectuales de su marido.
Di Giovanni tomaba nota de todo. Pronto empezó a recibir las confidencias quejumbrosas de Borges sobre el desastre de su matrimonio. También sus comentarios racistas sobre los negros, sus muestras de apoyo a la intervención americana en Vietnam, sus observaciones despectivas sobre otros escritores, sobre personas a las que en público fingía apreciar. Borges y Elsa volvieron a Buenos Aires a final de curso y muy pronto Di Giovanni se les había unido, para seguir trabajando con el maestro. Pero no era un simple traductor: las versiones en inglés de los poemas y los cuentos eran el producto de una colaboración entre los dos. Di Giovanni lo inducía a descartar poemas que no tenían calidad suficiente, a no escribir tantos sonetos muy parecidos entre sí, a separarse de aquella mujer irritante e indigna.
Ahora sabemos lo importante que era Thomas Norman di Giovanni, porque el propio Di Giovanni se ha encargado de contarlo en un libro que empieza leyéndose con curiosidad y hasta cierta avidez y acaba dejando algo parecido a un gusto muy desagradable en la boca, Georgie and Elsa: Jorge Luis Borges and His Wife, The Untold Story. Sin duda el tono agrio que transpira el libro tendrá que ver con el hecho de que María Kodama, viuda y heredera de Borges, canceló en cuanto pudo el acuerdo económico.
Di Giovanni, que tiene 81 años, es una de esas personas tan empapadas en su propio resentimiento que no saben hasta qué punto lo revelan en todo lo que dicen
Di Giovanni, que tiene ahora 81 años, es una de esas personas tan empapadas en su propio resentimiento que no saben hasta qué punto lo revelan en todo lo que dicen. Denigra a Elsa, que probablemente no era más que una señora de clase media que se encontró metida en una situación imposible. Pero, fingiendo defender a Borges, a él lo denigra más aún. Es uno de esos admiradores incondicionales dedicados insidiosamente a desacreditar a quien admiran al mismo tiempo que se envanecen de su cercanía. Trabajó codo a codo con Borges durante unos cuantos años, pero de todo ese tiempo no parece haberle quedado ningún recuerdo agradable, ninguna observación lúcida sobre literatura, ni sobre nada, ningún rasgo de humor, ningún gesto noble. Borges, dice, en apariencia tan sabio, no había leído prácticamente nada nuevo desde 1930. Se quejaba del olor de los negros. Le intrigaba que los pobres quisieran tener neveras y televisores, en vez de conformarse con leer a Dickens y a Dante. Su antiperonismo no procedía del amor por la libertad, sino de su desprecio de clase hacia la gente trabajadora. Su modestia era una fachada, su apariencia de fragilidad cobardía, su ceguera un pretexto para conseguir ventajas o manipular a otros. Casi medio siglo después, uno de los recuerdos que a Di Giovanni le parecen más dignos de evocar es el de las torpezas urinarias de Borges. Dice que él se ponía a su lado y le ayudaba a dirigir el chorro. Dice que una noche, en Cambridge, después de tomar juntos varias cervezas, Borges no pudo contenerse y se puso a orinar en la escalera del edificio, junto a la puerta del ascensor. En Buenos Aires, yendo a la Biblioteca Nacional, Borges le pidió a Di Giovanni que lo acompañara a los servicios de un bar, pero llegaron tarde y se orinó en el camino, mojándose ampliamente los pantalones y los zapatos, si bien no consideró necesario volver a casa a cambiarse.
Uno se pregunta para qué sirve recordar cosas así, tantos años después. Del hombre que escribió El Aleph, El hacedor o el ‘Poema de los dones’ no hay ni rastro en el libro. Lo que Di Giovanni ha escrito, involuntariamente, es un penoso autorretrato.
Georgie and Elsa. Jorge Luis Borges and His Wife: The Untold Story. Norman Thomas di Giovanni. Harper Collins, 2014. 200 páginas. 24 euros
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