viernes, 28 de noviembre de 2014

Picasso / El minotauro y la doncella

Escena báquica con Minotauro (18 de mayo de 1933),
de Pablo Picasso, perteneciente a la 
Suite Vollard.

Pablo Picasso

El Minotauro y la doncella

ANTONIO MUÑOZ MOLINA 28 MAR 2009

El mito, decía Pavese, es contar algo de una vez para siempre: contar un cuento muchas veces y que nunca se agote su misterio, contarlo a través de los siglos y que sea siempre una revelación y al mismo tiempo un enigma. Después de ver la Suite Vollard de Picasso en las nuevas salas de la Fundación Mapfre en el paseo de Recoletos he buscado la historia del Minotauro en un diccionario de mitología griega, en las Metamorfosis de Ovidio, en ese relato de Borges que se titula La casa de Asterión. El Minotauro de Picasso tiene un cuerpo de hombre fornido pero ya no joven y un cabezón ciclópeo más de bisonte que de toro, aunque su destino sea morir en la luz cruel de la plaza y no en las tinieblas del laberinto. Para que una claridad excesiva no dañe el papel en el que están impresas, las estampas se ven en una sala casi en penumbra. Viniendo del fulgor de la calle, el lugar ya tiene algo de galería de un laberinto, sobre todo si es una hora temprana en un día laboral y no hay más visitantes.
Picasso ya no despierta la misma reverencia incondicional y abrumada de antes, lo cual sin duda es una ventaja a la hora de distinguir, en su obra innumerable, la parte más sólida, la que en vez de diluirse o desacreditarse se afirma con el paso del tiempo. Hay algo literalmente monstruoso en una fama excesiva: monstruoso porque desbarata la figura humana de un artista, volviéndolo tan superior a las figuras y los logros de los demás que hace de ellos insectos o simples adoradores; y monstruoso también porque al aislarlo a él, al elevarlo insensatamente, lo convierte en un monstruo, una criatura deforme y misántropa que se alimenta del tributo de la adoración y nunca tiene bastante, que sólo tolera la cercanía de personas serviles a las que sin embargo desprecia, condenado por su misma soberbia y por la sumisión de los demás a una soledad terrorífica. La idea del artista genial, un invento del romanticismo exagerado hasta el delirio en la época de las celebridades globales, cada vez me produce más desconfianza. Nadie merece tanta admiración. Nadie está tan por encima de sus contemporáneos ni de sus semejantes. El talento, como cualquier capacidad humana, es siempre limitado, y está bien que sea así; y también, como cualquier otra capacidad que se desarrolla mucho, tiende al desequilibrio: se es muy bueno en el razonamiento matemático a costa de un cierto grado de indiferencia hacia la vida cotidiana y las cosas tangibles; llegar a ser un sabio en un campo de conocimiento por fuerza significa ser ignorante en casi todos los demás.
En los grabados de la Suite Vollard, en los que trabajó de manera intermitente en la primera mitad de los años treinta, Picasso inventa variaciones sobre el tema de Pigmalión y el del Minotauro, el escultor que se enamora de la figura femenina que él mismo ha creado y el monstruo cautivo de su laberinto cuyo único trato humano es con las víctimas jóvenes que se ofrecen como tributo para su antropofagia. En ambas series la mujer es más o menos la misma, muy joven, carnal, de pelo liso y cara apacible, entre rendida y absorta, tan pasiva en su papel de modelo como en el de amante del Minotauro, que unas veces la abraza delicadamente o la envuelve en su bárbara corpulencia erizada de pelambre y otras parece que la embiste con la brutalidad de los apareamientos mitológicos entre doncellas humanas y dioses transformados en animales.
La mujer es Marie Thérèse Walter, a quien Picasso había conocido en 1927, cuando ella tenía 17 años y él cuarenta y seis, en París, mirando un escaparate de las Galerías Lafayette. Al genio masculino se le reconocían hasta hace poco prerrogativas indiscutibles de promiscuidad: Picasso se hizo amante de la muchacha treinta años más joven que él mientras seguía viviendo con su mujer y su hijo, la instaló en un apartamento cercano al de su familia, la dejó embarazada, la abandonó en 1936 por Dora Maar, a la que también le llevaba casi treinta años, y a la que acabó dejando en 1943 por Françoise Gilot, quien de todas sus mujeres fue la única que lo abandonó a él. En los retratos que hizo Picasso de ella, Marie Thérèse Walter tiene el mismo atractivo macizo y el aire un poco pánfilo que en las fotografías. En los grabados muchas veces está ensimismada o dormida. En las escenas de violenta pasión sexual la cara redonda permanece complaciente y ajena, mientras sobre ella se inclina el cabezón tenebroso del Minotauro, los ojos tan ávidamente abiertos para mirar su belleza como los orificios de la nariz en los que sonará su respiración de caverna. El escultor mira a la modelo estudiándola, pero las dos miradas no se encuentran. El Minotauro levanta la sábana de la cama para descubrir hechizado la desnudez de la muchacha, pero ella está dormida, o está pensando en otra cosa. Y cuando el mito griego se convierte en tauromaquia española y un joven Teseo actúa como matador triunfal en la arena de la plaza, el Minotauro agoniza con la parte humana de su cuerpo ya derrumbada y la cabeza animal levantándose en un último mugido, y en el burladero la muchacha asiste al sacrificio sin mucha emoción y a lo más que llega es a extender hacia el moribundo una mano de consuelo que ni siquiera lo toca. En sus versiones más antiguas dicen que la muerte del Minotauro a manos de Teseo simbolizaba el tiempo en el que Atenas se emancipó del dominio de Creta: un poder joven rompiendo el yugo de un imperio arcaico. En la imaginación del amante maduro que ya ha cumplido cincuenta años, Teseo es el miedo al hombre más joven que vendrá para arrebatarle la muchacha que de algún modo él ha secuestrado, la cautiva encerrada en el laberinto de su tiránica masculinidad en declive.
En cada estampa de la Suite Vollard Picasso escribió la fecha en que la completaba. Entre marzo y junio de 1933 las hojas se suceden a una velocidad compulsiva, como el manuscrito de una confesión. Anotaba el día, el mes, el año, y podía haber añadido la hora, porque hubo días en que dibujó varias, con la inmediatez física del punzón o el buril sobre las planchas de cobre, inclinándose sobre ellas con los ojos fanáticos igual que sobre el cuerpo desnudo de Marie Thérèse Walter. Hay un crescendo emocional desde la quietud neoclásica de las primeras imágenes hasta el sacrificio del Minotauro en las estampas que a mediados de junio de ese año es el final de esa prodigiosa racha inventiva. Las fechas saltan entonces hasta un año después. En las estampas de 1934, tal vez las mejores, un Minotauro todavía hercúleo pero ahora ciego y vencido como un Edipo penitente se deja guiar por una niña que sigue teniendo los rasgos de Marie-Thérèse. Aquí la explicación fácil se acaba: la capacidad de sugestión del mito está no sólo en lo que cuenta, sino en lo que mantiene escondido.



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