Los 50 mejores libros de 2020
La extrañeza que soy
Hay un raro equilibrio en ‘Ariel’, de Sylvia Plath, que quizás proceda de una absoluta falta de miedo y de un sentimiento profundo de liberación ante el suicidio
Ángel Rupérez
20 de noviembre de 2020
Después de publicar The Colossus (1960), la poeta norteamericana Sylvia Plath (1932), en medio de complicaciones existenciales varias —crisis matrimonial incluida—, estuvo escribiendo los poemas de Ariel, el libro que apareció póstumamente en 1965, años después de su suicidio en Londres, el 11 de febrero de 1963. Todo en este libro parece una preparación para la muerte en general y el suicidio en particular, al que se alude como pasado: “Aquella vez me habría suicidado a gusto, de una manera u otra…”, pero también como futuro: “… Solo tengo treinta años… / Morir es un arte como todo / y yo lo hago excepcionalmente bien”.
En ese panorama sombrío, las treguas son escasas, y la más luminosa es la del poema Globos, que es una alegre celebración de la vida de sus dos niños, Frieda y Nicholas, de casi tres y un año, respectivamente, que vivían con ella después de separarse de su marido, el poeta Ted Hughes. “Estos globos que nos hacen compañía desde las Navidades…” y que “deleitan el corazón…” y que contribuyen a conformar “Un mundo claro como el agua”. Le faltaban seis días para meter la cabeza en el horno y abrir la llave del gas, cuidando antes de que no pudiera invadir el cuarto de sus niños.
Una cosa deslumbra en este libro: no es tremendista y es más bien delicado y sutil en sus maniobras, a pesar de ser trágico. Hay un raro equilibrio en él, que quizás proceda de una absoluta falta de miedo y de un sentimiento profundo de liberación. Duele, y mucho, pero ¿y si la muerte no es la última palabra? A fin de cuentas la muerte es poesía —sugiere en el poema Bondad—, con lo que la muerte tal vez sea buena y prometedora porque, tomándola, como si se tratara de “una hostia consagrada”, “la sensación de paz es tan intensa que deslumbra y, a cambio, nada pide” y, gracias a ello, “seré una mujer sonriente”. Los muertos lo saben muy bien, sugiere, y de ahí que ella emprendiera su viaje liberador que no pudieron impedir ni sus niños, sus “dos rosas”, la única y profunda razón para vivir que late en este gran, oscuro, luminoso y, en cierto modo, milagroso libro, por cierto, muy bien traducido y muy bien ilustrado.
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