sábado, 8 de noviembre de 2014

Margarita Rosa / El día en que me casé con Carlos Vives



Margarita Rosa de Francisco

EL DÍA EN QUE ME CASÉ CON CARLOS

Hace poco fui a un matrimonio en Cali, mi ciudad natal, en donde me reencontré con buena parte de mi pasado a través de lugares y caras entrañablemente familiares.
La ceremonia religiosa se realizó en La Merced, la iglesia donde me casé por primera vez. Desde ese 20 de Agosto de 1988 no había vuelto. Se agolparon en mi mente las imágenes de la horda de gente que sin control pasaba por encima de los cordones de seguridad para atravesar todas las puertas de acceso. Seguí queriendo recordar ese momento y sus insólitos detalles. Hacía 26 años en ese mismo sitio, había toda una multitud confusa de invitados y curiosos que a toda costa querían ver con sus propios ojos la fantasía del amor hecha realidad.
El día de mi matrimonio pareció más un estado de emergencia municipal. Carlos Alberto, el novio, salió para la iglesia guitarra en mano. Después de luchar como un gladiador para llegar al altar en donde me esperaría por casi dos horas después de abrirse paso por entre la turbamulta, se sentó en una de las banquetas de la primera fila y para no volverse loco empezó a cantar la alegría que traía en las venas desde su Santa Marta. Mientras tanto yo abandonaba la casa paterna vestida para casarme y con un ramo de rosas blancas temblándome entre las manos. Nos siguió una corte de carros de bomberos con sus sirenas avisando a todo pulmón que algo inusual estaba por suceder. Se iban a casar dos personajes de ficción en la vida real.
A medida que nos acercábamos a la iglesia el número de personas andando por la calle aumentaba, de manera que cuando llegamos la puerta principal estaba bloqueada y para entrar fue necesaria la intervención de la policía. Había personas trepadas en los árboles, siendo éstos los mejores palcos para divisar con buena profundidad de campo la escena cumbre de la telenovela con mayor audiencia en ese momento.
Ya en el atrio y del brazo de mi padre no hubo quién avisara que la novia estaba lista para hacer su aparición. Mi mamá entró en pánico cuando vio que mi ramo estaba siendo despedazado y deshojadas las rosas en pétalos volando por decenas de manos que picoteaban como palomas las pocas que todavía me quedaban. “!Cuidado con el velo! !Ay, el vestido, el vestido!”, gritaba ella, mi madre, autora de mi sencillo traje beige claro. Cuando por fin tomamos la decisión de seguir nuestro camino sin importar la congestión, tenía un “chamicero” de tallos y dos rosas maltrechas como único bouquet. Recogí la cinta pisoteada del suelo y los até con calma en un lazo no menos humilde.
Avanzamos como pudimos mientras se aclaraban los ecos de la voz del joven de pelo largo que seguía entonando vallenatos de leyenda, vestido de frac y acompañado por las palmas de los asistentes, quienes se habían unido a su fiesta de espera casi olvidando que se trataba de un solemne rito de casamiento.
Ya cerca de mi futuro esposo, aún nos empujaba la gente que desde por la mañana se instaló y no se había dejado sacar. Más atrás gritaban Fanny Mickey y Amparo Grisales, “!!Carlitos, aquí te la entregamos!!”, precisamente en el instante en que mi papá me soltó la mano.
De rodillas ante ese Dios del que siempre he sospechado me encontré jurando eternidades. Miraba de reojo a mi bello compañero recién bañado en la escarcha de sus cantos y tuve celos de su música, su diosa, su amante fiel y verdadera, quien hasta hacía unos minutos le había ayudado a convertir su ansiedad en un concierto inolvidable. Entonces perdí el hilo de cuanto nos decía el sacerdote, mi cuerpo quedó un rato solo; mi alma viajó a un lugar inconexo en un intento de escapar del espectáculo; me vi disuelta en el éter de sueños propios y ajenos, luego partida, sin la lucidez para reconocer mis pedazos. Me estaba casando y yo ahí, con mi identidad a medio hacer, enamorada y amando pero sin saber quién era.
“Los declaro marido y mujer” fue la frase que me trajo de nuevo al carnaval que era el ambiente dentro de la iglesia. Entre aplausos, abrazos, arroz, flores, pañuelos, vivas, llantos y gritos, logramos la feliz huida al corazón de nuestro inesperado destino.
Desde un balcón del Club Colombia, al mejor estilo de cualquier pareja real, nos asomamos para saludar a nuestro público; yo arrojé la liga y los restos del ramo. Carlos, sus zapatos.

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