viernes, 7 de noviembre de 2014

García Márquez y Álvaro Mutis / La amistad sin discordia



Gabo y Mutis

Me conmueve evocar que la amistad de tantas décadas que unió 

a Gabriel García Márquez con Álvaro Mutis jamás tuvo discordia



Quizá un posible alivio para los amores contrariados se anide en la amistad que perdure entre ambas partes y quizá el único escudo ante tanta mala noticia y necia neblina de desasosiegos se destile en la saliva del afecto que suele transpirarse en la camaradería. Decía Eliseo Alberto que hemos de creer en "la amistad a primera vista" si hemos de seguir en la esperanza del amor a primera vista, pero que una vez confirmada la epifanía de una amistad instantánea había que procurar con fidelidad y sosiego el abono constante de las palabras y las acciones que la nutren.
A mí me conmueve evocar —con intención de envidia y afán de plagio—que la amistad de tantas décadas que unió a Gabriel García Márquez con Álvaro Mutis jamás tuvo discordia, ni un sí con no. Fueron amigos desde un principio y hasta el final, incluso siguen sonrientes y en diálogo de párrafos ya interminables en las páginas de sus libros entrelazados y en las fotografías que aunque parecen volverse sepia conservan un ligero movimiento de animación donde parece que entre las sonrisas se esconden carcajadas, entre los labios aparentemente callados las citas o evocaciones de los libros memorables que leían de memoria y tantos viajes, anécdotas y vivencias comunes que parecen ser dos hombres que caminan sobre la gelatina de plata de viejas fotos en una suerte de filmación entrañable del afecto compartido.



Mutis sería el embajador de Gabo en México y quien lo convence de huir de Nueva York hacia la que habría de convertirse en su segunda patria 



De muy joven, cuando muchas cosas del mundo aún no tenían su nombre, Gabo frecuentaba la sala de música de la Biblioteca Nacional de Bogotá y se ponía a leer sin descanso, a la sombra de los grandes compositores que le llenaban la cabeza de rizos. En alguna ocasión dictó la receta infalible para cualquier aprendiz de melómano, argumentando que los mejores compositores de la música llamada clásica tenían todos apellidos que empezaban con la letra B: Bach, Beethoven, Brahms... Bivaldi y Bozart. Contaba Gabo que en sus visitas consuetudinarias a la sala de música de aquella Biblioteca de Babel solía aparecerse a las cuatro en punto de cada tarde "un melómano insufrible, de nariz heráldica y cejas de turco, con un cuerpo enorme y unos zapatos minúsculos como los de Buffalo Bill". Aquel gigante anónimo pedía sin piedad y a cada tarde el concierto para violín de Mendelssohn, que Gabo entre otros lectores de la sala supuestamente callada sinceramente aborrecían. Muchos años después, ya frente al pelotón cotidiano de la fama, Gabo escuchó que Mutis hacía un comentario sobre ese mismo concierto de Mendelssohn y, como quien descubre un error en una partida de ajedrez jugada en otro tiempo, exclamó al instante: "Carajo. De modo que eras tú".
Se sabe que Mutis sería el embajador de Gabo en México y quien lo convence de huir de Nueva York en ese largo viaje con Mercedes y Rodrigo hacia el México que habría de convertirse en segunda patria de todos ellos, cuna de su segundo hijo Gonzalo, y el nido donde floreció esa novela que se iba a llamar La casa y que hasta las últimas líneas dictó ella misma su título ya congelado en la memoria de la literatura de todos los tiempos como Cien años de soledad. Fue Mutis quien le regaló un ejemplar de Pedro Páramo al recién mexicanizado periodista que cuajaba cuentos como si fueran crónicas verídicas de la más pura imaginación, diciéndole "Tenga, para que aprenda" y fue Mutis quien luego lo acompañara a Estocolmo, años después entre flores amarillas y azorado ante el atuendo impoluto del Gabo. Fue Mutis quien presentó a Gabo con María Luisa Elío y Jomí García Ascot, los amigos infalibles a quienes está dedicada la novela que hila a todas las generaciones de los Buendía como espejo de tantas otras amistades de veras que se arremolinaron como enredadera en torno a la vera amistad que transpiraban ambos colombianos en cada aventura, cada párrafo y cada sobremesa, porque fue también Mutis quien quiso regalarle una historia completa de cabo a puerto para que la escribiera Gabo, y al paso de los años, fue el propio Mutis quien tuvo que narrarla él mismo bajo el título de La última escala del Tramp Steamer, para que se volviera perfecta y sincrónica con El amor en los tiempos del cólera, y tránsito ideal de los versos de la poesía a los párrafos de la prosa de un tal Maqroll el Gaviero que habría de transubstanciarse en otras seis novelas inagotables como quien sueña con una mujer que ha de volver a los brazos con la lluvia.

La Feria Internacional del Libro de Oaxaca no es la más grande, pero sí la más entrañable por el contacto directo entre lectores y autores
La Feria Internacional del Libro de Oaxaca lleva ya 34 ediciones anuales que —sobre todo en la pasada década— se consolida como el santuario de lectores que la colman, pero sobre todo, de escritores que asisten imantados por un aura de amistad no sólo entre ellos, sino con el editor Guillermo Quijas y toda la familia de colaboradores con los que sustenta las carpas de miles de libros de su propia editorial Almadía, sino todas las demás editoriales que se reúnen en esta feria que no es la más grande de México ni del mundo, tampoco la más ostentosa y pantagruélica, pero sí la más entrañable en el contacto directo de los grandes escritores que asisten a ella con los lectores que suelen no callarse sus preguntas, reclamos y alabanzas no sólo en las presentaciones, sino también en las muchas ramificaciones que llevan a los párrafos directamente a las aulas de la universidad, los pupitres de las escuelas de todas las edades y los encomiables círculos de lectura que se multiplican por obra y gracia precisamente de las amistades que se frecuentan con el pretexto de estar leyendo todos un mismo libros durante meses, sabiendo que al filo de cada noviembre tendrán la oportunidad de entrar en conversación con el autor.
En la edición de este año, con Colombia como país invitado y una generosa delegación de 100 talentosos y brillantes colombianos, la Fundación Gabriel García Márquez de Nuevo Periodismo Iberoamericano –encarnada en su director Jaime Abello Banfi—aportó un taller de puro periodismo puro a cargo de Martín Caparrós y Diego Fonseca, con un ramillete de notables periodistas jóvenes de diversos países y entre todos los editores, promotores culturales, novelistas, cuentistas y poetas colombianos venidos ahora a Oaxaca hay un innegable contagio de colombianización de Oaxaca y una mexicanización de sus cumbias y coloquios, vallenatos y poesía, cuentos y comidas, ya bien digerido por aquellos dos colombianos-mexicanos que hoy parecían caminar por las viejas calles, envueltos en una charla interminable sobre novelas francesas, un concierto recurrente de Mendelssohn al violín, las cabelleras negras de las mujeres infinitas, amores contrariados... y sí, eso que se llama amistad y que al parecer ha de durar ya para siempre.


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