jueves, 13 de noviembre de 2014

Fernando Arrabal / La minifalda y los castrados



Fernando Arrabal

La minifalda y los castrados


El País, 17 de mayo de 1989

¡Cuán peliagudo resulta hoy en día distinguir la tenue raya que separa progresistas y reaccionarios! A los que de economía no sabemos de la misa la media cada día se nos hace más cuesta arriba comprender la morrocotudamente sutil gradación gracias a la cual se diferencia al hombre de derechas del de izquierdas a menos que saquen sus carnés de partido. Recientemente mi estupor se empinó hasta el desconcierto conversando con un jugador de ajedrez, dicharachero miembro del Partido Comunista de la URSS. Daba gusto verle tan rumboso y simpaticón. Parecía un hijo de la muñeca Barbie y de monsignoreBerlusconi criado en Disneylandia por hinchas del equipo de polo de la Tricontinental. El sistema económico que propugnaba para la Unión Soviética hubiera asustado por su moderación a la mismísima Margarita Thatcher. A su lado, los Chicago's Boys y su entrenador Milton Friedman hubieran parecido exaltados izquierdosos. Tan pasmado me dejó que le pregunté: "¿Pero realmente es usted miembro del partido comunista?". Me respondió encopetado: "¡Y a mucha honra!". "¿Pero qué pensarían Marx y Lenin de su programa económico?". Sonrió feliz, con su pinta inimitable de modesto perdonavidas: "¡Fueron dos viejos cascarrabias!". No pude soportar ni un minuto más tanta pachorruda arrogancia. Ganas me entraron de pedirles a los supervivientes del comunismo puro y duro, los afganos, que me dejaran ingresar en sus filas a pesar de mi ácrata pasado o por lo menos devorar en su restaurante catalán una olla podrida como el panorama "¡y al rojo vivo, camarada Dimitrov!".Precisamente gracias a los colores se diferenciaban con tacto y primor éstos y aquéllos durante la última dictadura, cuando, por ejemplo, las palabras izquierda y derecha no sólo significaban algo cabal en las comisarías, sino hasta en los diccionarios. María Moliner define, en su suculento dicciona rio, "rojo" como "persona de ideas muy izquierdistas" y dice de "rojillo" que "se aplica al sospechoso de ser adversario del actual régimen". ¡Cuidado! ,,actual régimen" quiere decir aquí franquista. ¡Los hay tan mal pensados!
Durante mis estudios de bachillerato, mi profesor de Química disponía de la famosa tira de papel de tornasol que reconocía los ácidos y las bases. Espectacularmente se ponía roja con los primeros y recobraba el color violáceo con las segundas Hoy en día, la sexualidad, cual mágico papelito, nos permite averiguar quién es revolucionario y quién es paseísta. Aquellos que discursean acerca de "las veces que lo hicieron", del "pelaje o la estampa de sus conquistas", de "la calorina de su refriegas" o bien que peroran sobre "el tamaño de su mandado" son, sin remisión, caver nícolas de órdago a la grande Aparecen a nuestros ojos como un gigantesco rebaño de equipotentes, aunque unos militen en Fuerza Nueva y otros en la CNT. Todo aquel que hace gala de su empuje sexual es un tradicionalista reaccionario agudo como punta de colchón.
El modernísimo banquero que ha colocado su camastro y su apaño en el ojo del ruedo de todas las ostentaciones es tan rabiosamente ultramontano como el maletilla de su finca que se pasa el día sopesando el paquete que luce entre sus piernas con la esperanza de que no se le caiga traidoramente de sopetón.
¡Cuántos hombres caen en la pampringada de establecer un paralelo entre la grandeza del coraje y el grosor de los testículos! La frasecita "tiene un par de cojones", tan inconsecuentemente encomiástica, se oye en todas las lenguas y dialectos del mundanal ruido. Y sin embar go, esta restrictiva sentencia excluye ya de entrada del universo de la bravura al 51% de los terráqueos... por lo menos.
El tópico de los conservadores de diestra y siniestra es que, si se tienen, es para usarlos. Los jueces que exculpan al violador porque se cruzó con una tunanteadora minifalda razonan de esta masculinísima manera. Un cuerpo de ricahembra embutido en unos brevísimos atavíos creen, los retrógrados, que fatalmente tiene que sacar de quicio a la virilidad del peatón que se precia de ser un hombre. La reacción normal de un pene alzado a la categoría de falo por el impulso de una bolsa receptiva al garbo femenino es, piensan y juzgan, la de embestir como mandan los cánones. ¡Y vivan las caenas!
El magistrado de derechas razona como el calavera de izquierdas; ambos aseguran que "la mujer lo que necesita es cuero, y del bueno". La mujer, digo yo, como el hombre, lo que necesita es vivir intensamente... amando o teniendo la infinita felicidad de poder amar.
Los testículos no son imprescindibles, ni mucho menos, al amor o al valor. Por el contrario, la historia nos muestra que la presencia de los genitales no ha solido ser obstáculo ninguno ni a los desastres amorosos ni a la cobardía redomada.
Abelardo, lastrado por una bolsa más que aparente, fue, a pesar de su gran inteligencia, un obediente profesor de Lógica y Teología. No tuvo el coraje de rebelarse contra sus superiores, a los que juzgaba incompetentes. Cuando los esbirros del tutor de su amante, Eloísa, le castraron, se transformó en un intrépido y subversivo filósofo. Hasta el último soplo de su agonía, aquel corajudo castrado combatió con una valentía que rayaba en la temeridad a los poderosos, sin amedrentarle ni las amenazas ni las excomuniones.
El impacto de la castración fue aún más beneficioso para su vida amorosa. Eloísa, aquella bellísima moza de 17 años, que tan sólo le quería, empezó a amarle en aquel instante. A partir del desmoche, el libidinoso y vulgar amorío de la alumna superdotada y el profesor cuaren tón se transformó en un amo sublime, total, único. Un amor que no pedía nada, salvo amar más cada día. Sentimiento que la muerte del amadísimo castra do no pudo interrumpir. Eloísa exigió que la enterraran junto al cadáver de Abelardo. Cuenta la leyenda que en aquella última ceremonia Eloísa abrió los brazos hacia los de Abelardo, igualmente abiertos.
Pocas veces he visto en mi vida un ser tan serena y dichosamente enamorado como Jacqueline Picasso. La media docena de mujeres que cohabitaron con el pintor antes que ella han contado probadas barbaridades sobre Picasso. Françoise Giroud, aún en vida, no cesa de enumerar las estaciones de su mala vida con el genial malagueño. Lo que al parecer nadie pone en duda es que estas desilusionadas mujeres convivieron con un hombre pujante, membrudo y dispuesto a descargar a cada triquitraque. Una de ellas ha afirmado que nuestro genio "sufría de priapismo". A pesar de todo esto y como para ridiculizar al juez antiminifaldero o al tenorio de pro, estas mujeres terminaron por aborrecer al enhiesto creador.
Picasso sufrió una operación mal hecha que le dejó impotente. Jacqueline vivió los últimos años, por tanto, junto a un hombre clínicamente castrado. Gracias a este regalo de la cirugía, del que no gozaron sus predecesoras, pudo amarle entrañablemente. Picasso conoció la gran pasión con una mujer a la que llevaba un buen montón de años. Al fin, tras aquella picia del cirujano, Picasso se convirtió en el seductor que siempre había soñado ser.
Los malpensados y los malnacidos imaginaban que Jacqueline representaba el papel de esposa enamorada por interés. ¡Qué mal conocían el celo y el altruismo de su sentimiento! A la muerte de Picasso, Jacqueline se convirtió en una de las mujeres más ricas de la tierra y al mismo tiempo en uno de los seres más prestigiosos y adulados. Podía hacer, con toda libertad, de su cuerpo y de su alma lo que le viniera en gana... Pero sin él la vida no tenía sentido alguno. Por ello cortó de cuajo, suicidándose, su inútil, ya, estancia en la tierra.
A Jacqueline no le había importado, ¡ni se había dado cuenta!, pasar tantos años de su vida viviendo con la castidad de una monja de clausura junto a su idolatrado Pablo. Pero para ser feliz, aquella viuda bien parecida, riquísima y libre necesitaba algo inefable pero imprescindible: el amor de su vida.


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