domingo, 30 de agosto de 2015

Marcos Ordóñez / El síndrome de Trigorin

El síndrome de Trigorin

MARCOS ORDÓÑEZ 10 ENE 2013 - 01:42 CET
En Los que sueñan el sueño dorado (Mondadori), la formidable antología de crónicas de Joan Didion, hay un texto llamado Sobre tener un cuaderno de notas donde la escritora americana dice: “La gente que toma notas en cuadernos es una especie distinta. Gente solitaria y reticente que siempre está cambiando la disposición de las cosas, insatisfechos ansiosos, niños que al parecer sufrieron al nacer cierto presentimiento de pérdida”.
Es posible. No digo que no. No sé si tuve al nacer un “cierto presentimiento de pérdida” o si llegó más tarde, pero de un tiempo a esta parte me debato entre la pérdida posible y el desbordamiento cierto, porque tengo la sensación de que los días son cada vez más cortos y están cada vez más llenos de impresiones a recordar. Todo va muy deprisa, cada vez hay más libros que leer, y obras y películas y cosas por ver, y muchos papeles por escribir, y doy gracias a los dioses por todo ello, pero me doy cuenta de que ya no puedo leer sin un lápiz, y necesito tener siempre a mano un cuaderno para que no se me vaya lo que veo, pienso o leo, sepultado por los siguientes estímulos, como emails no contestados, de cara a lo que escribiré luego, es decir, mañana mismo, esta noche, ahora, ya, o anteayer, un anteayer muy vasto, irreal: he llegado a tomar notas, entre dos sueños, para artículos o libros que ya había publicado. ¿Qué me pasa, doctor?
No, no me quejo, sería obsceno quejarse, esa es la vida que quería llevar desde muy joven, pero me pregunto si no estaré comenzando a experimentar el síndrome de Trigorin, el escritor que aparece en La gaviota, de Chejov. Trigorin se sentía obligado a tomar notas de modo compulsivo. “Veo una nube en forma de piano”, le cuenta a Nina, “e inmediatamente pienso que eso quedaría bien en una escena futura. Huelo un heliotropo y apunto: ‘Olor penetrante, color de viudedad, mencionar al describir una noche de verano o adjudicárselo al personaje de una viuda”.
Pues así andamos: tomo notas a todas horas, que a veces triplican la extensión de lo que he de escribir. Tengo un cuaderno en la mesilla de noche y debería tener otro en la ducha, porque muchas ideas llegan bajo el agua, eso está estudiado. Tengo tacos de papel por toda la casa y post-it pegados en los lugares más inverosímiles. Tomo notas (otro cuaderno) en la oscuridad de un teatro o de la alcoba (para no despertar a mi mujer). Tomo notas en una esquina: intento sentirme como un personaje de Modiano, pero siempre parece que estoy poniendo una multa. Tomo notas para este artículo y el de la semana próxima, y para novelas y cuentos que a lo mejor no escribiré, o que cuando los escriba difícilmente sabré que nacieron de una nota olvidada. No tomo notas para recordar que he de tomar notas porque eso no puedo olvidarlo.
Naturalmente, como todos los escritores, creía que eso solo me pasaba a mí, hasta que la otra noche, cenando en casa de Alfonso Armada, mi amigo me abrió la puerta de su estudio y vi una estantería abarrotada de lo que parecían ser libros pero eran cuadernos de notas. Del suelo al techo. Y no solo eso. Armada, uno de los grandes periodistas de este país, corresponsal en África y Nueva York y viajero por medio mundo, no lleva un cuaderno de notas sino cuatro, en los que escribe cada noche. En tres idiomas, para acabarlo de arreglar. Comenzó a escribir su cuaderno español en 1978. Vino luego el cuaderno gallego, que se llama Tranvías adentro. El cuaderno inglés lleva como título un escueto English diary. El cuarto, Diario dramático, recoge, de nuevo en castellano, sus impresiones sobre teatro, cine, y arte en general. O sea, un Trigorin a la cuarta potencia. Aquella noche, de vuelta al hotel, me sentí un absoluto principiante cuando anoté: “Quinientos cuadernos cuadriculados, con margen rojo a la izquierda, forrados con papel de estraza, cada uno de su correspondiente color. Entre nota y nota aparecen pegadas fotos de periódicos, hojas de árboles, entradas y billetes de tren”. Cuando lo escribí no imaginaba que esa nota cerraría este artículo. ¿O en realidad lo empezó?





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