lunes, 3 de agosto de 2015

Rubem Fonseca / La fuerza humana

Casey Viator
(1951 - 2013)


Rubem Fonseca

LA FUERZA HUMANA 


Quería seguir de frente pero no podía. Me quedaba parado en medio de aquel montón de negros: unos balanceando el pie o la cabeza, otros moviendo los brazos; pero algunos, como yo, duros como un palo, fingiendo que no estábamos allí, fingiendo que miraban un disco en la vitrina, avergonzados. Es gracioso, que un sujeto como yo sienta vergüenza de quedarse oyendo la música en la puerta de la tienda de discos. Si suena alto es para que las personas lo escuchen; y si no les gustara que la gente se quedara allí oyendo, bastaba con desconectar y listo: todo el mundo se alejaría en seguida. Además sólo ponen música buena, de la que tienes que ponerte a oír y que hace que las mujeres buenas caminen diferente, como caballo del ejército enfrente de la banda.
El caso es que pasé por ahí todos los días. A veces estaba en la ventana de la academia de João, en el intervalo de un ejercicio, y desde ahí arriba veía a la multitud en la puerta de la tienda y no me aguantaba: me vestía corriendo, mientras João preguntaba, “¿a dónde vas, muchacho? Todavía no terminas las flexiones”, y me iba derecho para allá. João se ponía como loco con esto, pues se le había metido en la cabeza que me iba a preparar para el concurso del mejor físico del año y quería que entrenara cuatro horas diarias, y yo me detenía a la mitad y me iba a la calle a oír música. “Estás loco”, decía, “así no se puede, me estoy hartando de ti, ¿crees que soy un payaso?”
Él tenía razón, me fui pensando ese día, comparte conmigo la comida que le mandan de casa, me da vitaminas que su mujer que es enfermera consigue, aumentó mi sueldo de instructor auxiliar de alumnos sólo para que dejara de vender sangre y me pudiera dedicar a los ejercicios, ¡puta!, cuántas cosas, y yo no lo reconocía y además le mentía; podría decirle que no me diera más dinero, decirle la verdad, que Leninha me daba todo lo que yo quería, que podría hasta comer en restaurantes, si lo quisiera, bastaba con que le dijera: quiero más. 
Desde lejos me di cuenta que había más gente que de costumbre en la puerta de la tienda. Personas diferentes de las que iban allí; algunas mujeres. Sonaba una samba de un balanceo infernal —tum schtictum tum: las dos bocinas grandes en la puerta a punto de estallar, llenaban la plaza de música. Entonces vi, en el asfalto, sin dar la menor importancia a los carros que pasaban cerca, a ese negro bailando. Pensé: otro loco, pues la ciudad cada vez está más llena de locos, de locos y de maricas. Pero nadie reía. El negro tenía zapatos marrón todos chuecos, un pantalón mal remendado, roto en el trasero, camisa blanca sucia de mangas largas y estaba empapado en sudor. Pero nadie reía. Él hacía piruetas, mezclaba pasos de ballet con samba gafieira, pero nadie reía. Nadie reía porque el tipo bailaba con finura y parecía que bailaba en un escenario, o en una película, un ritmo endemoniado, nunca había visto algo como aquello. Ni yo ni nadie, pues los demás también lo miraban boquiabiertos. Pensé: eso es cosa de un loco, pero un loco no baila de ese modo, para bailar de ese modo el sujeto debe tener buenas piernas y buen ritmo, pero también es necesario tener buena cabeza. Bailó tres piezas del long-play que estaban tocando, y cuando paró todos empezaron a hablar unos con otros, cosa que nunca había ocurrido a la entrada de la tienda, pues las personas se quedan ahí calladas oyendo la música. Entonces el negro tomó una jícara que estaba en el suelo cerca de un árbol y la gente fue poniendo billetes en la jícara que muy pronto se llenó. Ah, esto lo explica, pensé. Rio se estaba poniendo diferente. Antiguamente veías uno que otro ciego tocando cualquier cosa, a veces acordeón, otras violín, incluso había uno que tocaba el pandero acompañándose con un radio de pilas; pero era la primera vez que veía a un bailarín. He visto también una orquesta de tres nordestinos golpeando cocos y a un niño tocando el “Tico-tico no fubá” con botellas llenas de agua. Todo eso lo he visto. ¡Pero un bailarín! Eché doscientos pesos en la jícara. Él puso la jícara llena de dinero cerca del árbol, en el suelo, tranquilo y seguro de que nadie le metería mano, y volvió a bailar. 
Era alto; en mitad del baile, sin dejar de bailar, se arremangó la camisa, un gesto hasta bonito, parecía un gesto ensayado, aunque creo que tenía calor, y aparecieron dos brazos muy musculosos que la camisa de mangas largas escondía. Este tipo es definición pura, pensé. Y no fue una corazonada, pues basta con mirar a cualquier sujeto vestido que llega a la academia por vez primera para poder decir qué tipo de pectorales tiene, o cómo es su abdomen, si su musculatura es buena para hinchar o para definir. Nunca me equivoco. 
Empezó a sonar una música aburrida, de esas de cantante de voz fina y el negro dejó de bailar, volvió a la acera, sacó un pañuelo inmundo del bolsillo y se limpió el sudor de la cara. La multitud se dispersó, sólo se quedaron allí los que siempre están oyendo música, con o sin show. Me acerqué al negro y le dije que había bailado muy bien. Se rió. Plática va plática viene me dijo que nunca antes había hecho aquello. “Quiero decir, sólo lo había hecho una vez. Un día pasé por aquí y algo me pasó, cuando me di cuenta estaba bailando en el asfalto. Bailé sólo una melodía, pero un tipo enrolló un billete y lo arrojó a mis pies. Era un cabral. Hoy vine con la jícara. Ya sabes, estoy duro como, como…” “Poste”, dije. Me miró, de esa manera que tiene de mirar a la gente sin que se pueda saber lo que está pensando. ¿Pensaría que me estaba burlando de él? ¿Hay postes blancos también, o no?, pensé. Lo dejé pasar. Le pregunté, “¿haces gimnasia?” “¿Qué gimnasia, mi amigo?” “Tienes el físico de quien hace gimnasia.” Se rió enseñando unos dientes blanquísimos y fuertes y su cara que era hermosa se puso feroz como la de un gorila grande. Sujeto extraño. “¿Tú haces?”, preguntó. “¿Qué?” “Gimnasia”, y me miró de arriba abajo, sin decir ninguna palabra, pero tampoco estaba interesado en lo que él estuviera pensando; lo que los demás piensan de nosotros no importa, sólo interesa lo que nosotros pensamos de nosotros; por ejemplo, si pienso que soy una mierda, lo soy, pero si alguien piensa eso de mí, ¿qué importa?, no necesito de nadie, deja que el tipo lo piense, a la hora de la hora ya veremos. “Hago pesas”, dije. “¿Pesas?” “Halterofilismo.” “¡Ja, ja!”, se rió de nuevo, un gorila perfecto. Me acordé de Humberto, de quien decían que tenía la fuerza de dos gorilas y casi la misma inteligencia. ¿Cuanta fuerza tendría el negro? “¿Cómo te llamas?”, pregunté, diciendo antes mi nombre. “Vaterlu, se escribe con doble u y dos os.” “Mira, Waterloo, ¿quieres ir a la academia donde hago gimnasia?” Miró un poco el suelo, luego cogió la jícara y dijo “vamos”. No preguntó nada más, echamos a andar, mientras ponía el dinero en su bolsillo, todo enrollado, sin mirar los billetes. 
Cuando llegamos a la academia, João estaba debajo de la barra con Corcundinha. “João, éste es Waterloo”, dije. João me miró de soslayo, me dijo “quiero hablar contigo”, y caminó hacia los vestidores. Fui tras él. “Así no se puede, así no se puede”, dijo João. Por su cara vi que estaba encabronado conmigo. “Parece que no entiendes”, continuó João, “todo lo que estoy haciendo es por tu bien, si hicieras lo que te digo ganas el campeonato ese con una pierna en la espalda y listo. ¿Cómo crees que llegué hasta el sitio donde estoy? Siendo el mejor físico del año. Pero tuve que esforzarme, no fue dejando las series a la mitad, no, fue machacando de la mañana a la tarde, dándole duro; hoy tengo la academia, tengo automóvil, tengo doscientos alumnos, me he hecho un nombre, estoy comprando un departamento. Y ahora que te quiero ayudar tú no ayudas. Es para que se amargue cualquiera. ¿Qué gano yo con esto? ¿Que un alumno de mi academia gane el campeonato? Tengo a Humberto, ¿o no?, a Gomalina, ¿o no? A Fausto, a Donzela… pero te escojo a ti entre todos ellos y ésta es la manera como me pagas.” “Tienes razón”, dije mientras me quitaba la ropa y me colocaba la malla. Continuó: “¡Si tuvieras la fuerza de voluntad de Corcundinha! ¡Cincuenta y tres años de edad! Cuando llegó aquí, hace seis meses, tú lo sabes, tenía una dolencia horrible que le comía los músculos de la espalda y le dejaba la espina sin apoyo, el cuerpo se caía cada vez más a los lados, llegaba a dar miedo. Me dijo que cada vez se estaba encogiendo más y estaba quedando más torcido, que los médicos no sabían ni un carajo, ni inyecciones ni masajes tenían resultado en él; hubo quien se quedó con la boca abierta mirando su pecho puntiagudo como sombrero de almirante, la joroba saliente, todo torcido hacia enfrente, hacia el costado, haciendo muecas, hasta daban ganas de vomitar sólo de estar viéndolo. Dije a Corcundinha, te voy a aliviar, pero tienes que hacer todo lo que te mande, todo, todo, no voy a hacer de ti un Steve Reeves, pero dentro de seis meses serás otro hombre. Míralo ahora. ¿Hice un milagro? Él hizo el milagro, castigándose, sufriendo, penando, sudando: ¡no hay límites para la fuerza humana!”. Dejé que João me gritara toda la historia para ver si su enojo conmigo pasaba. Dije, para ponerlo de buen humor, “Tu pectoral está bárbaro.” João abrió los brazos e hizo que los pectorales saltaran, dos masas enormes, cada pecho debía pesar diez kilos; pero ya no era el mismo de las fotografías esparcidas por la pared. Aún con los brazos abiertos, João caminó hacia el espejo grande de la pared y se quedó mirando lateralmente su cuerpo. “Éste es el supino que quiero que hagas; en tres fases: sentado, acostado con la cabeza hacia abajo en la plancha y acostado en el banco; en el banco lo hago de tres maneras, ven a ver.” Se acostó en el banco con la cara bajo la pesa apoyada en el caballete. “Así, cerrado, las manos casi juntas; después, una abertura media; y, por último, las manos bien abiertas en los extremos de la barra. ¿Viste cómo? Ya está puesto en tu ficha nueva. Ya verás tu pectoral dentro de un mes”, y diciendo esto me dio un golpe fuerte en el pecho. 
“¿Quién es ese negro?”, preguntó João mirando a Waterloo, quien sentado en un banco tarareaba con calma. “Es Waterloo”, respondí, “lo traje para que hiciera unos ejercicios, pero no puede pagar.” “¿Y crees que daré clases gratis a cualquier vagabundo que se aparezca por aquí?” “Tiene madera, João, el modelado de su cuerpo debe ser cualquier cosa.” João hizo una mueca de desprecio: “¿Qué qué?, ¡ese tipo!, ¡ay!, échalo de aquí, échalo de aquí, estás loco.” “Pero todavía no lo has visto, João, su ropa no le ayuda.” “¿Ya lo viste?” “Sí”, mentí, “voy a conseguirle una malla.” 
Le di la malla al negro, le dije: “Ponte esto ahí dentro.” 
Aún no había visto al negro sin ropa, pero tenía fe: su aceptación sólo sería posible con una musculatura firme. Empecé a preocuparme; ¿y si fuera puro esqueleto? El esqueleto es importante, es la base de todo, pero empezar de un esqueleto es duro como el demonio, exige tiempo, comida, proteínas y João no iba a querer trabajar sobre unos huesos. 
Waterloo salió del vestidor con la malla. Vino caminando normalmente; aún no conocía los trucos de los veteranos, no sabía que incluso en una posición de aparente reposo es posible tensar todos los músculos, pero eso es algo difícil de hacer, como por ejemplo definir el omóplato y los tríceps al mismo tiempo y además simultáneamente los sartorios y los recto-abdominales, y los bíceps y el trapecio, y todo armoniosamente, sin que parezca que el tipo está sufriendo un ataque epiléptico. Él no sabía hacer eso, ni podía, es cosa de maestros, sin embargo, tengo que decirlo, aquel negro tenía el desarrollo muscular natural más perfecto que había visto en mi vida. Hasta Corcundinha detuvo su ejercicio y vino a verlo. Bajo la piel fina de un negro profundo y brillante, diferente del negro opaco de ciertos negros, sus músculos se distribuían y se ligaban, de los pies a la cabeza, en un bordado perfecto. 
“Cuélgate de la barra”, dijo João. “¿Aquí?”, preguntó Waterloo, ya bajo la barra. “Sí. Cuando tu cabeza llegue a la altura de la barra te detienes.” Waterloo empezó a suspender su cuerpo, pero a medio camino rió y cayó al suelo. “No quiero payasadas aquí, esto es cosa seria”, dijo João, “vamos nuevamente.” Waterloo subió y se detuvo como João le había mandado. João se quedó mirándolo. “Ahora, lentamente, pasa la barba por encima de la barra. Lentamente. Ahora baja, lentamente. Ahora vuelve a la posición inicial y detente.” João examinó el cuerpo de Waterloo. “Ahora, sin mover el tronco, levanta las dos piernas, rectas y juntas.” El negro empezó a levantar las piernas, despacio, y con facilidad, y la musculatura de su cuerpo parecía una orquesta afinada, los músculos funcionando en conjunto, una cosa bella y poderosa. João debía estar impresionado, pues empezó también a contraer los propios músculos y entonces noté que yo y Corcundinha hacíamos lo mismo, como si cantáramos a coro una música irresistible; y João dijo, con una voz amiga que no usaba para ningún alumno, “puedes bajar”, y el negro bajó y João continuó. “¿Ya has hecho gimnasia?”, y Waterloo respondió negativamente y João concluyó “claro que no has hecho, yo sé que no has hecho; miren, voy a contarles, esto ocurre una vez en cien millones; qué cien millones, ¡en un billón! ¿Qué edad tienes?” “Veinte años”, dijo Waterloo. “Puedo hacerte famoso, ¿quieres hacerte famoso?”, preguntó João. “¿Para qué?”, preguntó Waterloo, realmente interesado en saber para qué. “¿Para qué? ¿Para qué? Qué gracioso, qué pregunta más idiota”, dijo João. Para qué, me quedé pensando, es cierto, ¿para qué? ¿Para que los otros nos vean en la calle y digan ahí va el fulano famoso? “¿Para qué, João?”, pregunté. João me miró como si me hubiera cogido a su madre. “Tú también. ¡Qué cosa! ¿Qué tienen ustedes en la cabeza, eh?” João de vez en cuando perdía la paciencia. Creo que tenía unas ganas locas de ver a un alumno ganar el campeonato. “No me explicó usted para qué”, dijo Waterloo con respeto. “Entonces te lo explico. En primer lugar, para no andar andrajoso como un mendigo, y poder bañarte cuando quieras, y comer… pavo, fresas, ¿ya has comido fresas?…, y tener un lugar confortable para vivir, y tener mujer, no una negra apestosa, una rubia, muchas mujeres tras de ti, peleándose por ti, ¿entiendes? Ustedes ni siquiera saben lo que es eso, son ustedes unos culo-sucio.” Waterloo miró a João, más sorprendido que cualquier otra cosa, pero a mí me dio rabia; me dieron ganas de ponerle la mano encima allí mismo, no por causa de lo que había dicho de mí, por mí que se joda, sino porque se estaba burlando del negro; hasta llegué a imaginar cómo sería el pleito: él es más fuerte, pero yo soy más ágil, tendría que pelear de pie, a base de cuchilladas. 
Miré su pescuezo grueso: tenía que ser allí en el gañote, un palo seguro en el gañote, pero para darle un garrotazo bien dado por dentro tendría que colocarme medio de lado y mi base no quedaría tan firme si él respondiera con una zancadilla; y por dentro el bloqueo sería fácil, João tenía reflejos, me acordé de él entrenando al Mauro para aquella lucha libre con Juárez en la que el Mauro fue destrozado; reflejos tenía, estaba gordo pero era un tigre; golpear a los lados no servía de nada, allí tenía dos planchas de acero; podría tirarme al suelo para intentar un final limpio, una llave con el brazo: dudoso. “Vamos a quitarnos la ropa, vámonos de aquí”, dije a Waterloo. “¿Por qué?”, preguntó João aprensivo, “¿estás enojado conmigo?” Bufé y dije: “Sí, estoy hasta los cojones de todo esto, estuve a punto de saltarte encima ahora mismo, es bueno que lo sepas.” João se puso tan nervioso que casi perdió la pose, su barriga se arrugó como si fuera una funda de almohada, pero no era miedo de la pelea, no, de eso no tenía miedo, lo que tenía era miedo de perder el campeonato. “¿Ibas a hacer eso conmigo?”, cantó, “eres como un hermano para mí, ¿ibas a pelear conmigo?” Entonces fingió una mueca muy compungida, el actor, y se sentó abatido en un banco con el aire miserable de quien acaba de recibir la noticia de que la mujer le anda poniendo los cuernos. “Acaba con eso, João, no sirve de nada. Si fueras hombre, pedías una disculpa.” Tragó en seco y dijo “está bien, discúlpame, ¡carajo!, discúlpame también tú (al negro), discúlpame; ¿está bien así?”. Había dado lo máximo, si lo provocaba explotaría, olvidaría el campeonato, apelaría a la ignorancia, pero yo no haría eso, no sólo porque mi rabia ya había pasado después de que peleé con él en el pensamiento, sino también porque João se había disculpado y cuando un hombre pide disculpas lo disculpamos. Apreté su mano, solemnemente; él apretó la mano de Waterloo. También yo apreté la mano del negro. Permanecimos serios, como tres doctores. 
“Voy a hacer una serie para ti, ¿está bien?”, dijo João, y Waterloo respondió “sí señor.” Yo tomé mi ficha y dije a João: “Voy a hacer la rosca derecha con sesenta kilos y la inversa con cuarenta, ¿te parece bien?.” João sonrió satisfecho, “óptimo, óptimo.” 
Terminé mi serie y me quedé viendo a João que enseñaba a Waterloo. Al principio aquello era muy aburrido, pero el negro hacía los movimientos con placer, y eso es raro: normalmente la gente tarda en encontrarle gusto al ejercicio. No había misterio para Waterloo, hacía todo exactamente como João quería. No sabía respirar bien, es verdad, la médula de la caja aún tenía que abrírsele, pero carajo, ¡estaba empezando! 
Mientras Waterloo se daba un baño, João me dijo: “Tengo ganas de prepararlo también a él para el campeonato, ¿qué te parece?.” Le dije que me parecía una buena idea. João continuó: “Con ustedes dos en forma, es difícil que la academia no gane. El negro sólo necesita hinchar un poco, definición ya tiene.” Dije: “No creo que vaya a ser así de fácil, João; Waterloo es bueno, pero va a necesitar machacar mucho, sólo debe tener unos cuarenta de brazo.” “Tiene cuarenta y dos o cuarenta y tres”, dijo João. “No sé, será mejor medir.” João dijo que mediría el brazo, el antebrazo, el pecho, el muslo, la pantorrilla, el pescuezo. “¿Y tú cuánto tienes de brazo”, me preguntó con astucia; lo sabía, pero le dije, “cuarenta y seis.” “Hum… es poco, ¿verdad?, para el campeonato es poco… faltan seis meses… y tú, y tú…” “¿Qué es lo que temes?” “Estás aflojando…” La plática estaba atorada y decidí prometerle, para terminar con aquello: “Descuida, João, ya verás, en estos meses me voy para arriba.” João me dio un abrazo, “eres un tipo inteligente… ¡Puta!, ¡con la pinta que tienes, y siendo campeón! ¿te imaginas? Fotos en el periódico… Vas a acabar en el cine, en Norteamérica, en Italia, haciendo películas en color, ¿te imaginas?.” João colocó varias anillas de diez kilos en el pulley. “¿De cuánto es tu pulley?”, preguntó. “Ochenta.” “Y la muchacha que tienes, ¿qué va a pasar con ella?” Hablé seco: “¿Cómo que qué va a pasar con ella?”. Él: “Soy tu amigo, acuérdate de eso”. Yo: “Está bien, eres mi amigo, ¿y?” “Soy como un hermano para ti.” “Eres como un hermano para mí, ¿y?” João agarró la barra del pulley, se arrodilló y alzó la barra hasta el pecho mientras los ochenta kilos de anillas subían lentamente, ocho veces. Después: “¿Cuánto pesas?”, “Noventa.” “Entonces haz el pulley con noventa. Pero mira, volviendo al asunto, sé que las pesas despiertan unas ganas grandes, ganas, hambre, sueño… pero eso no quiere decir que tengamos que hacer todo esto sin medida; a veces quedamos en la punta de los cascos, pero hay que controlarse, se necesita disciplina; mira a Nelson, la comida acabó con él, hacía una serie de caballo para compensar, creó masa, eso creó, pero comía como un puerco y terminó con un cuerpo de puerco… miserable…” João hizo una cara de pena. No me gusta comer, y João lo sabe. Noté que el Corcundinha, acostado de espaldas, haciendo un crucifijo quebrado, prestaba atención a nuestra plática. “Creo que estás jodiendo demasiado”, dijo João, “no es bueno. Llegas aquí todas las mañanas marcado con chupetones, arañado en el pescuezo, en el pecho, en las espaldas, en las piernas. No se ve bien, tenemos un montón de muchachos en la academia, es un mal ejemplo. Por eso es que te voy a dar un consejo —y João me miró con cara de la amistad y los negocios por separado, con cara de contar dinero; ¿se estaba apoyando ya en el negro?—, esa muchacha no sirve, consigue una que quiera sólo una vez a la semana, o dos, y aun así moderándote.” En ese instante Waterloo salió del vestidor y João le dijo, “Vamos a salir, te voy a comprar ropa; pero es un préstamo, trabajarás en la academia y después me pagas.” A mí: “Necesitas un ayudante. Pon las manos ahí, que ya vuelvo.” 
Me senté, pensando. Dentro de poco empiezan a llegar los alumnos. Leninha, Leninha. Antes de que tuviera una luz, el Corcundinha habló: “¿Quieres ver si estoy jalando bien en la barra?” Fui a ver. No me gusta mirar al Corcundinha. Tiene más de seis tics diferentes. “Estás mejorando de los tics”, dije; pero qué cretino, no mejoraba, ¿por qué dije aquello? “Sí, ¿verdad?”, dijo satisfecho, guiñando varias veces con increíble rapidez el ojo izquierdo. “¿Qué ejercicio estás haciendo?” “Por detrás y por delante, y con las manos juntas en la punta de la barra. Tres series para cada ejercicio, con diez repeticiones. Noventa movimientos en total, y no siento nada.” “Sin prisa y siempre”, le dije. “Oí tu plática, con João”, dijo el Corcundinha. Moví la cabeza. “Los negocios con la mujer son fuego”, continuó, “me peleé con Elza.” Rayos, ¿quién era Elza? Por si las dudas dije “¿sí?” Corcundinha: “No era mujer para mí. Pero sucede que ahora estoy con otra chica y la Elza se la pasa llamando a casa diciéndole insultos, haciendo escándalos. El otro día a la salida del cine fue para morirse. Eso me perjudica, soy un hombre responsable.” Corcundinha con un salto ágil agarró la barra con las dos manos y balanceó el cuerpo para enfrente y atrás, sonriendo y diciendo: “Esta muchacha que tengo ahora es un tesoro, jovencita, treinta años más nueva que yo, treinta años, pero yo aún estoy en forma, ella no necesita de otro hombre.” Con jalones rápidos Corcundinha izó el cuerpo varias veces por atrás, por enfrente, rápidamente: una danza; horrible; pero no aparté el ojo. “¿Treinta años más nueva?”, dije maravillado. Corcundinha gritó desde lo alto de la barra: “¡Treinta años! ¡Treinta años!.” Y diciendo esto, Corcundinha dio una octava en la barra, una subida de cintura y luego de balancearse como péndulo intentó girar como si fuera una hélice, su cuerpo completamente rojo del esfuerzo, con excepción de la cabeza que se puso más blanca. Agarré sus piernas; cayó pesadamente, de pie, en el piso. “Estoy en forma”, jadeó. Le dije: “Corcundinha, necesitas tener cuidado, no eres… no eres un niño.” Él: “Yo me cuido, me cuido, no me cambio por ningún muchacho, estoy mejor que cuando tenía veinte años y bastaba que una mujer me rozara para que me pusiera loco; ¡toda la noche, amiguito, toda la noche!.” Los músculos de su rostro, párpado, nariz, labio, frente empezaron a contraerse, latir, estremecerse, convulsionarse; sus tics al mismo tiempo. “¿De vez en cuando vuelven los tics?”, pregunté. Corcundinha respondió: “Sólo cuando me distraigo.” Fui hasta la ventana pensando que la gente vive distraída. Abajo, en la calle, estaba el montón de gente frente a la tienda y me dieron ganas de correr hacia allá, pero no podía dejar la academia sola. 
Después llegaron los alumnos. Primero llegó uno que quería ponerse fuerte porque tenía espinillas en la cara y la voz delgada, después llegó otro que quería ponerse fuerte para golpear a los demás, pero ése no le pegaría a nadie, pues un día lo llamaron para una pelea y tuvo miedo; y llegaron los que gustan de mirarse en el espejo todo el tiempo y usan camisa de manga corta apretada en el brazo para parecer más fuertes; y llegaron los muchachos de pantalones Lee, cuyo objetivo es desfilar en la playa; y llegaron los que sólo vienen en verano, cerca del carnaval, y hacen una serie violenta para hinchar rápido y vestir sus disfraces de griego o cualquier otro que sirva para mostrar la musculatura; y llegaron los viejos cuyo objetivo es quemar la grasa de la barriga, lo que es muy difícil y, después de algún tiempo, imposible; y llegaron los luchadores profesionales: Príncipe Valiente, con su barba, Cabeza de Hierro, Capitán Estrella, y la banda de lucha libre: Mauro, Orando, Samuel; éstos no son buenos para el modelado, sólo quieren fuerza para ganarse mejor la vida en el ring: no se aglomeran enfrente de los espejos, no molestan pidiendo instrucciones; me gustan, me gusta entrenar con ellos en la víspera de una lucha, cuando la academia está vacía; y verlos salir de una montada, escapar de un arm-lock o bien golpear cuando consiguen un estrangulamiento perfecto; o bien conversar con ellos sobre las luchas que ganaron o perdieron. 
João volvió, y con él Waterloo con ropa nueva. João encargó al negro que arreglara las anillas, colocara las barras y pesas en los lugares correctos, “antes necesitas aprender para enseñar.” 
Ya era de noche cuando Leninha me telefoneó, preguntando a qué horas iría a casa, a su casa, y le dije que no podría ir pues iría a mi casa. Al oír esto Leninha se quedó callada: en los últimos treinta o cuarenta días yo iba todas las noches a su casa, donde ya tenía pantuflas, cepillo de dientes, pijama y una porción de ropas; me preguntó si estaba enfermo y le dije que no; y otra vez se quedó callada, y yo también, hasta parecía que queríamos ver quien caía primero; fue ella: “¿Entonces no me quieres ver hoy?.” “No es nada de eso”, dije, “hasta mañana, me llamas por teléfono, ¿está bien?” 
Fui a mi cuarto, el cuarto que alquilaba a doña María, la vieja portuguesa que tenía cataratas en el ojo y quería tratarme como si fuera su hijo. Subí las escaleras en la punta de los pies, agarrado al pasamanos con suavidad y abrí la puerta sin hacer ruido. Me acosté de inmediato en la cama, luego de quitarme los zapatos. En su cuarto la vieja oía novelas: “¡No, no, Rodolfo, te lo imploro!”, oí desde mi cuarto, “¿Jura que me perdonas? ¿Perdonarte?, cómo, si te amo más que a mí mismo… ¿En qué piensas? ¡Oh!, no me preguntes… Anda, respóndeme… a veces no sé si eres mujer o esfinge….” Desperté con los golpes en la puerta de doña María que decía “Ya le dije que no está”, y Leninha: “Usted me disculpa, pero me dijo que venía a su casa y tengo que arreglar un asunto urgente.” Me quedé quieto: no quería ver a nadie… nunca más. Nunca más. “Pero él no está.” Silencio. Debían estar frente a frente. Doña María intentando ver a Leninha en la débil luz amarilla de la sala y la catarata confundiéndola, y Leninha… (es bueno quedarse dentro del cuarto todo oscuro), “…sar más tarde?” “No ha venido, hace más de un mes que no duerme en casa, aunque paga religiosamente, es un buen muchacho.” 
Leninha se fue y la vieja estaba de nuevo en el cuarto: “Permíteme contradecirte, perdona mi osadía… pero hay un amor que una vez herido sólo encontrará sosiego en el olvido de la muerte… ¡Ana Lúcia! Sí, sí, un amor irreductible que se sostiene mucho más allá de todo y de cualquier sentimiento, un amor que para sí resume la delicia del cielo dentro del corazón…” Vieja miserable que vibraba con aquellas estupideces. ¿Miserable? Mi cabeza pesaba en la almohada, una piedra encima de mi pecho… ¿un niño? ¿Como era ser niño? Ni eso sé, sólo me acuerdo que orinaba con fuerza, hacia arriba: alto. Y también me acuerdo de las primeras películas que vi, de Carolina, pero entonces ya era grande, ¿doce?, ¿trece?, ya era hombre. Un hombre. Hombre… 
Por la mañana cuando iba al baño doña María me vio. “¿Dormiste aquí?”, me preguntó. “Sí.” “Vino a buscarte una chica, estaba muy inquieta, dijo que era urgente.” “Sé quién es, hoy hablaré con ella”, y entré al baño. Cuando salí, doña María me preguntó, “¿No vas a afeitarte?.” Volví y me afeité. “Ahora sí, tienes cara de limpieza”, dijo doña María, que no se separaba de mí. Tomé café, huevo tibio, pan con mantequilla, plátano. Doña María cuidaba de mí. Después fui a la academia. 
Cuando llegué ya estaba ahí Waterloo. “¿Cómo estás? ¿Está gustándote?”, pregunté. “Por lo pronto está bien.” “¿Dormiste aquí?” “Sí. Don João me dijo que durmiera aquí.” Y no dijimos nada más, hasta que llegó João. 
João empezó por darle instrucciones a Waterloo: “Por la mañana, brazos y piernas; en la tarde, pecho, espaldas y abdomen”; y se puso a vigilar el ejercicio del negro. A mí no me hizo caso. Me quedé mirando. “De vez en cuando bebe jugo de frutas”, decía João, tomando un vaso, “así”, João se llenó la boca de líquido, hizo un buche y tragó despacio, “¿viste cómo?”, y le dio el vaso a Waterloo, quien repitió lo que él había hecho. 
Toda la mañana João la pasó mimando al negro. Me quedé dirigiendo a los alumnos que llegaban. Acomodé las pesas que regaban por la sala. Waterloo sólo hizo su serie. Cuando llegó el almuerzo —seis marmitas—João me dijo: “Mira, no lo tomes a mal, voy a compartir la comida con Waterloo, él la necesita más que tú, no tiene dónde almorzar, está flaco y la comida sólo alcanza para dos.” En seguida se sentaron colocando las marmitas sobre la mesa de los masajes cubierta con periódicos y empezaron a comer. Con las marmitas venían siempre dos platos y cubiertos. 
Me vestí y salí a comer, pero no tenía hambre y me comí dos pasteles en un café. Cuando volví, João y Waterloo estaban estirados en las sillas de lona. João contaba la historia de lo duro que le había dado para ser campeón. 
Un alumno me preguntó cómo hacía el pulóver recto y fui a enseñarle, otro se quedó hablando conmigo del juego del Vasco y el tiempo fue pasando y llegó la hora de la serie de la tarde —cuatro horas— y Waterloo se paró cerca del leg-press y preguntó cómo funcionaba y João se acostó y le enseñó diciendo que el negro haría flexiones, que era mejor. “Pero ahora vamos al supino”, dijo, “en la tarde, pecho, espalda y abdomen, no lo olvides.” 
A las seis más o menos el negro acabó su serie. Yo no había hecho nada. Hasta aquella hora João no había hablado conmigo. Entonces me dijo: “Voy a preparar a Waterloo, nunca vi un alumno igual, es el mejor que he tenido”, y me miró, rápido y disimuladamente; no quise saber a dónde quería llegar; saber, lo sabía, me sé sus trucos, pero no mostré interés. João continuó: “¿Has visto algo igual? ¿No crees que él puede ser el campeón?” Dije: “Quizá; lo tiene casi todo, sólo le falta un poco de fuerza en la masa.” El negro, que nos oía, preguntó: “¿Masa?” Dije: “Aumentar un poco el brazo, la pierna, el hombro, el pecho… lo demás está”, iba a decir óptimo pero dije, “bien”. El negro: “¿Y fuerza?” Yo: “Fuerza es fuerza, un negocio que ya está dentro de uno.” Él: “¿Cómo sabes que no tengo?” Iba a decir que era una corazonada, y corazonada es corazonada, pero me miraba de una manera que no me gustó y por eso: “Tú no tienes.” “Creo que sí tiene”, dijo João, dentro de su esquema. “Pero el muchacho no cree en mí”, dijo el negro. 
¿Para qué llevar las cosas más allá?, pensé. Pero João preguntó: “¿Tiene más o menos la misma fuerza que tú?” 
“Menos”, dije. “Eso está por verse”, dijo el negro. João era don João, yo era el muchachote: el negro tenía que estar de mi parte, pero no estaba. Así es la vida. “¿Cómo quieres probarlo?”, pregunté irritado. “Tengo una propuesta”, dijo João, “¿qué tal unas vencidas?” “Lo que sea”, dije. “Lo que sea”, repitió el negro. 
João trazó una línea horizontal en la mesa. Colocamos los antebrazos encima de la línea de modo que mi dedo medio extendido tocara el codo de Waterloo, pues mi brazo era más corto. João dijo: “Yo y el Gomalina seremos los jueces; la mano que no es la del empuje puede quedar con la palma sobre la mesa o agarrada a ella; las muñecas no podrán curvarse en forma de gancho antes de iniciada la competencia.” Ajustamos los codos. Al centro de la mesa nuestras manos se agarraron, los dedos cubriendo solamente las falanges de los pulgares del adversario, y envolviendo el dorso de las manos, Waterloo iba más lejos pues sus dedos eran más largos y tocaban la orilla de mi mano. João examinó la posición de nuestros brazos. “Cuando diga ya, pueden empezar.” Gomalina se arrodilló a un lado de la mesa, João al otro. “Ya”, dijo João. 
Se puede empezar unas vencidas de dos maneras: atacando, arremetiendo enseguida, echando toda la fuerza al brazo inmediatamente, o bien resistiendo, aguantando la embestida del otro y esperando el momento oportuno para virar. Escogí la segunda. Waterloo dio un arranque tan fuerte que casi me liquidó; ¡puta mierda!, no me esperaba aquello; mi brazo cedió hasta la mitad del camino, qué estupidez la mía, ahora quien tenía que hacer fuerza, gastarse, era yo. Empujé desde el fondo, lo máximo que me era posible sin hacer muecas, sin apretar los dientes, sin mostrar que lo estaba dando todo, sin crear moral en el adversario. Fui empujando, empujando, mirando el rostro de Waterloo. Él fue cediendo, cediendo, hasta qué volvimos al punto de partida, y nuestros brazos se inmovilizaron. Nuestras respiraciones eran profundas, sentía el viento que salía de mi nariz pegar en mi brazo. No puedo olvidar la respiración, pensé, esta jugada será ganada por el que respire mejor. Nuestros brazos no se movían un milímetro. Me acordé de una película que vi, en la que dos camaradas, dos campeones, se quedan un largo tiempo sin tomar ventaja uno del otro, y mientras tanto uno de ellos, el que iba a ganar, el jovencito, tomaba whisky y chupaba su puro. Pero allí no era el cine, no; era una lucha a muerte, vi que mi brazo y mi hombro empezaban a ponerse rojos; un sudor fino hacía que el tórax de Waterloo brillara; su cara empezó a torcerse y sentí que venía con todo y mi brazo cedió un poco, más, ¡rayos!, más aún, y al ver que podía perder me entró desesperación, ¡rabia! ¡Apreté los dientes! El negro respiraba por la boca, sin ritmo, pero llevándome, y entonces cometió el gran error, su cara de gorila se abrió en una sonrisa y peor aun, con la provocación graznó una carcajada ronca de ganador, echó fuera aquella pizca de fuerza que faltaba para ganarme. Un relámpago cruzó por mi cabeza diciendo: ¡ahora!, y el tirón que di nadie lo aguantaría, él lo intentó, pero la potencia era mucha; su rostro se puso gris, el corazón se le salía por la lengua, su brazo se ablandó, su voluntad se acabó —y de maldad, al ver que entregaba el juego, pegué con su puño en la mesa dos veces. Se quedó agarrado a mi mano, como en una larga despedida sin palabras, su brazo vencido sin fuerzas, abandonado, caído como un perro muerto en la carretera. 
Liberé mi mano. João, Gomalina querían discutir lo que había ocurrido pero yo no los oía —aquello estaba terminado. João intentó mostrar su esquema, me llamó a un rincón. No fui. Ahora Leninha. Me vestí sin bañarme, me fui sin decir palabra, siguiendo lo que mi cuerpo mandaba, sin adiós: nadie me necesitaba, yo no necesitaba de nadie. Eso es, eso es. 
Tenía la llave del departamento de Leninha. Me acosté en el sofá de la sala, no quise quedarme en el cuarto, la colcha rosa, los espejos, el tocador, el peinador lleno de frasquitos, la muñeca sobre la cama estaban haciéndome mal. La muñeca sobre la cama: Leninha la peinaba todos los días, le cambiaba ropa —calzoncito, enagua, sostén— y hablaba con ella, “mi hijita linda, extrañaste a tu mamita?.” Me dormí en el sofá. 
Leninha me despertó con un beso en la cara. “Llegaste temprano, ¿no fuiste hoy a la academia?” “Sí”, dije sin abrir los ojos. “¿Y ayer? Te fuiste temprano a tu casa?” “Sí”, ahora con los ojos abiertos: Leninha se mordía los labios. “No juegues conmigo, querido, por favor…” “Fui, no estoy jugando.” Ella suspiraba. “Sé que fuiste a mi casa. No sé a qué hora; oí que hablabas con doña María, ella no sabía que estaba en el cuarto.” “¡Hacerme una porquería de ésas a mí!”, dijo Leninha, aliviada. “No fue ninguna porquería”, dije. “No se le hace una cosa así a… a los amigos,” “No tengo amigos, podría tener, hasta el príncipe, si quisiera.” “¿Quién?”, dijo ella dando una carcajada, sorprendida. “No soy ningún vagabundo, conozco al príncipe, al conde, para que lo sepas.” Ella rió: “¡¿Príncipe?!, ¡príncipe!, en Brasil no hay príncipe, sólo hay príncipe en Inglaterra, ¿crees que soy tonta?”, Dije: “Eres una burra, ignorante; ¿no hay príncipe en Italia? Este príncipe es italiano.” “¿Y tú ya fuiste a Italia?” Debía haberle dicho que ya había jodido con una condesa que había andado con un príncipe italiano y, carajo, cuando andas con una dama con quien anduvo también otro tipo, ¿no es una forma de conocerlo? Pero Leninha tampoco creía en la historia de la condesa, que acabó con un final triste como todas las historias verdaderas: pero eso no se lo cuento a nadie. Me quedé callado de repente y sintiendo esa cosa que me da de vez en cuando, en esas ocasiones en que los días se hacen largos, lo que empieza en la mañana cuando me despierto sintiendo una aflicción enorme y pienso que después de bañarme pasará, después de tomar el café pasará, después de hacer gimnasia pasará, después de que pase el día pasará, pero no pasa y llega la noche y estoy en las mismas, sin querer mujer o cine, y al día siguiente tampoco acaba. Ya he pasado una semana así, me dejé crecer la barba y miraba a las personas, no como se mira un automóvil, sino preguntándome, ¿quién es?, ¿quién es?, ¿quién-es-más-allá-del-nombre?, y las personas pasando frente a mí, gente como moscas en el mundo, ¿quién es? 
Leninha, al verme así, apagado como si fuera una fotografía vieja, sacudió un paño delante de mí diciendo, “mira la camisa fina que te compré; póntela, póntela para verte.” Me puse la camisa y ella dijo: “Estás hermoso, ¿vamos a bailar?” “Quiero divertirme, mi bien, trabajé demasiado todo el día.” Ella trabaja de día, sólo anda con hombres casados y la mayoría de los hombres casados sólo hacen eso de día. Llega temprano a la casa de doña Cristina y a las nueve de la mañana ya tiene clientes telefoneándole. El mayor movimiento es a la hora del almuerzo y al final de la tarde; Leninha no almuerza nunca, no tiene tiempo. 
Entonces fuimos a bailar. Creo que a ella le gusta mostrarme, pues insistió en que llevara la camisa nueva, escogió el pantalón, los zapatos y hasta quiso peinarme, pero eso era demasiado y no la dejé. Es simpática, no le molesta que las demás mujeres me vean. Pero sólo eso. Si alguna mujer viene a hablar conmigo se pone hecha una fiera. 
El lugar era oscuro, lleno de infelices. Apenas habíamos acabado de sentarnos un sujeto pasó cerca de nuestra mesa y dijo: “¿Cómo te va, Tania?.” Leninha respondió: “Bien, gracias, ¿cómo está usted?.” Él también estaba bien gracias. Me miró, hizo un movimiento con la cabeza como si estuviera saludándome y se fue a su mesa. “¿Tania?”, pregunté. “Mi nombre de batalla”, respondió Leninha. “¿Pero tu nombre de batalla no es Betty?”, pregunté. “Sí, pero él me conoció en la casa de doña Viviane, y allá mi nombre de batalla es Tania.” 
En ese momento el tipo volvió. Un viejo, medio calvo, bien vestido, enjuto para su edad. Sacó a Leninha a bailar. Le dije: “Ella no va a bailar, amigo.” Él quizá se ruborizó, en la oscuridad, dijo: “Yo pensé….” Ya no pelé al idiota, estaba ahí, de pie, pero no existía. Dije a Leninha: “Estos tipos se la viven pensando, el mundo está lleno de pensadores.” El sujeto desapareció. 
“Qué cosa tan horrible hiciste”, dijo Leninha, “él es un cliente antiguo, abogado, un hombre distinguido, y tú le haces eso. Fuiste muy grosero.” “Grosero fue él, ¿no vio que estabas acompañada, por un amigo, cliente, enamorado, hermano, quien fuera? Debí haberle dado una patada en el culo. ¿Y qué historia es ésa de Tania, doña Viviane?” “Es una casa antigua que frecuenté.” “¿Casa antigua? ¿Qué casa antigua?” “Fue poco después de que me perdí, mi bien… al principio…” 
Es para amargarse. 
“Vámonos”, dije. “¿Ahora?” “Ahora.”: 
Leninha salió molesta, pero sin valor para mostrarlo. “Vamos a tomar un taxi”, dijo. “¿Por qué?”, pregunté, “no soy rico para andar en taxi.” Esperé a que dijera “el dinero es mío”, pero no lo dijo; insistí: “Estás muy buena para andar en ómnibus, ¿verdad?”; ella siguió callada; no desistí: “Eres una mujer fina”; —”con clase”—; “de categoría”, Entonces habló, calmada, la voz clara, como si nada ocurriera: “Vámonos en ómnibus.” 
Nos fuimos en ómnibus a su casa. 
“¿Qué quieres oír?”, preguntó Leninha. “Nada”, respondí. Me desnudé, mientras Leninha iba al baño. Con los pies en el borde de la cama y las manos en el piso hice cincuenta lagartijas. Leninha volvió desnuda del baño. Quedamos los dos desnudos, parados dentro del cuarto, como si fuéramos estatuas. 
Como principio, ese principio estaba bien: quedamos desnudos y fingíamos, sabiendo que fingíamos, que teníamos ganas. Ella hacía cosas sencillas, arreglaba la cama, se sujetaba los cabellos mostrando en todos sus ángulos el cuerpo firme y saludable —los pies y los senos, el trasero y las rodillas, el vientre y el cuello. Yo hacía unas flexiones, después un poco de tensión de Charles Atlas, como quien no quiere la cosa, pero mostrando el animal perfecto que yo también era, y sintiendo, como debía sentirlo ella, un placer enorme al saber que estaba siendo observado con deseo, hasta que ella miraba abiertamente hacia el lugar preciso y decía con una voz honda y crispada, como si estuviera sintiendo el miedo de quien va a tirarse al abismo, “mi bien”, y entonces la representación terminaba y nos íbamos uno hacia el otro como dos niños que aprenden a andar, y nos fundíamos y hacíamos locuras, y no sabíamos de qué garganta salían los gritos, e implorábamos uno al otro que se detuviera, pero no nos deteníamos, y redoblábamos nuestra furia, como si quisiéramos morir en aquel momento de fuerza, y subíamos y explotábamos, girando como ruedas rojas y amarillas de fuego que salían de nuestros ojos y de nuestros vientres y de nuestros músculos y de nuestros líquidos y de nuestros espíritus y de nuestro dolor pulverizado. Después la paz: oíamos alternativamente el latido fuerte de nuestros corazones sin sobresalto; yo apoyaba mi oreja en su seno y enseguida ella, entre los labios exhaustos, soplaba suavemente en mi pecho, aplacándolo; y sobre nosotros descendía un vacío que era como si hubiéramos perdido la memoria. 
Pero aquel día nos quedamos parados como si fuéramos dos estatuas. Entonces me envolví en el primer paño que encontré, ella hizo lo mismo y se sentó en la cama y dijo “sabía que iba a ocurrir”, y fue eso, y por lo tanto ella, a quien yo consideraba una idiota, quien me hizo entender lo que había ocurrido. Vi entonces que las mujeres tienen dentro de sí algo que les permite entender lo que no se ha dicho. “Mi bien, ¿qué fue lo que hice?”, preguntó, y me entró una pena loca por ella; tanta pena que me eché a su lado, le arranqué la ropa que la envolvía, besé sus senos, me excité pensando en el pasado, y empecé a amarla, como un obrero hace su trabajo, inventé gemidos, la apreté con fuerza calculada. Su rostro empezó a quedar húmedo, primero en torno a sus ojos, luego toda la cara. Dijo: “¿Qué va a ser de mí sin ti?”, y con la voz salían también sollozos. 
Agarré mi ropa, mientras ella permanecía en la cama, con un brazo sobre los ojos. “¿Qué horas son?”, preguntó. Dije: “Tres y quince.” “Tres y quince… quiero grabarme la última vez que te estoy viendo…”, dijo Leninha. De nada servía que dijera algo y por eso salí, cerrando la puerta de la calle con cuidado. 
Estuve caminando por las calles vacías y cuando el día rayó estaba en la puerta de la tienda de discos loco porque abrieran. Primero llegó un sujeto que abrió la puerta de acero, luego otro que lavó la acera y otros, que arreglaron la tienda, pusieron afuera las bocinas, hasta que finalmente pusieron el primer disco y con la música ellos empezaron a salir de sus cuevas, y se apostaron allí conmigo, más quietos que en una iglesia. Exacto: como en una iglesia, y me dieron ganas de rezar, y de tener amigos, un padre vivo, y un automóvil. Y recé por dentro, imaginando cosas, si tuviera padre lo besaría en el rostro, y en la mano, tomando su bendición, y sería su amigo y ambos seríamos personas diferentes.





Rubem Fonseca
El collar del perro, 1965



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