viernes, 14 de noviembre de 2014

Margarita Rosa / La belleza, la juventud y otras deformidades


Margarita Rosa de Francisco
Foto de Raúl Higuera
Margarita Rosa de Francisco

LA BELLEZA, LA JUVENTUD 

Y OTRAS DEFORMIDADES

Cada mañana me levanto y me reviso la cara y el cuerpo de arriba a abajo. Me examino; detecto lo que no me gusta, lo que no me gustaba y que ahora sí, lo que me gusta, lo que aprendí a aceptar aunque no me guste, lo que todavía no acepto porque no solo no me gusta sino que detesto de mi cuerpo. De mi cuerpo. Tanta atención puesta en esto, en este pedazo de carne fibrosa, blanda, vulnerable y corruptible que el noventa por ciento del día me resulta de una extrañeza casi penosa de confesar.
Soy una estupefacta testigo del prodigio de la máquina que me tocó en suerte conducir. Una máquina de la que me es preciso ser consciente pero que a la larga no conozco bien, porque es una especie de robot de altísima tecnología con sus circuitos eléctricos funcionando con una perfección aterradora y misteriosa. No sé cómo hago para pensar, cómo me es posible hilar palabras, escribir ahora mismo, qué raro es tener un cuerpo y creer que se está vivo porque el corazón, ese otro pedazo de carne con impulso propio, insiste en latir con una voluntad independiente y empecinada.
Cada día que pasa soy más consciente de lo ajeno que es todo en esta indescifrable vida. Me maravilla el hecho de que seamos un misterio tan insondable para nosotros mismos, que no entendamos nuestros sueños, que no haya ninguna ciencia que confirme que sus interpretaciones son precisas. Cómo es posible que a veces seamos un potro salvaje para nosotros mismos que no conseguimos dominar aunque queramos salir de nuestros vicios o sentir de otra manera. Cuántas veces reaccionamos inadecuadamente, como si de pronto una bestia cavernaria que dormitaba en lo profundo de nuestro pantano síquico saliera como un monstruo y nos revelara un ser que no conocemos. !Qué artificiosa es nuestra personalidad! Qué papelón el que interpretamos todos los días para poder ser considerados normales por esa cosa contra natura que llamamos sociedad, que solo existe como resultado de nuestra incapacidad de comprender la libertad. Tan alto es el nivel de desconfianza que nos tenemos, tan desconocido nuestro trasfondo, tan pobre nuestra noción de lo que verdaderamente somos. Por eso todas las leyes son inaplicables, todos los gobiernos inapropiados, todas las guerras inútiles, todos nuestros esfuerzos vanos, nuestras pertenencias imposibles, nuestros valores fluctuantes, todas las causas mentirosas. El mundo civilizado se disfraza de una bondad repugnante y manipuladora con su hatajo de religiones, hechicerías y conceptos contrahechos sobre todo. Pero el mundo no es una entidad que nos amenaza desde fuera; lo estamos creando segundo a segundo con nuestros pensamientos, los cuales reforzamos con uñas y dientes para soportar nuestra intolerable contradicción.
De todas las deformidades culturales, el miedo a la vejez es de las que más me impactan. La limitada identificación de la belleza con la juventud. El sórdido delirio por ser y mantenernos jóvenes. La belleza se volvió una cualidad mediocre que aquella burda amalgama que llamamos “opinión pública” solo consigue identificar con una que otra turgencia, una cara templada, lisa y sin pasado, o con alguna mueca de la nada. Estoy desaprendiendo todavía tan desoladora enseñanza.
A mí me felicitan a veces porque hago papeles donde “renuncio a la belleza” como si me desprendiera con heroísmo de algo supremamente valioso. Creo lo contrario. En aquellas caracterizaciones donde me quito la máscara de este desechable personaje que se supone soy yo misma, accedo a la belleza como nunca habría de hacerlo. Ni dedicando miles de horas al gimnasio para ver mi cuerpo bien moldeado he conseguido sentirme tan bella como cuando lleno cada línea de mi cara con una emoción verdadera. Nunca más bella que cuando mi cuerpo se vuelve una estación del arte. El arte es lo único que rescata la belleza de la prisión del prejuicio ubicándola en un lugar mucho más elevado. Por eso el veredicto de mi examen diario frente al espejo cada vez me preocupa menos aunque sigan sin gustarme las mismas cosas. La belleza es infinita y solo apreciada por un aspecto refinado del espíritu, el único capaz de percibir lo bello en lo imperfecto. Algo en mí debe haber evolucionado. Nunca pensé que dejar de ser joven me brindaría tanta tranquilidad.


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