lunes, 3 de agosto de 2015

Rubem Fonseca / Febrero o marzo

Naranja
Carnaval de Rio de Janeiro 2013
Fotografía de Triunfo Arciniegas

Rubem Fonseca

FEBRERO 

O MARZO



La condesa Bernstroff usaba una boina de la que colgaba una medalla del káiser. Era vieja, pero podía decir que era una mujer joven y lo decía. Decía: pon la mano aquí, en mi pecho, y ve cómo está duro. Y el pecho era duro, más duro que el de las muchachas que yo conocía. Ve mi pierna, decía, cómo está dura. Era una pierna redonda y fuerte, con dos músculos salientes y sólidos. Un verdadero misterio. Explíqueme ese misterio, le preguntaba, borracho y agresivo. Esgrima, explicaba la condesa, formé parte del equipo olímpico austríaco de esgrima —pero yo sabía que ella mentía.



Un miserable como yo no podía conocer a una condesa, ni aunque fuese falsa; pero ésta era verdadera; y el conde era verdadero, tan verdadero como el Bach que oía mientras tramaba, por amor a los esquemas y al dinero, su crimen.

Era de mañana, el primer día del carnaval. He oído decir que ciertas personas viven de acuerdo a un plan, saben todo lo que les va a ocurrir durante los días, los meses, los años. Parece que los banqueros, los amanuenses de carrera y otros hombres organizados hacen eso. Yo —yo vagué por las calles, mirando a las mujeres. Por la mañana no hay mucho que ver. Me detuve en una esquina, compré una pera, la comí y empecé a ponerme inquieto. Fui a la academia.

De eso me acuerdo muy bien: comencé con un supino de noventa kilos, tres veces ocho. Se te van a salir los ojos, dijo Fausto, dejando de mirarse en el espejo grande de la pared y espiándome mientras sumaba los pesos de la barra. Voy a hacer cuatro series por pecho, de caballo, y cinco para el brazo, dije, serie de masa, hijo, para hombre, voy a hinchar.

Y comencé a castigar el cuerpo, con dos minutos de intervalo entre una serie y la otra para que el corazón dejara de latir tan fuerte y para poder mirarme en el espejo y ver el progreso. Hinché: cuarenta y dos de brazo, medidos con la cinta métrica.

Entonces Fausto explicó: iré vestido de marica y también Sílvio, y Toão, y Roberto, y Gomalina. Tú no quedas bien de mujer, tu cara es fea, tú vas en el grupo de choque, tú, el Ruso, Bebeto, Paredón, Futrica y João. La gente nos rodeará pensando que somos putas, nosotros cuchichearemos con voz fina, cuando ellos quieran manosear, nosotros, y ustedes si fuera necesario, pondremos la maldad para golpear y hacemos un carnaval de palazos hacia todos lados. Vamos a acabar con todo lo que sea grupos de criollos, hasta en el pito les daremos, para hacernos valer. ¿Qué dices, te esperamos?

Silvio ya se vestía de marica, se pintaba los labios con bilé. El año pasado, decía, una mujer de las pampas puso un papelito en mi mano, con un teléfono; casi todas putas, pero había una que era mujer de un chulo, anduve con ella más de seis meses, me dio un reloj de oro.
Ella pasaba, dijo el Ruso, y volvía la cabeza hacia todo lo que fuera mujer. No había mujer que no mirara a Silvio en la calle. Debería ser artista de cine.
¿Entonces? ¿Nos encuentras?, insistió Fausto.
A esas alturas el conde Bernstroff y su mayordomo ya debían haber hecho planes para aquella noche. Ni yo, ni la condesa sabíamos nada; ni yo mismo sabía si habría de salir partiéndole la cara a personas que no conocía. El lado ruin del sujeto es no ser banquero ni amanuense del Ministerio de Hacienda.
Por la tarde, sábado, la ciudad aún no estaba animada. Los cinco maricas se contoneaban sin entusiasmo y sin gracia. Los grupos en la ciudad se forman así: una batería con algunos sordos, varias cajas y tamborcitos y a veces una cuíca, salen golpeando por la calle, los sucios van llegando, juntándose, cantando, abultándose y el grupo crece.
Salió un grupo frente a nosotros. Seis individuos descalzos, caminando lentamente, mientras golpeaban a coro. Moreno, mi moreno sabroso, préstame tu tambor, dijo Silvio. Los hombres se detuvieron y pensaron, y cambiaron de pensamiento, la mano de Silvio agarró por el pescuezo a uno de ellos, dame ese tambor, hijo de puta. Como un rayo los maricas cayeron encima del grupo. ¡Sólo en el pecho!, ¡sólo en el pecho!, gritaba Silvio, que están flacos. Aun así uno quedó en el suelo, caído de espaldas, un pequeño tambor en la mano cerrada. Un golpe de Silvio podía reventar la puerta del departamento, de la sala y de los cuartos juntos.
Teníamos varios tambores, que golpeábamos sin ritmo. La cuíca, como nadie sabía tocarla, Ruso la reventó de una patada. Una sola patada, en el mero centro, la hizo pedazos. Después Ruso anduvo diciendo que su mano se había hinchado de golpear la cara de un vago tiñoso en la plaza Once. Yo no lo se, pues no fui a la plaza Once, luego de aquello que ocurrió en el terraplén me separé del grupo y acabé encontrando a la condesa, pero creo que su mano se hinchó al reventar la cuíca, pues la cara de un vagabundo no le hincha la mano a nadie.
Una mujer había llegado y dijo, llévenme con ustedes, nunca he visto tantos hombres hermosos juntos; y se agarraba de nosotros, nos enterraba las uñas. Fuimos al terraplén y ella decía, jódeme, pero no me maltrates, con cariño, como si estuviera hablando al novio; y eso se lo dijo al tercero, y al cuarto sujeto que entró, que anduvo con ella; pero a mí, estirando la mano de uñas sucias y pintadas de rojo, me dijo, hombre guapo, mi bien —y rió, una risa limpia; no pude hacer nada, y vestí a la mujer, tiré el atomizador de perfume que olía, y dije para que todos me oyeran, basta, y vi los ojos azules pintados de Silvio y le dije, bajo, la voz saliendo del fondo, ruin— basta. El Ruso agarró a Silvio con fuerza, los tríceps saltando como si fueran yunques. Se va a llevar a la mujer, dijo Silvio, empujando el pecho; pero todo quedó en eso; me llevé a la mujer.
Fui caminando con ella por la orilla del mar. Al principio ella cantaba, luego se calló. Entonces le dije, ahora vete a tu casa, ¿me oyes?, si te encuentro vagando por ahí te rompo los cuernos, ¿entendiste?, te voy a seguir, si no haces lo que te estoy ordenando te vas a arrepentir —y agarré su brazo con toda mi fuerza, de manera que le quedase doliendo los tres días del carnaval y una semana más marcado. Gimió y dijo que sí, y se fue caminando, yo siguiéndola, en dirección al tranvía, atravesó la calle, tomó el tranvía que venía vacío de regreso de la ciudad, me miró, yo hacía muecas feas, el tranvía se fue, ella tirada en un banco, un bulto.
Volví a la playa, con ganas de ir a casa, pero no a mi casa, pues mi casa era un cuarto y en mi cuarto no había nadie, sólo yo mismo. Me fui caminando, caminando, atravesé la calle, comenzó a caer una llovizna y por donde yo estaba no había carnaval, sólo edificios elegantes y silenciosos.
Fue entonces que conocí a la condesa. Apareció en la ventana gritando y yo no sabía que ella era condesa ni nada. Gritaba palabras de auxilio, pero sonaba extraño. Corrí al edificio, la portería estaba vacía: volví a la calle pero ya no había nadie en la ventana; calculé el piso y subí por el elevador.
Era un edificio de lujo, lleno de espejos. El elevador se detuvo, toqué el timbre. Un hombre vestido con rigor abrió la puerta. ¿Sí, qué desea?, mirándome con aire de superioridad. Hay una mujer en la ventana pidiendo socorro, dije. Me miró como si hubiera dicho una grosería —¿socorro?, ¿aquí? Insistí, sí, aquí, en su casa. Soy el mayordomo, dijo. Aquello sacó a flote mi autoridad, nunca en mi vida había visto un mayordomo. Está usted equivocado, dijo y ya me disponía a irme cuando apareció la condesa, con un vestido que en aquella ocasión pensé que era un vestido de baile, aunque después supe que era ropa de dormir. Yo fui, sí, pedí socorro, entre, por favor, entre.
Me llevó de la mano mientras me decía, usted me hará un gran favor, revisar la casa, hay una persona escondida aquí dentro que quiere hacerme mal, no tenga miedo, no, es tan fuerte, tan joven, voy a hablarte de tú. Soy la condesa Bernstroff.
Empecé a revisar la casa. Tenía salones enormes, llenos de luces, pianos, cuadros en las paredes, candiles, mesitas y jarras y jarrones y estatuas y sofás y sillas enormes en las que cabían dos personas. No vi a nadie, hasta que, en una sala más chica donde un tocadiscos tocaba música muy alto, un hombre en bata de terciopelo se levantó cuando abrí la puerta y dijo despacio, colocándose un monóculo en el ojo, buenas noches.
Buenas noches, dije. Conde Bernstroff, dijo él, extendiendo la mano. Después de mirarme un poco sonrió, pero no para mí, para sí mismo. Con permiso, dijo, Bach me transforma en un egoísta, y me dio la espalda y se sentó en una butaca, la cabeza apoyada en la mano.
Si he de ser franco, quedé confundido, aún ahora estoy confundido, pues ya olvidé muchas cosas, la cara del mayordomo, la medalla del káiser, el nombre de la amiga de la condesa, con quien me acosté en la cama, junto con la condesa, en el departamento del Copacabana Palace. Además, antes de que saliéramos, ella me dio una botella llena de Canadian Club que me bebí casi por completo dentro del carro cuando íbamos al Copacabana, sintiéndome como un lord: pero bajé derechito del carro y subimos al departamento y tengo la impresión de que los tres nos divertimos bastante en el cuarto de la amiga de la condesa, pero de esa parte me olvidé completamente.
Desperté con dolor de cabeza y dos mujeres en la cama. La condesa quería ir a su casa para enseñarme un animal que la quería morder y que había invadido su casa y que ella tenía encerrado dentro del piano de cola. Volvimos en taxi, no sé ni que horas eran pues no tenía hambre y lo mismo podían ser las diez como las tres de la tarde. Fue directamente al piano de cola y no encontró nada. Debí enseñártelo ayer, decía, ahora ellos lo han sacado de aquí, son muy inteligentes, son diabólicos. ¿Qué animal era ése?, pregunté, el terrible dolor de cabeza no me dejaba pensar bien, apenas podía abrir los ojos. Es una especie de cucaracha grande, dijo la condesa, con un aguijón de escorpión, dos ojos saltones y patas de escarabajo. No lograba imaginar un animal así, y se lo dije. La condesa se sentó en una de las cincuenta mesitas que había en la casa y dibujó el animal, una cosa muy extraña, en un papel de seda azul, que doblé y guardé en el bolsillo y lo perdí. He perdido muchas cosas en mi vida, pero la cosa que más lamento haber perdido es el dibujo del animal que la condesa hizo y me pongo triste sólo de pensar en eso.
La condesa me afeitaba cuando apareció el conde, con el monóculo y diciendo buenos días. La condesa afeitaba mejor que cualquier barbero; una navaja afilada que rozaba la cara como si fuera una esponja, y luego me hizo masaje en la cara con un líquido perfumado; el masaje en mi trapecio y en mis deltoides mejor que el de Pedro Vaselina, el de la academia. El conde miraba todo esto con cierto desinterés, diciendo, debes simpatizarle mucho como para que te haga la barba, hace años que no me la hace a mí. A eso la condesa respondió irritada: tú sabes muy bien por qué; el conde se encogió de hombros como si no supiera nada y se alejó, desde la puerta me dijo, me gustaría hablar contigo después.
Cuando el conde salió la condesa me dijo: quiere comprarte, compra a todo el mundo, su dinero se está acabando, pero aún tiene algo, muy poco, y eso lo desespera aun más, pues el tiempo pasa y yo no me muero, y si no me muero él se queda sin nada, pues no le doy más dinero; ya está viejo, ¿cuántos años crees que tiene?, podría ser mi padre, dentro de poco no podrá beber, se quedará sordo y no podrá oír música; el tiempo, después de mí, es su mayor enemigo; ¿viste cómo me mira? Un ojo frío de pez cazador, esperando un momento para liquidar sin misericordia a su presa; tú entiendes, un día me arrojan por la ventana, o me inyectan mientras esté dormida y luego ni quien se acuerde de mí y él coge todo mi dinero y vuelve a su tierra a ver la primavera y las flores del campo que tanto me pidió, con lágrimas en los ojos, que quería volver a ver; lágrimas fingidas, lo sé, su labio ni temblaba; y yo podría irme, abandonarlo, sin nada, sin oportunidad para sus planes siniestros, un pobre diablo; hasta creo que está empezando a quedarse sordo, la música que oye la sabe de memoria y quizá por eso ni se ha dado cuenta que se está quedando sordo —y la condesa se alejó diciendo que algo ocurriría uno de esos días y que estaba muy horrorizada y que nunca se había sentido tan excitada en toda su vida, ni siquiera cuando fue amante del príncipe Paravicini, en Roma.
Fui a buscar al conde mientras la condesa tomaba un baño. Me preguntó con delicadeza, pero de manera directa, como quien quiere tener una conversación corta, dónde ganaba yo mi dinero. Le expliqué, también brevemente, que para vivir no es necesario mucho dinero; que ganaba mi dinero aquí y allá. Se ponía y quitaba el monóculo, mirando por la ventana. Continué: En la academia hago ejercicio gratis y ayudo a João, el dueño, que además me da un dinerito; vendo sangre al banco de sangre, no mucha para no perturbar el ejercicio, pero la sangre es bien pagada y el día que deje de hacer ejercicio voy a vender más y quizás viva de eso, o principalmente de eso. En ese momento el conde estaba muy interesado y quiso saber cuántos gramos vendía, si no me quedaba tonto, cuál era mi tipo de sangre y otras cosas. Después el conde me dijo que tenía una propuesta muy interesante que hacerme y que si la aceptaba nunca más tendría que vender sangre, a no ser que ya estuviera enviciado con eso, lo que él entendía, pues respetaba todos los vicios.
No quise oír la propuesta del conde, no dejé que la hiciera; a fin de cuentas yo había dormido con la condesa, estaría mal que me pasara al otro bando. Le dije, nada de lo que usted pueda darme me interesa. Tengo la impresión de que se molestó con lo que le dije, pues se alejó de mí y se quedó viendo por la ventana, un largo silencio que me puso inquieto. Por eso, continué, no le ayudaré a hacer ningún mal a la condesa, no cuente conmigo para eso. ¿Pero cómo?, exclamó, tomando el monóculo con delicadeza en la punta de los dedos como si fuera una hostia, pero si yo sólo quiero su bien, quiero ayudarla, ella me necesita, y también a usted, déjeme explicarle todo, parece que hay una gran confusión, déjeme explicarle, por favor.
No lo dejé. Me fui. No quise explicaciones. A fin de cuentas, de nada servían.


Rubem Fonseca
Los prisioneros ( 1963)



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