Kelly Link
VIAJES CON LA REINA DE LAS NIEVES
Travels with the Snow Queen by Kelly Link
Parte de ti siempre viaja más aprisa, siempre continúa hacia delante. Incluso cuando estás en movimiento, nunca vas lo suficientemente deprisa como para satisfacer esa parte de ti. Entras en las murallas de la ciudad por la tarde, cuando los adoquines son de un rosa moteado por el reflejo de la luz, los sientes fríos bajo la planta de tus pies desnudos y ensangrentados. Le pides al hombre que custodia la entrada que te recomiende un lugar para pasar la noche, y en cuanto caes sobre la cama del hostal —una cama que huele a lavanda y sobre la que hay amontonados varios edredones—, puede que sola, puede que con otro viajero, o quizá con el miembro de la guardia real que tenía los ojos tan marrones y aquel bigote que se rizaba a ambos lados de su nariz como un par de cordones negros encerados, al mismo tiempo que el guardia a quien no has preguntado el nombre grita entre sueños otro nombre que no es el tuyo, tú vuelves a soñar con la carretera. Cuando duermes, sueñas con las largas distancias blancas que te quedan por delante. Al despertar, el guardia está en su puesto, te duele esa zona entre las piernas, aunque es un dolor agradable, y las piernas, molidas, como si mientras dormías hubieras continuado caminando toda la noche. Mientras tanto, tus pies han vuelto a sanar. Tuviste cuidado de no besar al guardia en los labios, de modo que en realidad no cuenta, ¿verdad?
Tu destino es el norte. El mapa que usas es un espejo. Siempre te estás sacando trocitos de los pies descalzos, los pedazos de mapa que se desprendieron y cayeron al suelo cuando la Reina de las Nieves salió volando en su trineo. Dónde estás, de dónde vienes, es imposible leer un mapa de papel. Si fuera tan fácil, cualquiera viajaría. Has oído hablar de otros viajeros cuyos mapas son migas de pan, piedrecitas, los cuatro vientos, ladrillos amarillos que alguien ha colocado uno tras otro. Tú lees tu mapa con el pie y en algún lugar detrás de ti debe de haber otro viajero cuyo mapa sean las huellas sangrientas que dejas a tu paso.
En las plantas de los pies tienes dibujado un mapa de finas cicatrices blancas que te dice dónde has estado. Cuando te quitas las esquirlas del espejo de la Reina de las Nieves, te dices a ti misma, te recuerdas que debes imaginar qué sintió Kay cuando otras esquirlas del mismo espejo le hirieron los ojos y el corazón. A veces, es más seguro leer los mapas con los pies.
Señoras: ¿alguna vez se han parado a pensar que los cuentos de hadas son muy duros con los pies?
La historia empieza así: creciste y te enamoraste del vecino de al lado, Kay, el chico de los ojos azules que te traía plumas de pájaros y rosas, el chico a quien se le daban tan bien los rompecabezas. Tú creías que él te amaba (puede que él también lo pensara). Su boca tenía un sabor dulce, sabía a amor; y sus dedos eran tan suaves que te pinchaban la piel como si fueran verdadero amor. Pero exactamente tres años y dos días después de que te mudaras a vivir con él estabais tomando algo en el jardín. No es que estuvierais discutiendo y tampoco puedes recordar qué había hecho él para que te enfadaras tanto, pero le lanzaste el vaso. Se oyó un ruido, como si el cielo se hubiera hecho añicos.
Le salpicaste el dobladillo de los pantalones, había pequeños fragmentos de cristal por todas partes. «No te muevas», le dijiste. Ninguno de los dos llevaba zapatos.
Se llevó la mano a la cara. «Creo que tengo algo en el ojo», dijo.
Por supuesto, tenía el ojo perfectamente; no le había entrado nada. Pero aquella misma noche, cuando se estaba desnudando para meterse en la cama, tenía la ropa cubierta de pequeños trocitos de cristal como granos de azúcar. Cuando le rozaste el pecho con la mano, algo te pinchó el dedo y dejaste una mancha de sangre junto a su corazón.
Al día siguiente nevaba y él salió a comprar un paquete de tabaco, y no volvió nunca más. Te quedaste sentada en el jardín, bebiendo algo caliente con alcohol y nuez moscada mientras la nieve caía sobre tus hombros. Llevabas una camiseta de manga corta; fingías que no tenías frío y que tu amante iba a volver pronto. Pusiste el dedo en el suelo y te lo metiste en la boca. La nieve parecía azúcar, pero no sabía absolutamente a nada.
El hombre de la tienda de la esquina te dijo que vio a tu enamorado subirse a un largo trineo blanco del que tiraban treinta ocas blancas. Dentro había una mujer hermosa. «Ah, ella», dijiste como si no te sorprendiera. Volviste a casa y buscaste en el armario aquella capa que perteneció a tu bisabuela. Pensabas ir tras él. Recordaste que la capa era de lana y que abrigaba mucho, que era de un precioso color rojo: la capa de una viajera. Pero cuando la sacaste olía a perro mojado y el forro estaba hecho jirones, como si algo hubiera estado masticándolo. Olía a mala suerte y te hizo estornudar, así que volviste a guardarla. Esperaste un tiempo.
Pasaron dos meses y Kay no volvió, así que, finalmente, te marchaste y cerraste la puerta de casa con llave. Ibas a emprender un viaje por amor, sin zapatos, sin capa y sin sentido común. Ésa es una de las cosas que una mujer es capaz de hacer cuando su amado la abandona. Puede que sea malo para los pies, pero quedarse en casa es malo para el corazón, y todavía no estabas preparada para renunciar a él. Te dijiste a ti misma que la mujer del trineo tenía que haberlo hechizado y que seguramente él ya te estaba añorando. Además, hay algunas cosas que quieres preguntarle y algunas verdades que quieres decirle. Eso es lo que te dijiste a ti misma. La nieve tenía un tacto suave y fresco bajo tus pies. Y entonces encontraste el rastro de cristales, el mapa.
Después de tres semanas de duro viaje, llegaste a la ciudad.
No, de verdad, piénsalo. Piensa en la sirenita, que cambió la cola por amor: consiguió dos piernas y dos pies, y de allí en adelante cada paso fue como caminar sobre cuchillos. ¿Y a qué la condujo? Por supuesto, solamente se trata de una pregunta retórica. También está el caso de la chica que se puso aquellos hermosos zapatos rojos de baile: el hombre del bosque le tuvo que cortar los pies con un hacha.
También están las dos hermanastras de Cenicienta, que se cortaron los dedos de los pies, y la madrastra de Blancanieves, que bailó hasta la muerte llevando unas zapatillas de hierro al rojo vivo. A la sirvienta de « La pastora de ocas » la tiraron colina abajo dentro de un barril con el interior recubierto de clavos afilados. Viajar es duro para las mujeres solteras. Había una mujer que caminó hacia el este desde el sol y después hacia el oeste desde la luna buscando a su amado, que se había marchado porque ella le había derramado sebo en la camisa de dormir. Antes de encontrarlo, desgastó al menos un buen par de zapatos de hierro. Y créenos, él no merecía la pena. ¿Qué crees que ocurrió cuando se le olvidó poner suavizante en la secadora? Si hacer la colada es duro, viajar lo es aún más. Una se merece unas vacaciones, pero hay que ser precavida; conocemos los cuentos de hadas. Hemos pasado por ello, lo sabemos.
Es por eso que en Reina de las Nieves Tours hemos creado para ti un paquete de lujo a precios asequibles que no te afectará los pies ni al bolsillo. Descubre el mundo desde un trineo tirado por ocas, vive el arquetípico bosque, el invierno en el país de las maravillas; charla con verdaderos animales parlantes (por favor, no les des de comer). Nuestros alojamientos son de tres estrellas: duerme sobre un cómodo colchón con nuestra garantía de ausencia de guisantes; nuestros chefs de fama mundial prepararán tus comidas. Nuestros guías son amigables, poseen vastos cono cimientos, han visto mucho mundo y han sido formados por la propia Reina de las Nieves. Tienen nociones de primeros auxilios y saben cómo subsistir con lo que la tierra nos ofrece; hablan tres idiomas con total fluidez.
Descuentos especiales para hermanas mayores, hermanastras, madrastras, brujas malvadas, viejas brujas, hechiceras, princesas que han besado ranas sin darse cuenta de dónde se metían, etc.
Dejas la ciudad y caminas todo el día junto a un arroyo que, de tan suave y sedoso, parece pelaje azul. Deseas que tu mapa estuviera hecho de agua en lugar de cristal roto. A mediodía te detienes y bañas tus pies en un lugar somero, las cintas de sangre roja ondulan en el agua azul.
Finalmente llegas a un muro de rosales silvestres, tan alto y ancho que no ves cómo rodearlo. Tiendes la mano para tocar una rosa y te pinchas el dedo. Supones que podrías bordearlo, pero tus pies te dicen que el mapa conduce directamente a través de los rosales y no puedes alejarte del camino que te ha sido marcado. Recuerda lo que le ocurrió a aquella niña, tu bisabuela, la de la capa de lana roja. Los mapas protegen a los viajeros, pero únicamente si éstos obedecen los mandatos del mapa. Eso es lo que te han contado.
Posado por encima de tu cabeza sobre los rosales hay un cuervo, negro y acicalado como la filigrana que formaba el bigote del guardia. Te mira y tú lo miras a él.
—Estoy buscando a alguien —le dices—. Un chico llamado Kay.
El cuervo abre su enorme pico y dice:
—No te ama, ¿lo sabes?
Tú te encoges de hombros. Nunca te han gustado los animales parlantes. Una vez tu amado te regaló una gata que hablaba, pero se escapó y tú te alegraste en secreto.
—Tengo que decirle unas cuantas cosas, eso es todo. —Efectivamente, has hecho una lista de todo lo que le vas a decir—. Además, quería ver mundo, hacer un poco de turismo.
—Sobre gustos no hay nada escrito —dice el cuervo. Después transige—. Si quieres entrar, entra. La princesa acaba de casarse con el chico de las botas que chirriaban sobre el mármol.
—Sobre gustos no hay nada escrito —dices.
Las botas de Kay chirriaban; te preguntas cómo conoció a la princesa, si es con él con quien se acaba de casar, cómo sabe el cuervo que él no te quiere, qué tiene esta princesa que no tengas tú además de un trineo blanco tirado por treinta ocas, un impenetrable muro de rosales silvestres y puede que un castillo. Seguramente no sea más que una niñata guapa pero tonta.
—La princesa Rosa Silvestre es una princesa muy sabia —dice el cuervo—, pero es la chica más vaga del mundo. Una vez durmió durante cien días y nadie consiguió despertarla, a pesar de que le pusieron cien guisantes bajo el colchón: uno cada mañana.
Ésa, por supuesto, es la manera más adecuada y respetuosa de despertar a una princesa. A veces Kay te despertaba dejando caer un chorrito de agua fría sobre tus pies. Otras te despertaba silbando.
—El centésimo día —dice el cuervo— se despertó por sus propios medios y le dijo a su consejo formado por doce hadas madrinas que suponía que ya era hora de casarse. Así que colgaron carteles y príncipes e hijos pequeños llegaron desde todos los confines del reino.
Cuando la gata se escapó, Kay colgó carteles por el vecindario y tú te preguntas si deberías haber hecho lo mismo por él.
—Rosa Silvestre quería un marido inteligente, pero sentarse a escuchar cómo los jóvenes le daban discursos y hablaban sobre lo ricos, sexys y listos que eran le cansaba sobremanera. Se quedó dormida y continuó dormida hasta que llegó el joven de las botas que chirriaban. Las botas la despertaron.
»Fue amor a primera vista. En lugar de tratar de impresionarla con todo lo que sabía y todo lo que había visto, anunció que había venido hasta aquí para que Rosa Silvestre le hablara de sus sueños. Había estado estudiando en Viena con un doctor famoso y estaba profundamente interesado por los sueños.
Kay solía contarte sus sueños todas las mañanas. Eran sueños largos y complicados, y si creía que no le estabas escuchando, se enfurruñaba. Tú nunca recuerdas los tuyos.
—Los sueños de los demás nunca son muy interesantes —le dices al cuervo.
El cuervo ladea la cabeza. Echa a volar y aterriza sobre la hierba, a tus pies.
—¿Qué te apuestas? —dice.
Te das cuenta de que detrás del cuervo hay una pequeña puerta verde en una hendidura del muro. Jurarías que un minuto antes la puerta no estaba allí.
Te conduce a través de ella y de un largo prado verde hasta un castillo de dos pisos que es del mismo tono rosa de las rosas silvestres. Te parece un tanto hortera, pero ¿qué esperabas de alguien que precisamente se llama como una flor?
—Una vez soñé —dice el cuervo— que se me caían todos los dientes. Se me caían en pedazos dentro de la boca. Cuando me desperté me di cuenta de que los cuervos no tienen dientes.
Lo sigues por el interior del palacio y después por una larga y retorcida escalera. Los escalones son de piedra, desgastados y pulidos como un viejo paño grueso de seda. Esquirlas de cristal refulgen sobre la piedra de color rosa, reflejando la luz de las velas de las paredes. Mientras subes te das cuenta de que formas parte de una gran multitud grisácea. Criaturas fantásticas, planas y tan finas como el humo corren escaleras arriba; hombres y mujeres y cosas serpenteantes de ojos relucientes. Te saludan con un gesto de la cabeza al deslizarse junto a ti.
—¿Quiénes son? —le preguntas al cuervo.
—Sueños —dice el cuervo brincando torpemente de escalón en escalón—. Los sueños de la princesa vienen a presentar sus respetos a su nuevo marido. Pero, por supuesto, son demasiado selectos como para hablar con nosotros.
Sin embargo, crees que algunos te resultan familiares. Tienen un olor conocido, como una almohada sobre la que tu amado ha descansado la cabeza.
Al final de la escalera hay una puerta de madera con un cerrojo de plata. Los sueños se vierten sin cesar por el ojo de la cerradura y por debajo de la puerta y, cuando la abres, el dulce hedor y la nube de sueños que hay en la habitación de la princesa son tan espesos que apenas se puede respirar. Algunas personas podrían confundir el aroma de los sueños de la princesa con el olor del sexo, pero, pensándolo bien, algunas personas confunden el sexo con el amor.
Ves una cama lo suficientemente grande como para un gigante, con cuatro robles altos que hacen las veces de columnas. Subes la escalera de mano que está apoyada contra el lateral de la cama para ver al marido dormido de la princesa. Cuando te inclinas sobre él, una pluma de oca sale volando y te hace cosquillas en la nariz; la apartas con la mano y desplazas varios sueños de aspecto sórdido. Rosa Silvestre se da media vuelta y se ríe entre sueños, pero el hombre que hay a su lado se despierta.
—¿Quién va? —pregunta él—. ¿Qué quieres?
No es Kay. No se parece a él en absoluto.
—No eres Kay —le dices al hombre de la cama de la princesa.
—¿Quién coño es Kay? —dice, así que se lo cuentas todo y te sientes horriblemente avergonzada. El cuervo parece contento consigo mismo, es la misma expresión que tenía tu gata antes de escaparse. Miras al cuervo con rabia y fulminas con la mirada al hombre que no es Kay.
Cuando acabas, dices que debe de haber algún error, porque tu mapa indica claramente que Kay ha estado ahí, en aquella cama. Estás dejando manchas de sangre en las sábanas y recoges una esquirla del suelo para que todos puedan ver que no mientes. La princesa Rosa Silvestre se sienta, la larga melena de color castaño rosáceo le cae sobre los hombros.
—No está enamorado de ti —dice bostezando.
—Así que estuvo aquí, en esta misma cama, y tú eres la zorra gélida del trineo que estaba en la tienda. Y ni siquiera lo niegas —le dices.
Ella encoge los pálidos hombros rosados.
—Hace cuatro o cinco meses él llegó y yo me desperté —dice ella—. Era un tipo agradable y, en la cama, aceptable. Pero menuda perra era ella.
—¿Quién? —preguntas tú.
Rosa Silvestre por fin se da cuenta de que su marido la está fulminando con la mirada.
—¿Qué quieres que diga? —dice encogiéndose de hombros—. Me gustan los tipos con botas que chirrían.
—¿Quién era una perra?
—La Reina de las Nieves, la fulana del trineo.
Ésta es la lista que llevas en el bolsillo; es una lista de las cosas que piensas decirle a Kay cuando lo encuentres, si lo encuentras:
1. Siento haberme olvidado de regar tus helechos aquella vez que estabas fuera.
2. Cuando dijiste que te recordaba a tu madre, ¿lo dijiste para halagarme?
3. Tus amigos nunca me cayeron demasiado bien.
4. No le caías bien a ninguno de mis amigos.
5. ¿Recuerdas cuando la gata se escapó y yo lloré y lloré, y te hice poner carteles, pero ella nunca volvió? No lloraba porque no hubiera regresado. Lloraba porque la había llevado al bosque y tenía miedo de que volviera y te contara lo que había hecho, pero supongo que la debió matar un lobo o algo así. De todos modos, nunca le caí bien.
6. Tu madre nunca me cayó bien.
7. Cuando te marchaste, dejé de regar tus plantas a propósito. Se han muerto todas.
8. Adiós.
9. ¿Estabas enamorado de mí?
10. ¿Era buena en la cama o sólo normal?
11. ¿Qué querías decir exactamente cuando dijiste que te parecía bien que hubiera engordado un poco, que creías que estaba aún más guapa, que debería comer todo lo que quisiera, si cuando me pesé en la báscula del baño pesaba exactamente lo mismo que antes y no había ganado ni medio kilo?
12. Siempre, y te estoy siendo sincera, todas y cada una de las veces (y la verdad es que no me importa si no me crees), he fingido los orgasmos que tú creías que tuve. Las mujeres pueden hacerlo, ¿lo sabías? Nunca has hecho que me corra. Ni una sola vez.
13. Puede que eso me convierta en una idiota, pero estaba enamorada de ti.
14. Me he acostado con un tipo, no tenía intención de hacerlo, simplemente ocurrió. ¿Es eso lo que te pasó a ti? No es que me esté disculpando ni que vaya a aceptar tus disculpas, solamente quiero saberlo.
15. Me duelen los pies y es todo por tu culpa.
16. Esta vez hablo en serio: adiós.
La princesa Rosa Silvestre no es ninguna tonta, después de todo, a pesar de que es cierto que tiene un nombre estúpido y un castillo rosa. Admiras su dedicación al arte y la práctica del sueño. Ya te estás cansando de viajar y nada te gustaría más que acurrucarte sobre un gran colchón de plumas durante cien días, o puede incluso que durante cien años, pero ella se ofrece a prestarte su carruaje y, cuando le explicas que tienes que ir a pie, te despide con una escuadra de guardias armados. Te escoltarán a través del bosque, que está lleno de ladrones, lobos y príncipes escondidos entre las sombras en pos de aventuras. Los guardias fingen educadamente que no se dan cuenta del rastro de sangre que vas dejando; seguramente creen que es un tema de mujeres.
Es después de la puesta de sol y ni siquiera te has adentrado ni media milla en el bosque —que está oscuro, lleno de ruidos y da mucho miedo—, cuando unos bandidos tienden una emboscada a tus escoltas y los ejecutan a todos. La reina de los bandidos, gris y entrecana, con la nariz como un pepinillo viejo, exclama con gran alegría cuando te ve:
—¡Vaya! ¡Una gordita para la cena! —dice sacando un largo cuchillo del vientre de uno de los guardias muertos.
Cuando está a punto de rebanarte el cuello mientras tú te quedas ahí, fingiendo educadamente que no has reparado en toda la sangre que empieza a formar charcos alrededor de los cuerpos de los guardias muertos y que ahora está borrando las huellas ensangrentadas de tus pies, ni en el cuchillo que tienes en la garganta, una chica de tu edad salta sobre los hombros de la reina ladrona y estira de sus trenzas como si fueran un par de riendas.
Existe cierto parecido filial entre la reina ladrona y la muchacha que en aquel preciso instante le está haciendo una llave con las rodillas alrededor del cuello.
—No quiero que la mates —dice la chica, y tú te das cuenta de que se refiere a ti, de que hace un instante estuviste a punto de morir, de que viajar es mucho más peligroso de lo que jamás te hubieras imaginado. Añades una queja más a la lista de cosas que piensas decirle a Kay si lo encuentras.
La chica tiene a la reina ladrona medio estrangulada, que ha caído de rodillas al suelo y respira con dificultad.
—Puede ser mi hermana —dice la chica con insistencia—. Me prometiste que podía tener una hermana. La quiero. Además, le están sangrando los pies.
La reina suelta el cuchillo y la chica baja al suelo y besa la peluda y canosa mejilla de su madre.
—Vale, vale —refunfuña la reina ladrona.
La chica te coge de la mano y te lleva bosque adentro, cada vez más lejos y más rápido, hasta que corres dando traspiés; su mano tiene un tacto cálido alrededor de la tuya.
Estás desorientada, tus pasos ya no siguen el camino marcado por el mapa. Deberías estar asustada, pero en realidad sientes un extraño júbilo. Ya no te duelen y, aunque no sabes hacia dónde vas, por primera vez avanzas rápidamente, estás prácticamente volando, tus pies simplemente rozan el suelo del bosque, negro como la noche, como si fuera la lisa y suave superficie de un lago y tus pies un par de pájaros.
—¿Adónde vamos? —le preguntas a la chica ladrona.
—Ya hemos llegado. —Y se detiene tan repentinamente que casi te caes. Estáis en un claro y la luna llena luce en lo alto. Ahora puedes ver mejor a la ladrona, a la luz de la luna. Parece una de esas chicas malas que merodean bajo la farola de la tienda de la esquina, las que solían silbarle a Kay. Lleva un par de botas de piel sintética atadas con cordones hasta los muslos, una camiseta negra estriada y unos shorts de plástico de color uva con tirantes a juego. Lleva las uñas pintadas de negro y mordidas hasta los pellejos. Te conduce hasta una fortaleza en ruinas que por dentro es tan negra como su laca de uñas y apesta a paja sucia y animales.
—¿Eres una princesa? —te pregunta—. ¿Qué haces en el bosque de mi madre? No temas, no dejaré que te coma.
Le cuentas que no eres una princesa, lo que haces, lo del mapa, a quién buscas y lo que te hizo, o que quizá el problema fuera lo que no hizo. Cuando terminas, la chica ladrona te abraza y te estruja sin ninguna delicadeza.
—¡Pobre! ¡Pero vaya manera tan estúpida de viajar! —dice.
Sacude la cabeza y te hace sentarte sobre el suelo de piedra de la fortaleza y enseñarle los pies. Le explicas que siempre sanan, que en realidad tus pies son muy duros, pero ella se quita las botas de piel sintética y te las da.
El suelo de la fortaleza está salpicado de formas indistintas e inmóviles. Una de ellas gruñe entre sueños y te das cuenta de que son perros. La chica ladrona está sentada entre cuatro esbeltas columnas y cuando el perro gruñe, la cosa se mueve nerviosamente y baja la cabeza, que está como cubierta de ramas. Es un reno maneado.
—Venga, va, a ver si te valen —dice la chica ladrona al tiempo que saca una navaja y la arrastra por el suelo para hacer chispas—. ¿Qué harás cuando lo encuentres?
—A veces me gustaría cortarle la cabeza —dices.
La chica ladrona sonríe de oreja a oreja y golpea el pecho del reno con la empuñadura de la navaja. Sus pies son algo más grandes que los tuyos, pero las botas todavía están calientes. Le explicas que no puedes ponértelas, porque si no, no sabrás por dónde ir.
—¡Vaya estupidez! —contesta con grosería.
Le preguntas si conoce una manera mejor de encontrar a Kay y ella dice que si aún estás decidida a seguir buscándolo a pesar de que es obvio que él no te quiere y que no vale la pena en absoluto, entonces lo que tienes que hacer es perseguir a la Reina de las Nieves.
—Éste es Bae. Bae, viejo bicho sarnoso —dice—, ¿sabes dónde vive la Reina de las Nieves?
El reno contesta con voz baja y desesperada que no lo sabe, pero que está seguro de que su vieja madre sí lo sabrá. La chica ladrona le da una palmada en el costado.
—En ese caso, llévala a ver a tu madre —dice—, y procura no entretenerte por el camino.
Se dirige a ti y te planta un sonoro y húmedo beso en los labios. Dice:
—Quédate las botas, te quedan mucho mejor que a mí. Y que no me entere de que vuelves a caminar sobre cristales. —Mira al reno con aire especulativo—. ¿Sabes, Bae? Creo que casi te voy a echar de menos.
Apoyas el pie sobre el hueco que forman sus manos y te ayuda a montarte sobre el lomo huesudo del reno. Entonces sierra la manea con la navaja, grita «¡Arre!» y despierta a los perros.
Enredas los dedos en la crin de Bae y das un bote cuando comienza a trotar a trompicones. Los perros os siguen durante cierta distancia intentando morderle las pezuñas, pero pronto los dejáis atrás y avanzáis tan rápido que el viento te abre los labios dejando en tu rostro una mueca involuntaria. Prácticamente añoras la sensación de los cristales bajo los pies. Cuando amanece, habéis salido del bosque y los cascos de Bae levantan nubes blancas de nieve. A veces crees que debe de haber maneras más fáciles de hacer esto y otras parece que todo se vuelve más sencillo porque sí. Ahora tienes un par de botas y un reno, pero no te alegras por ello. A veces te gustaría haberte quedado en casa: estás cansadísima de viajar hacia un «felices el resto de sus vidas», sea eso cuando coño sea, y preferirías un «feliz ahora mismo»; muchas gracias.
Cuando respiras, ves la tenue neblina en la que se convierte tu aliento y el del reno flotando ante ti, hasta que el viento se la lleva de un tirón. Bae sigue corriendo.
Los copos de nieve salen volando y el aire parece hacerse cada vez más espeso. Mientras Bae galopa, tú sientes que el aire blanco se desgarra a tu paso como una tela gruesa. Cuando te giras y miras hacia atrás, ves el camino, que ha tomado la forma de vuestras siluetas combinadas, mujer y reno, como un pasillo que se extiende hacia el infinito. Ves que hay más de un tipo de mapa, que algunas maneras de viajar sí son más fáciles.
—Dame un beso —dice Bae. El viento te azota con sus palabras. Casi puedes ver sus formas colgando en mitad del aire espeso—. En realidad no soy un reno —dice—. Soy un príncipe encantado.
Tú rehúsas con educación arguyendo que no hace tanto que os conocéis y que, a efectos del viaje, te hace más servicio un reno que un príncipe.
—Él no te quiere —dice Bae—. Y te vendría bien perder algunos kilos, me estás destrozando la espalda.
Estás harta de animales parlantes y de viajar. Nunca dicen nada que no supieras ya. Piensas en la gata que Kay te regaló, aquella que siempre acudía a ti en secreto y, con aspecto de estar muy satisfecha consigo misma, te informaba de todas las veces que los dedos de Kay olían a alguna otra mujer. No soportabas ver cómo él la mimaba, cómo sus dedos acariciaban su pelaje blanco mientras la gata se tumbaba de costado y ronroneaba locamente, «Ahí, querido. Perfecto, no pares»; los dedos de Kay sobre su barriga, su cola contoneándose y dando latigazos, su puntiaguda lengua fuera, apuntándote.
—Cállate —le dices a Bae.
Él cae en un silencio ofendido. Su pelaje largo y marrón está ribeteado con escarcha, y tú sientes cómo las lágrimas que el viento te arranca de los ojos se hielan en tus mejillas. La única parte de ti que no tiene frío son los pies, calentitos dentro de las botas de la chica ladrona.
—Sólo un poquito más —dice Bae cuando lleváis viajando durante lo que te ha parecido varias horas— y estaremos en casa.
Os cruzáis con otro pasillo tallado en el aire blanco; él hace un viraje para tomarlo y grita con mucho agrado:
—Estamos cerca de la casa de la anciana de Lapmark, la casa de mi madre.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntas.
—Reconozco el hueco que deja tras de sí —dice Bae—, ¡mira!
Miras y ves que el pasillo de aire que estáis siguiendo tiene la forma de una mujer pequeña, robusta y con enaguas. Se ensancha bajo la cintura como una campana.
—¿Cuánto tiempo puede permanecer ahí?
—Mientras el aire es denso y pesado —dice— hacemos túneles a través de él, como si fuéramos gusanos. Pero entonces llega el viento y borra nuestros pasos.
El túnel-mujer termina delante de una pequeña puerta roja. Bae baja la cabeza, llama con los cuernos y deja un rasguño en la pintura. La anciana de Lapmark abre la puerta y tú te bajas del lomo de Bae, entumecida. En cuanto la madre reconoce al hijo, aunque está muy diferente de como solía ser, se viven escenas de júbilo.
La anciana está encorvada y gorda como una larva, y mientras Bae le explica que estás buscando el palacio de la Reina de las Nieves, te prepara una taza de té.
—No te queda mucho camino —te dice su madre—. Está a tan sólo unos cientos de millas, pasada la casa de la mujer de Finmany. Ella te dirá cómo llegar; deja que le escriba una carta explicándoselo todo. Y no olvides decirle que mañana iré a tomar el té. Bae, si se lo pides educadamente, te devolverá tu forma natural.
Tú lo miras sin dar crédito.
—He cruzado medio continente caminando descalza sobre cristales rotos para llegar hasta aquí —le dices, pero al menos no te echas a llorar—. Me las dio una chica ladrona.
Kay suelta una carcajada y las aletas de su nariz azul se abren.
—Cariño, son horribles.
—¿Por qué estás azul? —le preguntas.
—Estoy hechizado. La Reina de las Nieves me besó. De todos modos, creía que el azul era tu color favorito.
Tu color favorito siempre ha sido el amarillo. Te preguntas si la Reina lo besó por todas partes, si todo su cuerpo es azul. Todas las partes visibles lo son.
—Si me besas —dice—, romperás el hechizo y podré irme contigo a casa. Si rompes el hechizo, volveré a enamorarme de ti.
Evitas preguntarle si lo estaba cuando besó a la Reina de las Nieves. «Perdón —piensas—, cuando ella lo besó a él.»
—¿Qué es ese rompecabezas que estás haciendo? —le preguntas.
—Oh, eso. Es la otra forma de romper el hechizo: tengo que completarlo. Pero de la otra manera es más fácil. Y mucho más divertido. ¿No quieres besarme?
Le miras la cara azul, los labios azules. Intentas recordar si te gustaban sus besos.
—¿Te acuerdas de la gata blanca? En realidad no se escapó: la llevé al bosque y la dejé allí.
—Podemos comprar otra.
—La llevé al bosque porque me contaba cosas.
—No hace falta que sea una gata parlante —dice Kay—. Además, ¿para qué has atravesado descalza medio continente sobre cristales rotos si no vas a besarme y romper el hechizo?
Su rostro azul tiene una expresión de enfado.
—Quizá sólo quisiera ver mundo. Conocer gente interesante.
Las ocas se rozan contra tus tobillos. Les acaricias las plumas blancas y ellas te mordisquean los dedos suavemente.
—Será mejor que decidas si vas a besarme o no —dice Kay—, porque ella está en casa.
Cuando te giras, allí está ella, sonriéndote como si fueras exactamente la persona a quien quería ver.
La Reina de las Nieves no es ni como tú pensabas ni lo que tú creías. No es tan alta como tú, pensabas que sería más alta. Sí, es guapa, y ves por qué Kay la besó (aunque empiezas a preguntarte por qué lo besó ella a él), pero sus ojos son negros, amables, cosa que no te esperabas en absoluto. Está junto a ti sin mirar a Kay, mirándote solamente a ti.
—Si yo fuera tú, no lo haría —te dice.
—Oh, vamos —dice Kay—. Déjelo ya, señora. Sí, fue bonito mientras duró, pero no creo que usted quiera que me quede para siempre en este congelador más de lo que yo quiero quedarme. Deje que Gerda me dé un beso: nos iremos a casa y seremos felices el resto de nuestras vidas. Se supone que tiene que haber un final feliz.
—Me gustan tus botas —dice la reina.
—Eres muy guapa —le dices tú.
—No me lo puedo creer —dice Kay.
Aporrea la mesa azul con el puño azul y hace saltar las piezas azules por los aires. Algunas caen sobre el lomo de las ocas, como pepitas de cristal del color del cielo. La mesa se ha astillado y te preguntas si también tendrá que recomponerla.
—¿Lo amas?
Cuando te dice esto, miras a la Reina de las Nieves y después a Kay.
—Lo siento —le dices a él, y le ofreces la mano por si está dispuesto a estrechártela.
—¡Lo siento! ¿Que lo sientes? ¿De qué me sirve eso?
—¿Ahora, qué? —le preguntas a la reina.
—Depende de ti —dice ella—. A lo mejor estás harta de viajar, ¿no es así?
—No lo sé, creo que le estoy cogiendo el tranquillo.
—En ese caso, puede que te proponga un negocio.
—¡Eh! —dice Kay—, ¿y yo qué? ¿Es que no me va a besar nadie?
Le ayudas a recoger algunas de las piezas del rompecabezas.
—¿Puedes al menos hacerme un favor, por los viejos tiempos? ¿Podrías correr la voz, decirles a algunas princesas solteras que estoy aquí atrapado? Me gustaría poder salir antes de que pasen los próximos cien años. Gracias. Te lo agradecería mucho. Ya sabes, nos lo pasamos muy bien juntos… creo recordar.
Las botas de la chica ladrona cubren las cicatrices de tus pies. Cuando miras las cicatrices, ves el perfil del viaje que has hecho. A veces los espejos son mapas y otras los mapas son espejos. A veces las cicatrices cuentan una historia, y tal vez algún día le relates ésta a otro amado. Las plantas de tus pies son historias; escondidas en las botas negras, brillan como espejos. Si te las quitaras, verías en uno de los pies-espejo el reflejo de la princesa Rosa Silvestre marchándose de viaje de novios en su enorme cama de columnas, que ahora tiene ruedas y de la que tiran veinte caballos blancos.
Es agradable ver mujeres explorando nuevos medios de transporte.
En el otro pie-espejo, tan cerca que casi podrías tocarla, verías a la chica ladrona cuyas botas ahora llevas puestas. Está a punto de salir a buscar a Bae para darle un beso y traerlo a casa. Tú no osarías darle ningún consejo, pero sí esperas que haya encontrado otro par de botas resistentes.
Un buen día es probable que alguien llegue hasta el palacio de la Reina de las Nieves y bese los fríos labios azules de Kay. Puede incluso que durante un tiempo viva feliz durante el resto de su vida.
Estás de pie con las botas negras con cordones y las ocas blancas de la Reina de las Nieves murmuran, van y vienen en bandadas y se te acercan sigilosamente. Ya empiezas a entender lo que dicen. Refunfuñan sobre el peso del trineo, el tiempo, los tirones vacilantes de las riendas; pero lo hacen con bondad. Tú les dices que tus pies son mapas y que tus pies son espejos, pero que tú misma debes tener en cuenta que también son útiles para andar. Son unos pies perfectos.
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