martes, 12 de enero de 2021

Entrevistas / ‘The Paris Review’ habla en español

Jorge Luis Borges


‘The Paris Review’ habla en español

Seleccionamos unos cuantos fragmentos de las entrevistas a los nueve autores de nuestra lengua incluidas en la antología de Acantilado ‘The Paris Review. Entrevistas (1953-2012)'.

Jorge Luis Borges 

(1967)

P.: ¿Diría usted que en sus cuentos ha intentado crear una forma híbrida entre el relato breve y el ensayo?

R.: Sí, y lo he hecho a propósito. El primero en decírmelo fue Bioy Casares: mis relatos breves estaban a mitad de camino entre el ensayo y el cuento.

P.: ¿Lo hizo usted en parte para compensar la timidez que le producía el hecho de escribir narrativa?

R.: Sí, es posible. Sí, porque, en la actualidad, o por lo menos ahora mismo, he empezado a escribir una serie de cuentos sobre los arrabales de Buenos Aires que son relatos puros. Nada tienen de ensayo, ni siquiera de poesía. La historia se relata de manera directa, y son cuentos que, en cierto sentido, resultan tristes, tal vez terribles. Los escribo siempre adoptando un tono mesurado. Los cuentan personas que también viven en los arrabales y a las que apenas se les entiende. Tal vez sean tragedias, pero esas personas no lo ven así. Se limitan a contar la historia, y creo que el lector tiene la sensación de que lo que se relata tiene mayor profundidad de la aparente. Nunca se habla de los sentimientos de los personajes. La idea de que uno debe conocer a un personaje por sus palabras y sus actos, sin meterse dentro de su cabeza ni contar lo que piensa, la aprendí gracias a las sagas del nórdico antiguo.

P.: Usted escribió en cierta ocasión que todos los hombres son platónicos o aristotélicos.

R.: La frase no es mía, sino de Coleridge.

P.: Pero usted la cita.

R.: En efecto, la cito.

P.: ¿Y a qué categoría pertenece usted?

R.: Me parece que soy aristotélico, aunque me gustaría ser platónico. Creo que es mi vena inglesa la que me hace pensar que la realidad se compone de cosas y personas concretas, no de ideas generales.

P.: Antes de marcharme, ¿le importaría firmarme mi ejemplar de Labyrinths?

R.: Con mucho gusto. Ah, sí, conozco este libro. Aquí veo una fotografía mía. Pero ¿de verdad soy así? No me gusta. ¿Tengo un aspecto tan triste y decaído?

P.: ¿No cree usted que en la fotografía parece más bien pensativo?

R.: Es posible. Pero ¿tengo un aire tan lúgubre y tan serio? El ceño… ah, en fin…

P.: ¿Le gusta esta edición de textos suyos?

R.: La traducción es buena, ¿verdad?, aunque contiene demasiadas palabras latinas. Por ejemplo, si escribo, digamos, «habitación oscura» (nunca he escrito algo así, desde luego, sino «cuarto oscuro», pero pongamos que lo hubiera hecho), existe la tentación de traducir habitación por habitation, una palabra que se asemeja a la original. Pero la palabra que me parece idónea es room: resulta más precisa, más sencilla, mejor. ¿Sabe?, el inglés es un idioma hermoso, pero las lenguas más antiguas son más hermosas aún, porque tienen vocales, mientras que en el inglés moderno las vocales han perdido su valor y su color. Mis esperanzas en la lengua inglesa están depositadas en Norteamérica. Los norteamericanos pronuncian con claridad. No veo demasiado, pero, cuando voy al cine, en las películas estadounidenses entiendo todo lo que dicen los actores, y eso no me ocurre con las películas inglesas. ¿Le pasa a usted lo mismo?

P.: A veces, sobre todo en las comedias. Creo que los actores ingleses hablan demasiado deprisa.

R.: ¡Exacto! Eso es, demasiado deprisa y sin apenas énfasis. Mezclan las palabras y los sonidos. Un embrollo. No, a Norteamérica le corresponde salvar la lengua, y creo que en el caso del español ocurre lo mismo. Prefiero el modo de hablar de los sudamericanos, siempre me ha gustado más. Supongo que ustedes en Estados Unidos ya no leen mucho a Ring Lardner ni a Bret Harte, ¿verdad?

P.: Son escritores que se leen sobre todo en la enseñanza secundaria.

R.: ¿Y a O. Henry?

P.: Lo mismo.

R.: Y supongo que lo harán sobre todo por la técnica, el final sorprendente. Es un truco que no me gusta, ¿y a usted? En teoría, está muy bien, pero en la práctica tiene un problema: si lo más importante del relato es que el final sorprenda, entonces sólo puedes leerlo una vez. Recuerde usted que Pope habló del «arte de sumergirse». En las historias de detectives no ocurre lo mismo. Tienen el elemento de sorpresa, pero también nos satisfacen los personajes, el escenario y el trasfondo.


Gabriel García Márquez 

(1981)

P.: ¿Se siente usted cómodo con la grabadora?

R.: El problema es que, cuando sabes que la entrevista se está grabando, cambia tu actitud. En mi caso, me pongo de inmediato a la defensiva. Como periodista, me parece que aún no hemos aprendido a utilizar la grabadora para hacer una entrevista. Lo mejor, creo yo, es mantener una larga conversación sin que el periodista tome notas. Después, él debe rememorar la conversación y anotarla tal como la recuerda, sin emplear necesariamente las palabras exactas. Otro método que me parece útil es el de tomar notas e interpretarlas luego con cierta fidelidad a las palabras del entrevistado. Lo irritante de grabarlo todo es que no resulta leal para con la persona entrevistada, porque registra hasta los momentos en los que uno hace el ridículo. Por eso, cuando hay una grabadora, sé muy bien que me están entrevistando; en cambio, cuando no hay, hablo con toda naturalidad y sin pensármelo dos veces.

P.: Pues la verdad es que, con lo que usted acaba de decirme, me siento un poco culpable por utilizarla, pero creo que para una entrevista de esta clase probablemente resulte necesaria.

R.: Si le he dicho todo esto, es para ponerlo a usted a la defensiva.

P.: ¿Así que usted nunca ha utilizado una grabadora para entrevistar a nadie?

R.: Como periodista, jamás. Tengo un aparato muy bueno, pero lo uso para escuchar música. También es cierto que nunca he entrevistado a nadie. He escrito reportajes, pero nunca he hecho una entrevista con preguntas y respuestas.

P.: Yo tenía entendido que hizo usted una famosa entrevista a un marinero que había naufragado.

R.: No se trataba de preguntas y respuestas. El marinero me contó sus aventuras y yo las reescribí procurando utilizar sus propias palabras y contando el relato en primera persona, como si fuera él quien escribiese. Cuando el texto se publicó de manera periódica en un diario, una entrega cada dos semanas, lo firmaba el marinero, no yo. Pasaron veinte años hasta que volvió a publicarse y el público descubrió que era obra mía. Ningún editor se dio cuenta de que era un buen texto hasta que escribí Cien años de soledad.

P.: Como hemos empezado hablando de periodismo, me gustaría preguntarle qué se siente al volver de nuevo a la profesión, después de haber pasado tanto tiempo escribiendo novelas. ¿Afronta usted el trabajo con otra sensibilidad o desde otra perspectiva?

R.: Siempre he estado convencido de que mi verdadero oficio es el de periodista. Lo que no me gustaba del periodismo eran las condiciones laborales. Además, yo tenía que adaptar mis opiniones e ideas a los intereses del periódico. Ahora, después de haber escrito novelas, y de haber conseguido gracias a ello independencia económica, puedo elegir los temas que me interesan y hacer que concuerden con mis ideas. En cualquier caso, siempre disfruto mucho cuando me brindan la oportunidad de escribir un gran texto periodístico.

P.: ¿Y qué es para usted un gran texto periodístico?

R.: Hiroshima, de John Hersey, me parece excepcional.

P.: ¿Cree que las novelas pueden lograr cosas que quedan fuera del alcance del periodismo?

R: No, no creo que haya ninguna diferencia entre ambos. Las fuentes son las mismas, igual que los materiales, los recursos y el lenguaje. Diario del año de la peste, de Daniel Defoe, es una gran novela, e Hiroshima es una gran pieza periodística.

P.: ¿El periodista y el novelista tienen responsabilidades diferentes a la hora de mantener un equilibrio entre verdad e imaginación?

R.: En el periodismo, basta que se deslice una sola falsedad para que todo el texto sufra un menoscabo. En cambio, en la ficción basta con una sola verdad para que toda la obra adquiera legitimidad. Ésa es la única diferencia, y radica en el compromiso del escritor. Una novelista puede hacer lo que quiera, siempre y cuando logre que el público crea en lo que ha escrito.


Guillermo Cabrera Infante 

(1983)

P.: Los libros que ha escrito usted parecen tener afinidades con las sátiras inglesas del siglo dieciocho, lo que tal vez no todo el mundo espere de un autor cubano. ¿Qué es para usted la sátira como género literario?

R.: Mire, amigo mío, ¿quién sabe lo que cabe esperar de un escritor, sea cubano o de cualquier otra parte? ¿Por qué no Sterne y Swift? ¿O Armor y Swift? En el mejor de los casos, la sátira es didáctica; en el peor, política. Eso quiere decir que las sátiras no son lúdicas ni juguetonas, sino todo lo contrario. Son el juego que permite al satírico captar la atención del público, y por eso están tan estrechamente relacionadas con los sermones, los tratados religiosos y los panfletos políticos. Personalmente, me siento más cercano al lema de Swift, Vive la bagatelle (‘Viva la bagatela’), que a su epitafio, Long live trivia! (‘¡Larga vida a la insignificancia!’). Donde él y yo nos alejamos es en el registro grave, cuando su sátira se vuelve más seria y yo, en cambio, prefiero convertir la bagatela en una bag-a-Stella. Swift quería emplear la sátira y la literatura para «enmendar el mundo». A mi juicio, eso convierte la obra, que debería ser un fin en sí misma—es decir, literatura—, en algo político. Cualquier obra literaria que aspire a la condición de arte debe olvidarse de la política, la religión y, en última instancia, la moral. De otro modo, será un panfleto, un sermón o una alegoría moral. Incluso el mayor moralista del siglo veinte, Joseph Conrad, buscaba en primer lugar y ante todo entretener.

P.: ¿Qué le parece a usted Solzhenitsin?

R.: Un artista fallido, pero un gran moralista. Sus novelas son basura pretenciosa, pero sus libros políticos, como El archipiélago Gulag, son valiosísimas obras maestras de la denuncia.

P.: ¿También le parece Orwell un artista fallido?

R.: En efecto, pero creo que era un panfletario soberbio. Sus ensayos políticos, junto a los de Camus, son los mejores que se han escrito en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Estos hombres son héroes que utilizan como espada la palabra, pero eso no los convierte en artistas.

P.: Consigue usted que Swift, Sterne e incluso Carroll parezcan escritores más bien melancólicos.

R.: ¡Mea culpa! No olvide usted que cargamos con una herencia de pensadores sin sentido del humor, como Kierkegaard, Heidegger o Sartre. Cuando tienes sentido del humor, puedes reírte de tu propia melancolía filosófica, aunque sepas que la broma trata sobre ti. Apuesto a que ninguno de los escritores ingleses que hemos mencionado creía de verdad en Dios.

P.: Tal vez entonces quiera hablarme sobre la historia de la publicación de Tres Tristes Tigres. ¿Realmente se trata de una reelaboración de un libro anterior titulado Vista del amanecer en el trópico?

R.: Es una historia muy sencilla. Vista del amanecer en el trópico ganó el premio Biblioteca Breve en Barcelona en 1964, pero fue vetado por los censores de Franco. Esto ocurrió mientras me hallaba retenido a la fuerza en Cuba en 1965. Entonces reflexioné sobre el libro. Empecé a jugar con la idea de transformarlo y escribí lo que ahora es el fragmento final, «Bachata». Cuando finalmente logré salir de Cuba, descubrí lo que había ocurrido con el primer manuscrito. Reescribí partes enteras con el nuevo título, que en realidad era el que tenía antes de ganar el premio. Quedó alguna huella del censor, pero muchas partes volví a escribirlas por completo.

P.: Tal como usted lo expresa, parece que el censor ejerciera las veces de corrector.

R.: En realidad, aquel censor español resultó ser más creativo que mi editor o cualquiera de sus correctores. Introdujo veintidós cortes, la mayoría relativos a los senos femeninos, su máxima obsesión. Donde yo había escrito «tetas», él puso «pechos». Eliminó las vulgaridades de todo tipo, aunque lo cierto es que no abundan en TTT, que es un libro más bien casto sobre la amistad y no sobre la sexualidad. Pero al censor le preocupaban otras cosas aparte de la sexualidad, sobre todo cuando se trataba del género masculino. Por ejemplo, si un personaje ingresaba en una academia militar y más adelante se volvía homosexual, el censor se limitaba a tachar la palabra «militar», de modo que la academia fuera más platónica que prusiana. Al final del libro, el censor desplegó toda su creatividad. El final es una extensa perorata de una loca que yo había copiado años atrás y empleé para la ocasión como epílogo. Aquella anciana hablaba sin cesar y se repetía continuamente. Era una fanática religiosa que condenaba el catolicismo, al papa y al clero. El censor eliminó todas esas referencias y, con ello, todo lo que el parlamento tenía de repetitivo y neorrealista. La última frase de su versión, en minúsculas y sin puntuación, era «ya no se puede más». ¿Quién podría pedir un final mejor?


Julio Cortázar 

(1984)

P.: En algunos relatos de su libro más reciente, Deshoras, lo fantástico parece invadir más que nunca el mundo real. ¿Ha tenido usted la sensación de que lo fantástico y lo cotidiano se están volviendo lo mismo?

R.: Sí, en estos relatos recientes me da la sensación de que hay menos distancia entre lo que llamamos fantástico y lo que llamamos real. En mis relatos antiguos, la distancia era mayor porque lo fantástico era realmente fantástico y a veces rayaba en lo sobrenatural. Por supuesto, lo fantástico experimenta metamorfosis, cambia. La noción de lo fantástico que teníamos en la época de las novelas góticas, por ejemplo, no tiene nada que ver con la que tenemos hoy en día. Hoy nos reímos cuando leemos El castillo de Otranto de Horace Walpole, con esos fantasmas vestidos de blanco y esos esqueletos que se pasean haciendo ruido con las cadenas. Hoy en día mi noción de lo fantástico se acerca más, en efecto, a lo que llamamos realidad. Quizá porque la realidad se está aproximando cada vez más a la fantasía.

P.: En los últimos años ha pasado usted mucho más tiempo apoyando distintas luchas de liberación en América. ¿Acaso eso ha contribuido también a acercar más para usted lo real y lo fantástico, y lo ha vuelto más serio?

R.: Bueno, no me gusta la idea de resultar «serio» porque no me considero serio, por lo menos en el sentido en que se habla de un hombre serio o de una mujer seria. Pero en estos últimos años mis simpatías hacia ciertos regímenes latinoamericanos— los de Argentina, Chile, Uruguay y ahora, por encima de todos, Nicaragua—me han absorbido hasta el punto de que en ciertos relatos he usado lo fantástico para tratar esta cuestión; de una forma que se acerca mucho a la realidad, en mi opinión. De manera que me siento menos libre que antes. Es decir, hace treinta años escribía cosas que me venían a la cabeza y sólo las juzgaba con criterios estéticos. Ahora, aunque sigo juzgando lo que escribo con criterios estéticos, ante todo porque soy escritor, soy un escritor atormentado, muy preocupado por la situación de Latinoamérica; en consecuencia, eso se cuela a veces en mi obra, ya sea de forma consciente o inconsciente. Pero, a pesar de que algunos contienen referencias muy precisas a cuestiones ideológicas o políticas, en esencia mis relatos no han cambiado. Siguen siendo relatos de lo fantástico. El problema del escritor comprometido, como lo llaman ahora, es seguir siendo escritor. Si lo que escribe se convierte en simple literatura de contenido político, puede ser muy mediocre. Eso les ha pasado a bastantes escritores. De manera que es un problema de equilibrio. Para mí, lo que hago tiene que ser literatura, lo más elevada que pueda… ir más allá de lo posible. Pero, al mismo tiempo, intento introducir una mezcla de realidad contemporánea. Y es un equilibrio muy difícil. En un relato como «Satarsa», recogido en Deshoras e inspirado en la lucha contra las guerrillas argentinas, la tentación era centrarse sólo en el nivel político.

P.: ¿Qué ha determinado que usted se involucre cada vez más en política?

R.: Los militares de América Latina; son ellos quienes me dan quebraderos de cabeza. Si los sacaran de ahí, si hubiera un cambio, entonces yo podría descansar un poco y trabajar en poemas y relatos que fueran exclusivamente literarios. Pero son ellos quienes se empeñan en darme quebraderos de cabeza.

P.: Ha declarado usted en varias ocasiones que la literatura es como un juego. ¿En qué sentido?

R.: Para mí la literatura es una modalidad del juego. Pero siempre he añadido que hay dos modalidades de juego. El fútbol, por ejemplo, es un juego y nada más; pero luego hay otros juegos que son muy profundos y serios. Cuando los niños juegan, aunque se estén divirtiendo, también se lo toman muy en serio. Es algo importante para ellos, es tan serio como lo será el amor diez años más tarde. Me acuerdo de cuando era pequeño y mis padres me decían: «Muy bien, ya has jugado suficiente, ahora ve a bañarte». Y a mí me parecía una idiotez total, porque para mí el baño era una bobada. No tenía importancia ninguna, mientras que jugar con mis amigos sí era algo serio. La literatura es así; es un juego, pero es un juego al que puedes dedicar tu vida. Se puede hacer todo por ese juego.


Mario Vargas Llosa 

(1990)

P.: Victor Hugo, entre otros escritores, creía en la fuerza mágica de la inspiración. Gabriel García Márquez cuenta que, después de pasarse varios años luchando con Cien años de soledad, la novela se escribió por sí sola en su cabeza durante un viaje en coche a Acapulco. Usted acaba de decir que en su caso la inspiración surge como producto de la disciplina. ¿Ha experimentado usted la famosa «iluminación»?

R.: Jamás. Lo mío es un proceso mucho más lento. Al principio es algo muy nebuloso, un estado de alerta, una cautela, una curiosidad. Algo que percibo de forma imprecisa y vaga despierta mi interés, mi curiosidad y mi entusiasmo, y entonces se plasma en el trabajo, las anotaciones, el resumen del argumento. A continuación, cuando ya tengo el esbozo y empiezo a poner las cosas en orden, aún persiste algo muy difuso y nebuloso. La «iluminación» únicamente se produce mientras trabajo. A base de esfuerzo puede llegar a desatarse en un momento dado esa… percepción más aguda, esa excitación que puede conducir a la revelación, a la solución, a la luz. Cuando llego al corazón de una historia en la que llevo trabajando cierto tiempo, entonces sí, ocurre algo. La historia deja de resultarme fría, ajena a mí. Al contrario, se vuelve tan viva e importante que todo lo que experimento existe sólo en relación con lo que estoy escribiendo. Todo lo que oigo, veo y leo parece ayudarme de una manera u otra en mi trabajo. Me convierto en una especie de caníbal de la realidad. Pero para alcanzar ese estado tengo que pasar por la catarsis del trabajo. Vivo una especie de doble vida permanente. Hago mil cosas diferentes, pero siempre estoy pensando en mi trabajo. Evidentemente, a veces llega a ser algo obsesivo, neurótico. En esos momentos, me relaja ver una película. Al final de un día de trabajo intenso, cuando me encuentro en un estado de gran agitación interna, ver una película me hace mucho bien.

P.: El memorialista Pedro Nava llegó al extremo de dibujar algunos de sus personajes: su cara, su pelo, su ropa. ¿Es algo que haya usted hecho alguna vez?

R.: No, pero en ciertos casos escribo fichas biográficas. Depende de cómo sienta al personaje. Aunque los personajes a veces se me aparecen de forma visual, también los identifico por el modo en que se expresan o en relación con la realidad que los rodea. Pero nunca me ha ocurrido que un personaje se me haya presentado con una serie de características físicas que tenga que anotar. No obstante, por más notas que uno escriba para una novela, creo que al final lo que cuenta es lo que selecciona la memoria. Lo más importante es lo que permanece. Por eso nunca he llevado una cámara conmigo en mis expediciones de investigación.

P.: ¿De modo que, durante cierto tiempo, sus personajes no están relacionados entre sí? ¿Cada uno tiene su historia personal?

R.: ¡Al principio todo es tan frío, artificial e inerte!… Pero, poco a poco, todo empieza a cobrar vida, a medida que cada personaje comienza a adquirir asociaciones y relaciones. Empezar a descubrir que esas líneas de fuerza existen ya por sí mismas en la historia es lo maravilloso y fascinante. Pero antes de que llegue ese momento, tienes que trabajar, trabajar y trabajar. En la vida cotidiana hay ciertas personas, ciertos acontecimientos que parecen llenar un vacío o satisfacer una necesidad. De repente cobras consciencia de lo que necesitas saber exactamente para elaborar la obra en la que estás trabajando. La representación nunca se ajusta a la persona real, sino que la altera, la falsifica. Pero esa clase de descubrimiento sólo se produce cuando la historia se encuentra en una fase avanzada, cuando todo contribuye a alimentarla cada vez en mayor medida. En ocasiones es una especie de reconocimiento: «¡Oh, ésa es la cara que buscaba, la entonación, la forma de hablar!…». Por otro lado, puedes perder el control sobre los personajes, lo cual me ocurre continuamente, porque mis personajes nunca surgen de consideraciones puramente racionales. Son expresiones de fuerzas más instintivas. Por eso algunos cobran inmediatamente más importancia o parecen desarrollarse por sí mismos, por decirlo así. Otros quedan relegados a un segundo plano, aunque en origen mi intención fuera otra. Ésa es la parte más interesante del trabajo, cuando adviertes que ciertos personajes te piden que les concedas mayor importancia y empiezas a entender que la historia se rige por unas leyes propias que no puedes transgredir. En ese momento se pone de manifiesto que el autor no puede moldear los personajes a su gusto, que éstos tienen cierta autonomía. Lo más emocionante es el momento en que descubres que lo que has creado tiene vida y que debes respetarla.


Octavio Paz 

(1991)

P.: Octavio, nació usted en 1914, como probablemente recuerde…

R.: ¡No muy bien, la verdad!

P.: … prácticamente en medio de la revolución mexicana, y cuando estaba a punto de estallar la Primera Guerra Mundial. El siglo en el que ha vivido ha estado marcado por una especie de guerra perpetua. ¿Tiene algo bueno que decir acerca del siglo veinte?

R.: He sobrevivido, y creo que eso ya es bastante. La historia, como bien sabe usted, es una cosa, y nuestra vida, algo distinto. Nuestro siglo ha sido terrible, uno de los más tristes de la historia universal, pero nuestra vida ha venido a ser más o menos la misma. La vida privada no es histórica. Durante la Revolución francesa o la estadounidense, o durante las guerras entre los persas y los griegos—es decir, durante cualquier gran acontecimiento de relevancia universal—, la historia no deja de cambiar. Pero la gente vive, trabaja, se enamora, muere, enferma, tiene amigos, momentos de iluminación y de tristeza, y todo eso nada tiene que ver con la guerra. O, al menos, tiene que ver muy poco.

P.: ¿De modo que cada uno de nosotros está dentro y fuera de la historia?

R.: Sí, la historia es nuestro paisaje o nuestro escenario, y todos debemos atravesarlo. Pero el auténtico drama, y también la auténtica comedia, acontece en nuestro interior, y creo que podríamos decir lo mismo sobre alguien que viviera en el siglo quinto o que viva en algún siglo futuro. La vida no es histórica, se parece más a la naturaleza.

P.: Volvió usted a México en 1938, donde vivían André Breton y Trotski. ¿Significó algo para usted la presencia de estas dos personalidades?

R.: Por supuesto. Políticamente, yo era contrario a ellos. Creía que nuestro gran enemigo era el fascismo, que Stalin tenía razón, que debíamos mantenernos unidos contra el fascismo. Aunque ni Breton ni Trotski eran agentes de los nazis, yo estaba en su contra. Por otro lado, Trotski me fascinaba. Leía en secreto sus libros, de modo que en el fondo yo era un heterodoxo. Y verdaderamente admiraba a Breton. Había leído El amor loco, un libro que me impresionó mucho.

P.: Así pues, además de la poesía española e hispanoamericana,

usted se sumergió en la vanguardia europea.

R.: Sí. Yo diría que hubo tres textos que me marcaron durante ese período: el primero fue La tierra baldía de Eliot, que leí en México en 1931. Yo tenía unos diecisiete años y el poema me dejó desconcertado. No entendí ni una sola palabra. Desde entonces lo he leído innumerables veces y sigo pensando que es uno de los grandes poemas del siglo. El segundo texto fue Anábasis, de Saint-John Perse, y el tercero aquel librito en que Breton exaltaba el amor libre, la poesía y la rebelión.

P.: Pero, pese a su admiración, usted no fue a visitar a Breton.

R.: En cierta ocasión, un amigo común me invitó a verlo y me dijo que me equivocaba acerca de las ideas políticas de Breton. Yo rechacé su ofrecimiento. Muchos años después lo conocí y nos hicimos buenos amigos. Entonces fue cuando leí con entusiasmo—pese a las críticas recibidas por muchos de mis amigos—el Manifiesto para un arte revolucionario independiente escrito por Breton y Trotski y firmado por Diego Rivera. En él, Trotski renuncia al control político de la literatura. La única política que el Estado revolucionario puede desarrollar en relación con los artistas y los escritores es darles libertad absoluta.

P.: Es como si la paradoja interior que lo atravesaba a usted se estuviera convirtiendo en una crisis.

R.: Yo estaba en contra del socialismo real, y eso fue el principio de mis enfrentamientos con los comunistas. Yo no era miembro del Partido Comunista, pero me llevaba bien con ellos. Nuestro primer motivo de disputa estalló por la cuestión del arte.

P.: Así pues, la exposición de arte surrealista que tuvo lugar en Ciudad de México en 1940 debió de ser un problema para usted.

R.: Yo era el director de la revista Taller. En ella, uno de mis amigos publicó un artículo en el que decía que los surrealistas habían abierto nuevas perspectivas, pero que se habían convertido en la academia de su propia revolución. Aquello era un error, especialmente en aquellos años, pero, de todos modos, publicamos el artículo.

P.: Publicar o perecer.

R.: Debemos aceptar nuestros errores, de lo contrario, estamos perdidos, ¿no le parece? Esta entrevista es, hasta cierto punto, un ejercicio de confesión pública, lo que no deja de darme bastante miedo.


Camilo José Cela 

(1996)

P.: Ha dicho usted que la literatura suele ser «un engaño, un fraude más en la larga serie de fraudes con que la vida de los hombres es atenazada». ¿Su propósito de escribir «sin subterfugios» fue la razón de que publicara novelas tan duras como La colmena y La familia de Pascual Duarte?

R.: La verdad, no sé si ésa fue la razón, porque no creo que un escritor pueda permitirse subterfugios, trucos, camuflajes o máscaras.

P.: Saul Bellow escribió en cierta ocasión que uno se colocaba en una situación paradójica cuando primero atacaba la literatura y después se dedicaba a escribir novelas. ¿Cuál es su opinión al respecto?

R.: Pues tal vez tenga razón; la verdad es que no lo sé. Yo creo que la literatura es siempre un subterfugio. Truman Capote, que fue amigo mío, en cierta ocasión me entrevistó para un semanario que se publicaba en Tánger y se titulaba España. Me dijo que le habría gustado escribir Mrs. Caldwell habla con su hijo. Pero a un escritor no puede importarle lo que otros digan sobre él. Es posible que Bellow tuviera razón, pero la verdad es que no lo sé.

P.: ¿Cree usted que un escritor tiene alguna clase de responsabilidad social con sus lectores?

R.: No, tiene una responsabilidad consigo mismo y con su propia conciencia. Tiene que tener un gran sentido de su propia conciencia, ser muy consciente de sí mismo.

P.: ¿Estaría usted de acuerdo con Bellow en que su franqueza y su nula aprensión a la hora de detallar los detalles más sórdidos de la existencia humana hace que su obra resulte comparable con la de Jean-Paul Sartre o Alberto Moravia?

R.: No estoy seguro. La verdad es que los dos fueron amigos míos, sobre todo Moravia. Es una pena que nunca le dieran el Nobel, porque indudablemente lo merecía. Creo que lo que unos escritores decimos de otros no es más que una extensión de lo que nos gustaría que fuera cierto, pero tal vez no sea completamente exacto. Además, existe una cierta responsabilidad—el compromiso al que antes me he referido— con tu propia conciencia. No hay nada más lamentable que un escritor al servicio de un amo. Eso es verdaderamente horrible. Porque, en última instancia, al escritor no le queda más que tragarse su propia obra. Mire lo que ha ocurrido con la obra de los artistas que estaban a las órdenes de Stalin o de cualquier otro. El otro día alguien me llamó la atención sobre un dato extraído de El libro Guinness de los récords: el ser humano en cuyo honor se han erigido más estatuas en todo el mundo es Stalin. Él ordenaba que le hicieran una estatua y no paraban hasta terminarla. ¡Y todo eso para que al final acabaran ominosamente derribadas! Es un sinsentido absoluto y nadie debería permitir que ocurriera esa clase de cosas.

P.: Así pues, un escritor jamás debe convertirse en cautivo de una situación o de una perspectiva artificiales, ¿verdad?

R.: Mire, no hay nada más ridículo que, por ejemplo, un escritor— no voy a dar nombres—que se dice «progresista» o que finge ser pobre, cuando en realidad tiene más dinero que todos nosotros. ¡Es una muestra de afectación! En cierta ocasión, una mujer francesa muy elegante me dijo: «Su estilo de vida y sus gustos parecen los de un banquero». Y yo le respondí: «Pues ni soy un banquero, ni estoy sin un centavo, ni necesito que nadie me lo dé. Tengo dinero suficiente para vivir de un modo confortable, pero ¿por qué debo actuar como si fuera pobre?». En este sentido, hay que tener cuidado, porque, de lo contrario, nos comportamos como unos hipócritas. Y si le dijera el nombre del escritor en el que estoy pensando, me daría usted la razón. Pero como en estos momentos está muy enfadado conmigo no se lo diré.

P.: Según usted, su propósito literario consiste en «poner el dedo en la llaga» y «escribir sin el emplasto de la retórica». ¿Guarda esto alguna relación con su idea de la «literatura sin subterfugios»?

R.: Pues sí, es a lo que aspiro. No sé si lo consigo o no, pero indudablemente es una de mis intenciones.

P.: ¿Cuál considera usted el mayor elogio y la peor crítica que ha recibido?

R.: De mí han dicho de todo, desde que soy un genio hasta que soy un deficiente mental. ¡Al menos una de las dos cosas tiene que ser errónea!

P.: ¿Le molesta que lo llamen deficiente mental?

R.: No, no, a uno no pueden importarle esas cosas, de lo contrario no se dejaría ver en público. El escritor—en fin, yo hablo por mí mismo, no por los demás—escribe conforme a lo que piensa que quiere decir. Que tenga razón o no es otra cuestión. Pero lo que está claro es que uno no puede tomarse demasiado a pecho las opiniones del lector o del crítico; de lo contrario, se echa a perder.


Javier Marías 

(2006)

P.: En su libro de ensayos biográficos, Vidas escritas, traza usted el retrato de veintiséis escritores, entre los que figuran William Faulkner, Yukio Mishima, James Joyce e Isak Dinesen. La mayoría de los escritores elegidos tuvieron una vida personal desastrosa, fracasaron en el amor y en las relaciones personales.

R.: En verdad fueron calamitosos, sí.

P.: ¿Es usted un desastre?

R.: Sí, aunque no de forma tan palmaria como algunos de ellos. No he intentado matar a mi mujer—en este momento no tengo esposa, ni creo que la tenga nunca—, como hizo Malcolm Lowry. Pero supongo que he sido un tanto calamitoso en mi vida.

P.: ¿A qué se refiere?

R.: Pues a que, al menos desde el punto de vista de mis padres, supongo que he dado demasiados bandazos. No me labré una carrera profesional. Durante años no estaba claro que realmente pudiera ganarme el sustento. Desde luego, uno no puede ganarse la vida traduciendo. Pasé por períodos de gran angustia e inquietud. Viví en otros países. No me casé. Tuve varias novias: algunas de ellas estaban casadas; otras no quisieron casarse conmigo, o tal vez fuera yo quien no quisiera casarse con ellas; otras eran extranjeras y vivían lejos. Siempre había alguna dificultad. Recuerdo que mi madre, que murió hace veintinueve años, dijo que, de sus cinco hijos, yo era el único que me ponía a mí mismo en peligro. Era el que más le preocupaba. Cruzaba la calle antes de que el semáforo se hubiera puesto verde, cosas así. Pero habría sido mucho peor si no hubiera tenido éxito como escritor, y habría podido ocurrir fácilmente, eso es algo que siempre tengo muy presente. No creo que mis libros sean sencillos—ni tampoco que sean demasiado difíciles—, pero, si sólo se hubieran vendido diez mil ejemplares de mis novelas, no me habría extrañado. Hay muchos escritores que venden mucho menos de esa cifra. He tenido mucha suerte, y además el proceso ha sido gradual. No he sido la clase de escritor que escribió un libro y obtuvo un éxito instantáneo. El hombre sentimental tuvo más éxito que todas mis novelas anteriores, y Todas las almas tuvo más éxito aún, y después llegó Corazón tan blanco, que tuvo más éxito que todas las demás. He llegado a tener lectores fieles, pero las cosas podrían haber tomado otro curso.

P.: Otra cualidad común entre los escritores que usted retrata es que no se toman a sí mismos demasiado en serio. Las excepciones más notables son las de Thomas Mann, Joyce y Mishima. ¿De qué modo evita usted tomarse demasiado en serio?

R.: No se trata de evitar nada. O crees que eres importante y serás recordado o no lo crees. Parece que esos tres escritores se consideraban muy importantes y pensaban mucho en la posteridad. Hace muchos años traduje un poema de Stevenson en el que se refiere a la literatura como «esa tarea de niños». En el poema se dirige a sus antecesores, todos ellos constructores de faros. Se disculpa por no haber seguido la tradición y haberse quedado en casa jugando con el papel como si fuera un niño. Pensar actualmente en la posteridad es ridículo, porque las cosas no perduran. Los libros parecen lograrlo durante más tiempo que las películas o los discos, pero tampoco demasiado. Hoy más que nunca dependemos de la clemencia de los vivos. Cuando los escritores y los cineastas mueren, durante tres o cinco días, si hay suerte, los periódicos y la televisión les dedican páginas y programas. Se arma un gran revuelo, pero luego hay que esperar diez años a que se los conmemore. En el momento en que no estás aquí para defender tu obra en entrevistas, literalmente dejas de existir, se te penaliza. Desde luego, hay quien es afortunado con la posteridad, o quien la merece. Elvis Presley ha tenido suerte: muchos, incluido yo, piensan en él muy a menudo. Yo creo que Elvis Presley merece que se lo recuerde con mucha frecuencia. Sin embargo, su caso es una excepción. En el centenario de Faulkner confeccioné un librito, un tributo a su figura, con algunos textos escritos por mí, los poemas suyos que yo había traducido y un texto de otra persona. El librito despertó el interés de la prensa. Cuando me llamaban y me preguntaban sobre él, yo tenía la sensación de que un autor mediocre como yo estaba haciendo a Faulkner el favor de hablar sobre él. No pretendo pecar de falsa modestia: cada cual tiene sus propios héroes y sabe que nunca, jamás, llegará a superarlos. Así pues, desde mi punto de vista, gracias a un mediocre escritor español— yo mismo—, y al hecho accidental de que yo estaba vivo y era conocido, alguna gente leyó a Faulkner en España. Pero Faulkner no debería necesitar favores de nadie.


Jorge Semprún 

(2007)

P.: ¿Por qué comenzó a escribir a los cuarenta años, después de toda una vida dedicado a la acción política?

R.: Por dos razones. La primera es que habían pasado quince años desde mi liberación de Buchenwald y sentí que por fin me había distanciado lo suficiente de mi experiencia en el campo para hablar sobre ella sin recaer en la obsesión con la muerte. Me había convertido en alguien diferente, era como si en realidad estuviera contando la historia de otra persona. La segunda razón fue algo más concreto y bastante extraordinario. En 1960 yo compartía un apartamento con un militante comunista llamado Manolo, que no sabía que yo también era miembro del movimiento comunista clandestino. Había luchado en el Ejército republicano español y huido a Francia como refugiado antes de ser hecho prisionero por los alemanes en 1940 y enviado, como muchos otros españoles capturados, a Mauthausen, un campo de concentración austríaco muy duro. Por las noches me hablaba de sus experiencias en Mauthausen, pero a mí no me parecía que transmitiera su experiencia tal como la había entendido yo en Buchenwald, un campo muy similar. Evidentemente, yo no podía decir, por ejemplo: «Oye, Manolo, perdóname pero así no fueron las cosas», porque no podía delatarme. Esa frustración me impulsó a reexaminar el pasado. Comencé a escribir mi primer libro, El largo viaje, en ese apartamento. Fue como si de repente necesitara decir lo que Manolo no podía. Así que hablé sobre mi propia experiencia en el campo, y el libro que yo me sentía moralmente incapaz de escribir en 1946 surgió por sí mismo, en cuestión de días, en 1961.

P.: No se publicó hasta 1963. ¿Por qué pasaron dos años?

R.: No podía publicarlo mientras fuera miembro del comité central clandestino, no me podía arriesgar a que saliera mi fotografía en el periódico mientras estaba cruzando ilegalmente la frontera.

P.: En sus libros sobre los campos de concentración—El largo viaje, Le Mort qu’il faut, y La escritura o la vida—utiliza usted la primera persona.

R.: En esos libros existe realmente un yo narrador, que está presente todo el tiempo, aunque a veces desdoblado. Luego el yo se convierte en un tú, y ahora, en esta última obra, incluso en él.

P.: Dado que la mayor parte de su obra es innegablemente autobiográfica, ¿se considera un novelista en el sentido tradicional?

R.: He dicho a menudo que no soy un «auténtico» novelista, porque para mí el novelista es quien utiliza elementos de la realidad para crear un mundo que es más fiel a la realidad que la propia realidad, precisamente porque es completamente imaginario. Me encanta esa frase de Boris Vian: «En este libro todo es verdad porque yo me lo he inventado». En mi opinión, eso es una novela. Pero yo nunca seré capaz de hacerlo porque me siento inexorablemente impulsado hacia el material autobiográfico. He escrito cuatro libros sobre los campos, y podría escribir muchos más, porque todavía quedan miles de historias por contar. Y en el cuarto libro tengo más que decir, más que escribir, que el día que empecé a escribir El largo viaje. Cuando emprendí por primera vez esta tarea de recordar, un torrente de recuerdos largamente ocultos y casi olvidados comenzaron a emerger borboteando a la superficie.

P.: ¿Qué clase de historias le interesan?

R.: Las historias de supervivencia, ya sean heroicas o trágicas. Historias de confrontación entre el hombre y el período histórico en el que vive. Me fascina en particular la tenacidad de la voluntad humana.

P.: ¿Le resulta fácil escribir esas historias? ¿Escribe rápidamente?

R.: A menudo me distraigo con otras historias que quiero contar, por lo que me resulta difícil llegar al final de una novela. Existe una fuerte tensión narrativa en mis libros, incluyendo el último, Veinte años y un día, que decidí escribir en español. Y ahora me doy por vencido, me doy cuenta de que no tengo suficiente tiempo para decirme que estoy escribiendo una novela en la que todo es verdad porque todo es inventado. Estoy demasiado obsesionado por mi propia vida como para poder hablar de otras cosas.

LA VANGUARDIA


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