Olga Merino |
Olga Merino: "La felicidad está muy sobrevalorada"
La escritora barcelonesa publica su nueva novela 'La forastera', un wéstern contemporáneo situado en el sur de España
Elena Hevia
25 de febrero de 2020
Angie, que en su juventud vivió la bohemia londinense posthatcheriana, sobrevive en un pueblo perdido del sur de España acompañada de su vieja Sarasqueta -el Winchester de la España vacía-, dos perros perjudicados, cuatro aperos de cultivar el huerto, la presencia arisca de un par de inmigrantes y el bisbiseo de los vecinos que la consideran la loca del lugar. En ‘La forastera’ (Alfaguara), cuarta ficción de Olga Merino (Barcelona, 1965), han cristalizado buena parte de las obsesiones de la escritora. El desarraigo, la historia reciente de España, el origen campesino, el peso de la familia y el proceso de creación artística se dan cita en una novela tan dura y esencial como el terreno agreste en el que hunde sus raíces.
¿Qué fue primero, el paisaje o el personaje de Ángeles?
Hace mucho tiempo que me tenía obsesionada una idea: un amigo mío cuyo padre se había suicidado hizo lo mismo a la edad en que su padre se quitó la vida. Durante mucho tiempo me estuve preguntando el porqué de esa decisión que tiene mucho de ritual. Quise recorrer ese camino. Aunque, pese a que Angie siente también el peso de los suicidios de su familia, pronto descubrí que ese tema no iba a ser tan esencial. Además la gran novela sobre el tema, 'Los suicidas' de Antonio di Benedetto, ya está escrita. El suicidio me llevó al paisaje.
¿Cómo es eso?
Descubrí una tesis doctoral en la que se analizaba cómo en un triángulo formado por tres pueblos andaluces, Alcalá la Real, en Jaen, e Iznájar y Priego, en Córdoba, se duplica o triplica la media de suicidios. Es un paisaje que por raíces familiares conozco bien porque mi familia procede de Granada y Sevilla.
¿Descubrió la razón? ¿La geografía es un desencadenante?
Lo fácil es pensar que el suicidio puede ser hereditario, pero esa idea es falsa. Lo que sí se heredan son los patrones de comportamiento que se agudizan si la zona está aislada o se produce algún tipo de problema económico que daña la seguridad de los habitantes.
Ese paisaje se vincula directamente con el ensayo ‘La España vacía’ que nos ha hecho reflexionar y mucho sobre la despoblación en la península.
Sí, Sergio del Molino ha hecho un análisis certero de lo que ha sido este país. La migración de los años 50 que dejó vacíos los pueblos mientras Barcelona, Madrid o Bilbao se multiplicaban. Él lo llama el "gran trauma".
Con la llegada de la transición, el campo no nos pareció lo suficientemente moderno y sencillamente le dimos la espalda.
No queríamos identificarnos con la España del botijo y la boina cuando en realidad buena parte de nosotros viene de ahí. Somos hijos y nietos de campesinos trasplantados a la ciudad como cebolletas. Y es que este país era eminentemente agrícola hasta hace muy poco. Ahora no tenemos más riqueza que el turismo y la agricultura. Y esta última es una cultura que hemos ido desmontando y tenemos que reconstruir. No me extraña que ahora haya surgido un partido como Teruel Existe o que los agricultores salgan a la calle, y es que habrá que tomar medidas políticas reales.
Eso no es un fenómeno únicamente español, se está dando a un nivel global. Y está llegando también a la literatura. Hay muchas voces, como María Sánchez con su ‘Tierra de mujeres’; 'Palabras mayores' de Emilio Gancedo; 'La tierra desnuda' de Rafael Navarro de Castro e incluso Santiago Lorenzo y ‘Los asquerosos’, en clave cómica. Pero no es un fenómeno nuevo, ahí están 'La lluvia amarilla' de Llamazares o 'Camí de sirga' de Jesús Moncada.
¿Esta es una novela política?
Sí, sin duda. Habla del desclasamiento de campesinos trasplantados a las ciudades como peones de la Historia. La gente no se va de su tierra por gusto.
El centenario de Galdós nos ha traído de nuevo la polémica sobre la literatura realista, una literatura en principio muy ligada a la tierra.
Me parece muy elitista despreciar ese sustrato. Nuestra tradición es la que es. Yo no haría guerras con ello.
El realismo también es una forma de reconocer las propias raíces.
A mí las raíces me importan mucho. En el tema del léxico, por ejemplo. En mi novela hay un vocabulario muy rural, muy apegado a la tierra. En mi familia no había libros. Mi abuela sabía escribir con dificultad pero en contrapartida tenía una tradición oral riquísima y muy expresiva. Yo siempre he sido una esponja con las palabras. También mi madre de jovencita fue a hacer las faenas del campo, a recoger la aceituna, y se trajo con ella todas esas palabras a la ciudad.
El paisaje áspero también marca la forma de ser de los personajes a la manera de los wésterns.
No me di cuenta de ello mientras escribía pero uno de mis primeros lectores, Jorge Manzanilla, me dijo que ahí estaban todos los elementos: el paisaje crepuscular, los personajes en el límite, los caciques, los forajidos de otra manera, la línea del horizonte siempre presente y un orden caduco a punto de romperse.
A esa geografía se opone en la ficción el Londres de los años 90 que conoce bien porque fue corresponsal durante años para este diario.
Thatcher dimitió nada más llegar yo y se había dedicado a derribar el Londres alegre y genuino precedente a golpe de neoliberalismo. Todo el sustrato obrero de las orillas del Támesis acabó en la piqueta y se gentrificó con apartamentos de lujo. Nada que no ocurra actualmente en cualquier gran ciudad, incluida Barcelona. Mis recuerdos de entonces eran muy buenos porque están apegados a mi juventud. Mi generación tuvo una juventud muy buena, muy hedonista, y eso ha hecho que tengamos un papel un poco superfluo, pero que nos quiten lo bailao.
En su novela hay una mirada sobre el cuerpo que no es la habitual. También aparece la sangre menstrual que no se prodiga mucho por la literatura.
Es verdad que no se ha hablado mucho de ello. ¿Es un tema literario? No lo sé, pero por qué no hablar de ello. Si la mitad de los seres de este mundo menstrúan por qué ocultarlo. Lo que sí me interesaba es contemplar el paso del tiempo a través de un cuerpo femenino. Ella tiene poco más de 50 años, una edad bisagra porque aparte de los cambios fisiológicos es el momento en el que echas la vista atrás y te preguntas si estás donde quieres estar. Y no estoy hablando de felicidad, porque la felicidad está muy sobrevalorada.
¿Por qué escribe novelas tan tristes?
No hago novelas tristes, si acaso melancólicas, un estado que no es exactamente el de la tristeza, sino más bien de aceptación, de estar a gusto con lo que se es y con lo que se tiene. Espero que al final quede un regusto liberador.
¿Le cae bien Angie, la forastera?
(Sonríe con complicidad) Sí, me gusta porque aunque al final no consiga imponer su voluntad a ella no la cazan. No sucumbe a lo que pretenden los demás. Es una mujer dura que pisa fuerte.
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