martes, 4 de agosto de 2015

Rubem Fonseca / El caso de F. A.


Rubem Fonseca

EL CASO 

DE F. A.


“La ciudad no es lo que se ve desde el Pan de Azúcar. ¿En la casa de Gisele?”.
“Sí”, respondió F. A.
“Esa francesa es mezquina y ruin. Es también una arribista de mierda. Dicen.”
“Pago cualquier cantidad”, dijo F. A.
“Hum”, respondí.
“Dices que el dinero lo compra todo. Pago lo que sea necesario”, dijo F. A.
“Sí. Continúa.”
“Quien me recibió fue el... pederasta, Gisele no estaba. Fui corriendo al cuarto, mientras él decía, ‘es algo especial, le va a gustar, es nueva en el oficio’. Tenía miedo de que alguien me reconociera, había en la sala algunas personas, dos hombres, una mujer. Cuando entré al cuarto, ella se recargó en la pared con una de las manos en la garganta. Aterrorizada, ¿entiendes?
“Sí. ¿Y después?”
“Dije: ‘No tengas miedo, sólo quiero conversar contigo’. Continuó amedrentada, con los ojos muy abiertos, sin decir una palabra. Tomé su mano con suavidad, la senté a mi lado en la cama. Estaba rígida de pavor, respiraba mal.”
F. A. se pasó la mano encima de los ojos.
“Tengo prisa”, dije.
“Permanecimos dentro del cuarto dos horas. No la toqué. Hablé, hablé, hablé, le dije que también sentía horror por aquello. Aún lo siento, no soporto los encuentros mecánicos con esas infelices, sin amor, sin sorpresa.Al final empezó a llorar. Sólo habló una vez, para decir que desde que había salido de su casa yo era la primera persona que la había tratado como un ser humano. Yo tenía reunión con el Consejo y no podía quedarme más tiempo. Pagué y salí.”
“¿A quién le pagaste?”
“A Gisele. Ya había llegado y estaba en la sala.”
“¿Gisele dijo alguna cosa?”
“Creo que sí. Preguntó si me había gustado, alguna cosa así. Le dije que tenía prisa. Pagué el doble.”
“¿Por qué?”
“No sé. Creo que quise impresionar a Gisele. No, impresionar a la chica.”
“La chica no va a saber nada. Debiste darle el dinero a ella.”
“Me dio vergüenza.”
“Ya le has dado a otras. ¿El maricón estaba en la sala de espera?”
“No. Sólo Gisele.”
“¿Alguien te telefoneó, después?”
“No.”
“¿Hablaste tú con alguien?”
“Ah... sí. Pedí que me comunicaran con la chica. Gisele me dijo que no me podía atender, que fuera hasta allá.”
F. A me agarró por el brazo: “La chica está en una prisión. Quiero sacarla de ahí antes de que se corrompa. Es preciso que me ayudes.”
“¿Has vuelto ahí?”
“No...”
“¿Sólo viste a la chica una vez y quedaste tarado por ella?”
“Bueno... la vi más de una vez...”
“Cuéntame toda la mierda de una vez, carajo.”
“Volví ahí cuatro veces...”
F. A. se calló.
“Desembucha pronto, tengo prisa.”
La muchacha huyó de casa, luego de hacerse un aborto. El padre le dio una zurra. Una pariente del novio le consiguió la dirección de Gisele. Gisele la obliga a prostituirse, amenazándola con el juez de menores.”
“Parece una novela titulada: La esclava blanca de la avenida Rio Ídem”, dije.
“¿Te parece gracioso?”, preguntó F. A. ofendido.
“¿Me estoy riendo? Continúa.”
“No fui a la cama con ella ni una vez. Ayer le avisé que la sacaría de ahí. Tembló y me dijo que tuviera cuidado.”
“¿Cuidado? ¿De un maricón y una puta francesa?”
“Ya sabes que no puedo exponerme, un escándalo como éste me arruinaría. Pero no son sólo dos. Ahora anda por ahí un grandulón de bigotes. Se queda leyendo historietas en la sala; cuando paso me mira con desprecio.”
“¿Ese tipo te ha dicho alguna cosa?”
“No. Pero tengo la impresión de que en cualquier momento me va a escupir o me golpeará la cara... Es difícil pasar por aquella sala de espera. No sé qué será peor, el gorila o los... clientes...”
“Creo que no necesito saber nada más. Espera noticias mías. Ve a tu casa. Déjame la llave de aquí.”
“¿La llave de aquí?”
“Ya no estás usando esto, ¿o sí? ¿Cómo pudiste traer a la muchacha aquí sin la llave?”
“¿Cómo le vas a hacer?”
“No sé.”
“¿No sabes?”
“No sé.”
“Pero tienes un plan, ¿o no?”
“No tengo ningún jodido plan.”
“¿Pero cómo?... dime... de qué manera...”
Yo tenía prisa, no tenía paciencia: “Vete a casa, cerca de tu mujer, de tus hijos, cerca de tus colegas consejeros, a ver si ya no me fastidias, yo me encargo del problema.”
F. A. se pasó la mano por los ojos, hizo una cara de aflicción.
“Anda, la llave”, dije.
“¿Necesitas el dinero?”, preguntó F. A., mientras me daba la llave.
“Por lo pronto no.”
“¿Cuándo traerás a la chica?”
“No sé.”
“Quiero llevarla conmigo a París, el mes que viene. Voy en misión del Gobierno. Una oportunidad óptima.”
“Apuesto que ya lo comentaste con ella.”
F. A. se perturbó. El puto había hablado. El huevo en el culo de la gallina.
“Vámonos”, le dije.
Bajamos.
“Cuidado con mi chofer. No confió en él. Mi mujer lo contrató”, dijo F. A.
“Me dejas en la Gustavo Sampaio”, dije.
Viajamos en silencio. Varias veces F. A. me miró ansioso. Cuando salí me apretó la mano con fuerza, “comunícate, quiero noticias”, dijo.
Ziza, la criada de Marina, me abrió la puerta.
“¿Está doña Marina?”, pregunté.
“No señor.”
“Voy a esperarla”, dije.
“Sí señor.”
Fui a la recámara, encendí el tocadiscos, me quité los zapatos, me acosté en la cama, marqué en el teléfono.
“¿Está Gisele?”
“¿Quién quiere hablar con ella?”
“Paulo Mendes.”
“Un momento.”
“Aló”, un fuerte acento francés.
“Habla Paulo Mendes.”
“Perdón, pero no sé de quién se trata.”
“Soy amigo de Orlandino.”
“Ah, oui, ¿cómo está Orrlandim?”
“Bien. Manda un abrazo para... usted.”
“Muchas grracias.”
“Necesito de su ayuda.”
“Oui...”
“Quiero una chica nueva, sin mucha experiencia...”.
“Aquí hay muchas chicas... ¿Viene usted o quierre que se la mande a su deparrtamento?”.
“Prefiero ir allá. ¿Tiene usted una muchacha de este tipo?”.
“Creo que tengo lo que usted quierre. ¿Tiene usted la dirrección?”
“Sí, Orlandino me la dio. Estaré ahí más o menos dentro de media hora.”
Me puse los zapatos. Ziza llegó con un cafecito.
“Dile a doña Marina que vuelvo más tarde, dentro de unas tres horas.” Me bebí el café.
Tomé un taxi.
El prostíbulo de Gisele estaba en el séptimo piso. Una puerta de madera labrada. Toqué el timbre. Una criada abrió la puerta.
“¿Doña Gisele?”, pregunté.
“Tenga la bondad de entrar”, dijo la criada. Una sala de espera alfombrada, cortinas, cuadros. Todo caro y de mal gusto.
Gisele tenía un gesto de gordinflona a la mitad de un régimen alimenticio. Pero no estaba como para echarle los perros.
“¿El señorr Paulo Mendes?”
“Si.”
“¿Quiere acompañarme?”
Pasamos a otra sala. Ni señal del grandulón. Pasamos por una cocina, sin estufa y sin muebles. Salimos del departamento, por el fondo. Estábamos en el patio de servicio.
“Debemos tener cuidado. La policía brrrasileña es muy voluble”, dijo Gisele, tocando el timbre de la puerta de los fondos de otro departamento. En medio de la puerta, un ojo mágico.
Se abrió la puerta. Al contrario de lo que esperaba, no entramos a una cocina. Una sala de espera, con las mismas alfombras rojas los mismos cuadros y el grandulón leyendo historietas. Me miró rápidamente, lo suficiente para grabarse mi cara, y volvió a la revista.
Fuimos a otra sala. Cuatro muchachas.
“Neuza”, llamó Gisele.
“Buenas noches”, dijo Neuza.
De Bahía. No era lo que yo buscaba.
“¿Eres bahiana?”, pregunté.
“De Salvador. ¿Cómo lo descubriste?”
“Música.”
“Ella es exactamente lo que usted busca”, dijo Gisele.
“¿Me permites?”, dije a la bahiana.
Llevé a Gisele a una esquina.
“No me gustan mucho las del norte.” Tenía que arriesgarme: “¿No tienes ninguna de Minas? Adoro a las mineiras.”
“¿Mineirra?”, preguntó Gisele con una sonrisa forzada.
“Mineira... goiana... del centro, sí.”
“De Minas no tenemos.”
“Está bien, qué se le va a hacer. Voy entonces con la bahiana.”
“Tengo una de Espírritu Santo.”
“¿Cuál?”, pregunté.
“Aquélla de anteojos.”
Lentes claros, ojos fríos, depravados. Ya que tenía que montar a alguien, que fuera ella.
“Con ella, entonces”, dije.
“No es inexperta”, dijo Gisele, con la misma sonrisa sospechosa.
“¿Con esa apariencia de colegiala?”
“Magda”, llamó Gisele. La bahiana me miraba aún intentando disputar la pareja.
“¿Cómo estás, Magda?”
“Voy a dejarrlos solos. El verrde”, dijo Gisele, desapareciendo enseguida.
El cuarto tenía cortina verde, alfombra verde, colcha verde, bata verde, toalla verde.
Estuve en el cuarto media hora, el tiempo suficiente para no despertar sospechas en Gisele. Pero estuvo bien. Olvidé a F. A. durante todo ese tiempo.
“Estoy loco por la minera”, le dije a Magda, después.
“Aquí nadie es de Minas.”
“Carajo, qué mala suerte. ¿Sólo son ustedes cuatro?”, pregunté.
“¿Te gusta variar, verdad?”
“Sí.”
“Todos los hombres son iguales.”
“Es cierto, eres una chica inteligente.”
“Sí. Aunque no entiendo qué hace un hombre guapo como tú viniendo aquí.”
“¿Sólo vienen hombres feos?”
“No. Pero cuando un hombre fino como tú viene aquí es por alguna cosa diferente. Y tú no quisiste nada diferente.”
“No hicimos precisamente papá-y-mamá”, le dije.
“Quiero decir cosas aun peores de las que hicimos...”
“Un día volveré con más tiempo.”
“Podemos encontrarnos fuera de aquí. Tengo un departamento en Copacabana...”
“Ah, ¿no vives con Gisele?”
“No.”
“Algunas de las muchachas sí viven con ella?”
“Sólo tres.”
“¿Aquellas tres que se quedaron en la sala?”
“No, una de ellas, la bahiana.”
“Espera, estás confundiéndome. ¿Finalmente, cuántas son?”
“Somos seis. Las otras dos no las viste, porque una salió a hacer las compras y la otra nunca se aparece.”
Puta mierda, ¡cuánto tardó el rayo de mujer en dar el servicio!
“¿Por qué no se aparece nunca?”
“No sé. Gisele crea un misterio de locos. Pero estoy aquí desde hace muy poco tiempo. Llegué de Espíritu Santo hace unos veinte días.”
“¿Es mineira, la chica que no se aparece?”
“En serio tienes la manía, ¿verdad?”
“Sí. ¿Es mineira?”
“Creo que no. Sólo la he visto una vez, el día que llegué, pero me pareció que hablaba como carioca. No sé.”
“¿Cómo es ella?”
“Es muy alta. Fuma mucho. Es bonita. Es nerviosa, vive royéndose las uñas.”
“¿Cómo se llama?”
“Miriam. Pero no sé si es su nombre verdadero.”
“¿Y el tuyo verdadero?”
“Eloína. ¿Te gusta?”
“Sí.”
“A mí no. ¿Dónde vas a pasar el Carnaval?”
“No sé. Yo me divierto todo el año, cuando llega el Carnaval tomo unas vacaciones. Aunque a veces alguna dama deshace mis planes. Tengo que irme. ¿Te pago a ti o a Gisele?”
“Cómo quieras, querido. Me telefoneas, ¿sí?, haremos una cita caliente.”
Prometí que le telefonearía.
Gisele en la sala de espera conversaba con el grandulón y el marica. Se callaron cuando aparecí.
Le pagué a Gisele.
“¿Le agrradó la chica?”, preguntó Gisele.
“Mucho”, respondí.
“Cuando yo no esté, puede hablar con mi socio, Celio.”
Celio me tendió la mano. Era una mano suave, como trasero de bebé. Estaba maquillado como las putas de la casa. Tenía una mirada febril. Sus caninos largos parecían de lobo.
“Mucho gusto”, dijo Celio lamiéndose los labios.
Salí, tomé un taxi, rumbo a la casa de Marina.
Ziza me abrió la puerta. “Ya llegó doña Marina”, dijo Ziza.
Marina estaba acostada, viendo la telenovela en la televisión portátil.
“¿Dijiste a Ziza lo que vas a querer para comer?”
“Primero voy a telefonear”, respondí.
Llamé a F. A.
“¿Ella es alta?”
“Mucho.”
“¿Fuma mucho?”
“No.”
“¿No?”
“No, en todos los grados.”
“¿No puedes hablar?”
“Exactamente”, respondió F. A. con alivio.
“OK. No fuma, nunca, ¿es así?”
“Exactamente.”
“¿Se come las uñas?”
“No, no.”
“¡Carajo!”, exclamé.
“A veces...”, dijo F. A.
“¿A veces qué? ¿A veces se las come?”, pregunté.
“Definitivamente no. Las extremidades son largas, enteras, cuidadas.
Es un comportamiento parecido, ése que ocurre a veces.”
“La mano en la boca, ¿algo así?”, pregunté.
“Parecido.”
“¿Se chupa el dedo?”, pregunté.
“¡Sí, sí!”, exclamó F. A.
“Calma.”
“¿Tienes alguna... información positiva?, preguntó F. A.
“No. Te hablo mañana, a tu oficina. Te telefoneo.”
“Espera... tú —”.
Colgué.
“Tengo que salir, cariño”, dije a Marina.
“¿Qué?”
“Tengo muchas cosas que hacer.”
Marina apagó la televisión y se levantó.
“Pensé que ibas a cenar conmigo, y que luego iríamos al cine y después... Ya hace una semana... No soy de hierro...”
“Vengo mañana, ninfomaníaca”, dije, dándole una suave palmada en el trasero.
“¿Ninfomaníaca? ¿Una semana entera? Creo que tienes otra mujer.
Además de la tuya.”
“Otras”, dije y salí. Ziza venía con el café, pero no me detuve a tomarlo. Una discusión con una mujer, si dura, se complica y no termina. Con los hombres también se complica, pero termina pronto.
Tomé un taxi con rumbo a la casa de Mariazinha.
Hipótesis imaginadas dentro del taxi. 1) Eloína había dicho la verdad y Miriam no era mineira, se mordía las uñas, fumaba y, por lo tanto, no era la chica de F. A. 2) Eloína estaba mintiendo y Miriam era de Minas, no se mordía las uñas y no fumaba y, por lo tanto, era la chica de F. A.
¿Eloína había dicho la verdad o había mentido?, pensaba dentro del taxi. No parecía estar mintiendo. Podría ser mala observadora, finalmente sólo había visto a Miriam una vez, veinte días atrás; aunque normalmente el mal observador no ve y sí deja de ver cosas. Eloína había visto a Miriam fumando, mordiéndose las uñas. F. A. había visto a la chica chupándose el dedo. Chupándoselo, ¿cómo? Necesitaba conversar con F. A. para saber de qué manera ella se chupaba el dedo. Podía estar usando uñas postizas y seguía con el hábito de llevarse los dedos a la boca sin morderse las uñas; además podía haber dejado de fumar después de que Eloína la había visto.
El taxi llegó a la casa de Mariazinha.
“No voy a poder quedarme mucho tiempo”, dije a Mariazinha, “tengo que ir a casa temprano. Mi mujer empieza a desconfiar.”
“¿De veras?”, dijo Mariazinha asustada.
“No sé cómo fue que empezó a desconfiar”, respondí.
“¿Qué vamos a hacer?”
“No sé, mi bien.”
Marqué el teléfono.
“¿Está Raúl?”
“No está. No debe tardar.”
Dejé el recado.
“Pensé que cenarías conmigo hoy”, dijo Mariazinha.
“Y que después iríamos al cine, ¿no?”, continué.
“Es...”
“Querida, con la vida de perro que estoy llevando...”
“Trabajas mucho...”
“Lo que puedo hacer...”
“¿Cuándo voy a verte? Ya viene el Carnaval y...”
“Yo te llamo mañana. Lo juro.”
“¿Puedo ir a Le Bateau hoy? Con una amiga y su novio...”
“Puedes, querida, confío en ti.”
Tomé un taxi. Hipótesis: Eloína había dicho la verdad, o lo que ella pensaba que era la verdad. Premisa aceptada. Nueva conclusión: a pesar de eso, Miriam era la muchacha de F. A. La muchacha de F. A. no se llamaba Miriam, se llamaba Elizabeth. Pero una puta no usa su nombre verdadero. Miriam-Elizabeth, por lo tanto, era la misma persona que se mordía las uñas y fumaba desaforadamente frente a Eloína, el día 2 de enero, y que, el día 5 de enero, se chupaba el dedo con las uñas largas frente a F. A. Uñas postizas colocadas tal vez por la zwigmigdal Gisele-Celio.
Llegué a casa, Celeste me abrió la puerta y salió corriendo para ponerse la dentadura. Volvió conunos dientes enormes diciendo: “Le hice un pollito”. Tomé un baño y fui directo a la mesa. Celeste me había preparado un pollo con farofa, filete con champiñones, ensalada de espárragos frescos. Le pedí que abriera una botella de Grao Vasco, la cual terminé comiendo queso de la Sierra de la Estrella con pan.
“Telefonearon hoy nuevamente preguntando por su esposa”, dijo Celeste. Le parecía gracioso que fingiera que soy casado.
“¿Tú contestaste?”
“No señor, no tenía los dientes. Nadie creería que una mujer sin dientes es su esposa.”
“¿Por qué no te pusiste los dientes?”
“Todavía no hablo bien con estos dientes”, dijo Celeste. Y era verdad.
“Si telefonean de nuevo mañana, dices que eres mi esposa. Si fuera igual que aquella vez que una muchacha llamó diciendo habla la amante de tu marido, cuelgas diciendo que no te gusta la maledicencia.”
“¿Puedo decir groserías en lugar de eso?”
“Sí. Cuento contigo.”
“Confíe en mí, doctor. Esas mujeres son unas verdaderas plagas tras de usted, Dios me libre.”
Sonó el teléfono. Era Raúl.
“Raúl, ¿conoces a una francesa llamada Gisele? Tiene un socio marica que se llama Celio.”
“Sí.”
“Cuéntame.”
“Fue amante de un senador, apenas había llegado de Francia, era una muchachita. Se estableció enfrente del Senado, en el mismo lugar en que está hasta hoy, creo que en otro piso. El Senado se fue a Brasilia, el senador murió —¿quieres saber cómo se llamaba?”
“Por ahora no.”
“Poco después de la muerte del senador ella empezó a citar clientes, luego regenteó a sus muchachas como toda francesa que se precia de serlo, hoy hace el juego doble: tiene sus citas y regentea.”
“¿Protección?”
“¿Protección?”
“Carajo, Raúl, tú sabes de qué estoy hablando.”
“Lo común. El viejo esquema. Una vez fue procesada, hace cuatro años, más o menos.”
“¿Quién es su abogado?”
“Antunes, un manco. ¿Lo conoces?”
“Sí. Fue mi colega en la facultad.”
“Es un tipo vivo como el carajo.”
“Lo sé. Vivo y loco. ¿Y Celio, el marica socio de Gisele?”
“Tiene un salón de belleza. Usa el salón para seducir muchachas. Hace tiempo que queremos agarrar al puto, pero está difícil. Estuvo preso una vez, pero Antunes lo defendió y lo sacó.”
“¿Y un grandulón de bigote que tienen allá? ¿Sabes quién es?”
“No tengo la menor idea.”
“Creo que está ahí desde hace poco tiempo. Ok, Raúl, cualquier día de estos paso por la delegación para darte un abrazo.”
Preparé el despertador para las once, me acosté, el despertador sonó, me levanté. Me quité la pijama, bajé por el ascensor de servicio, cogí el carro.
El Noches de Hawai estaba repleto. Mujer en bata.
“Hola, guapo”, dijo una mujer buenísima.
“Hola”, respondí.
Dimos una vuelta abrazados por el salón. Su bata estaba completamente abierta por enfrente, no estaba sujeta en la cintura, sino que estaba amarrada en el trasero, genial. El trasero.
“Déjame subir a tus espaldas”, me pidió.
Fingí que no la había oído.
“Déjame”, insistió.
“Busca a otro”, respondí, “no tengo ganas de hacerla de caballo. Si quieres trepar a mis espaldas vámonos a otro lugar.”
“¿A dónde? ¿Al Bola?”, dijo actuando como bestia.
“A mi casa.”
“¿Y tu mujercita?”, dijo señalando la alianza en mi dedo.
“Fue a Pindamonhangaba a visitar a su madre.”
“Sólo si nos vamos cuando acabe el baile. Ahora quiero saltar.”
“Entonces salta. Si al final del baile seguimos con la misma idea nos vamos, OK?”
Una mezcla desgraciada en el baile. Todos revueltos, putas, madres de familia, doncellas, artistas, estudiantes, ratitas de la playa, hijas de mamá, vendedoras, vedetes, señoras elegantes,  manicuristas. Pero lo que más había era putas. Y un montón de viejos barrigones y jovencitos musculosos. En las espaldas de uno de ellos pasó una mujer con unas nalgas geniales, la cabeza de él entre las piernas de ella. Él saltaba, sudaba y le tomaban fotos, la mujer era infernal.
Uno de los clientes me dio un abrazo.
“Si no fuera por usted no sé cómo iba a pasar el Carnaval. Usted, usted, usted, no, mi hermano. ¿Quiere aspirar un poco de polvo?”
Puso un frasquito en mi mano. Lo dejé hablando solo, fui al baño y aspiré una vez. Después otra, hasta que un frío helado descendió por dentro de mí y golpeó en mis talones. El ruido de la orquesta y de las voces que cantaban aumentó, como si todos, músicos y mujerío, estuvieran ahí dentro conmigo. Cuando volví, el salón parecía más lleno.
En medio del salón empezó el mayor pleito. Estaba cansado de ver peleas. Salí y fui a la piscina. En la piscina la diversión era arrojar mujeres al agua. Arrojé una mujer y volví al salón. Nuevamente me encontré con el cliente. “¿Quiere otro?”, preguntó. “Nos vamos a una fiesta de más acción en el Joá. Aquí está muy aburrido. ¿Quiere venir?”
“Depende de las mujeres.”
El cliente me llevó a su mesa. Una criolla, negra mulata, linda; había cuatro mujeres más, blancas y también bonitas, pero yo sólo veía a la negra.
“Voy. Pero quiero a la negra”, dije.
El cliente conversó con un tipo de la mesa. Eran tres barbones en la mesa. No oía lo que decían, pero era una discusión sesuda. Palabrotas por acá y por allá. La negra se lo merecía. Le sonreí. Ella nada, pero me miró por un tiempo.
“No se puede. Rodolfo dice que nadie se queda con su chica.”
“Que se vaya a la puta que lo parió. Ya no puede ni levantarse de la silla, ¿va a desperdiciar el material?”, dije.
Agarré a la negra y salí. Nadie me siguió. Rodolfo tardaría algunas horas en salir de aquella mesa.
“¿A dónde me llevas?”, preguntó la negra.
“A mi casa. Necesito telefonear.”
Hice bastante ruido cuando llegué, hablé alto, para que Celeste no se apareciera.
Fuimos al cuarto. La chica se acostó en la cama y encendió la televisión.
“Mira nuestro baile”, dijo.
“Estoy enamorado de ti. Pero primero voy a hablar por teléfono.”
“¿Amor a primera vista?”
“Así es. ¿Aló? ¿Está doña Gisele?”
“¿Quién la busca?”
“Paulo Mendes.”
“Un momento.”
“¿Te llamas Paulo Mendes?”
“Puedes llamarme Paulinho. Aló, ¿Gisele? Paulo Mendes.”
“Yo me llamo Sandra.”
“Paulo Mendes... ¡Ah!, usted estuvo aquí hoy en la tarrde...”
“Exactamente. Así es.”
“¿Qué desea?”
“Quisiera una chica... pero no quiero del tipo de mujeres gastadas que tenía ahí hoy.”
“¿Cómo entonces?”
“Algo más... puro... ese tipo de chicas que lloran cuando van a la cama con uno... ya sabe, ¿no?”
“¿Me estás corriendo?”, dijo Sandra.
“Orlandim dice que no lo conoce a usted”, dijo Gisele.
“¿Cómo?”
“Dice que no sabe quién es usted.”
“Orlandino está loco. ¿Qué le ocurrió en la cabeza?”
“Dice que no lo conoce.”
“¿Qué quiere usted que yo haga?”, pregunté.
“Nada”, respondió Gisele.
“Iré a verlo, el muy idiota. Pero Gisele... ¿y la chica de la que le hablé?”
“No crreo que tenga ese tipo de perrsona aquí. Quizá si usted buscarra en otro lugar.”
“Qué pena. Paso por ahí mañana.”
“Perro no tengo ese tipo de chica.”
“Hasta mañana, Gisele. Buenas noches”, terminé jovial, aunque la francesa se había quedado fría. ¿Desconfiada?
“Yo no voy a llorar en la cama”, dijo Sandra.
“¿Llorar? Vamos a reír, cariño, quítate esa bata.”
Y de veras reímos, reímos hasta ya no aguantar, la negra era fuego.
A las cinco de la mañana Sandra dijo:
“Llévame a casa antes de que amanezca. No quiero desfilar en el barrio de Fátima en bata bajo el sol.”
Dejé a Sandra en su casa.
Volví. Puse el despertador para las ocho. Antes de dormir me quedé pensando unos diez minutos en la negra. Una cosa bonita, Sandra riendo, acostada en la cama, los ojos grandes, ni una caries.
A las ocho:
“¿Está el doctor?”, pregunté.
“Está durmiendo. ¿Quién quiere hablar con él?”
“El general Souto.”
“Aún no despierta, general.”
“Cuando despierte dígale que se comunique conmigo.”
El puto estaba durmiendo. Mi padre era inmigrante. Su padre era ministro. En la época en que yo fregaba pisos y lavaba ventanas y vendía medias, desde las siete de la mañana hasta las siete de la noche, y corría a la escuela, sin comer, en donde estaba hasta las once, el puto ganaba medallitas en el colegio de curas y pasaba las vacaciones en Europa.
Sonó el teléfono.
“¿Usted es el general Souto?”
“Sí.”
“De inmediato me di cuenta. El general Souto que yo conocí murió hace cuatro años. ¿Alguna novedad?”
“¿Cuál es el nombre de la chica?” (Yo quería una confirmación.)
“Elizabeth.”
“Existe una Miriam. El día dos de enero ella fumaba y se mordía las uñas. El día cinco había dejado de fumar y morderse las uñas, en vez de eso se chupaba el dedo. Miriam es Elizabeth.”
“¿Viste a esa Miriam?”
“No.”
“¿Estás sobrio?”
“Acabo de joder con la mejor negra.”
“Hablo en serio.”
“Yo también.”
“Si crees que esa Miriam es Elizabeth, por qué no la traes y me la muestras? De inmediato te diré si es o no es.”
“Gisele está desconfiando.”
“¿De qué?”
“De mí.”
“¡Dios mío!...”
“No hagas drama. Dios no existe. Y si existiera no haría un carajo por ti.”
“¿Qué vas a hacer?”
“No sé.”
“Te gusta martirizarme...”
“¡Te va a joder!...”
“¿Para qué toda esta pornografía?”
“¡Digo, va a tener relaciones sexuales con su señoría!”
“¡Quiero a esa chica!”
“Vas a tener a la chica. Calma.”
“Calma, calma, sólo sabes decir calma.”
“Calma”, dije y colgué.
El teléfono sonó, sonó. Fui al baño, tomé una ducha fría.
Llamé a Arístides, soplón profesional.
“Aló”, dijo después de que el teléfono sonó unas veinte veces.
“Arístides, soy yo.”
“¿Quién?”, voz llena de sueño.
“El doctor Mandrake.”
“Ah, doctor, ¿cómo le va?”
“Bien. Quiero una información.”
“Lo que usted diga.”
“Gisele y Celio.”
“Ella es francesa. Es una puta loca.”
“Lo sé. ¿Y un tipo con bigotes que tiene ahí?”
“Pilón. Su nombre es Pilón. Unos dicen que a causa de un golpe, otros que es por el palo del tipo. La francesa está loca por él. Por lo tanto...”
“Es a causa de su palo. ¿Qué más?”
“Fue tira. Expulsado. Anduvo matando mendigos. ¿Recuerda?”
“Sí.” ¿Se estaría burlando de mí Raúl?
“Fue lo único bueno que hizo en la vida. Fuera de eso sólo hizo maldades. Nunca le des la espalda.”
“OK. ¿Y una puta de nombre Elizabeth o Miriam que tienen ahí? ¿La conoces?”
“Doctor, existen doscientas mil putas llamadas Elizabeth o Miriam en Rio.”
“OK. Gracias. ¿Todo bien contigo?”
“Excelente. Ojo con el maricón, es fuego. ¿Recuerda a Madame Satán?”
“Algo he oído. No soy tan viejo.”
“Yo también sólo oí hablar de ella. Los más viejos dicen que Celio es peor que Madame Satán. Le rompió la cara a seis muchachas en el baile de San José, el año pasado. Disfrazado de Ave del Paraíso, lleno de plumas.”
“OK... Un maricón insólito. Un abrazo. Chau.”
Colgué. Conecté mi tocadiscos estereofónico, encendí un puro, me acosté en el sofá.
Apareció Celeste.
“¿Quiere usted tomar café?”
“Alfamagrifos.”
“¿Cómo dice?”
“Di: alfamagrifos.”
“Mi dentadura es nueva.”
“Hambre de fiambre sin lumbre.”
“Eso está aun peor.”
“Quiero una naranjada y un pedazo de queso. ¿Tenemos queso?”
“Claro, doctor.”
“Entonces, manos a la obra.”
Marqué un teléfono.
“¿Gilda?”
“¡Querido! ¿Estás aquí?”
“Sí. De paso.”
“¿De paso?”
“Voy hacia el Paraná.”
“¿Podré verte?”
“Está difícil...”
“Ay, cariño, ya viene el Carnaval...”
“Ya me dijeron...”
“No me atormentes. ¡Estoy loca por verte!”
“Yo también.”
“¿Lo juras?”
“Sí.”
“¿Por lo más sagrado?”
“Por lo más sagrado.”
“¿Que se muera tu madre?”
“Que se muera.”
“¡Te adoro!”
“Yo también.”
“¿Me escribirás?”
“Sí. Adiós.”
“¿Adiós? Querido, mira, espera un poco...”
“No puedo, estoy hablando desde el aeropuerto. Ya están llamando para abordar. ¿Escuchas?”
“Se acabó el queso”, dijo Celeste.
“¿Escuchas? Mi avión está por partir. Un beso. Adiós.”
Colgué. “¿Se acabó el queso?”
“Sí señor.”
“Entonces dame sólo la naranjada.”
Me quedé pensando. Gisele era malvada. El bigotón mataba mendigos, Celio, el maricón, era más macho que Madame Satán. Cuando yo era pequeño, fui a Lapa. Entré y tomé un vaso de leche. Un viejo camarero me dijo: “La Lapa ya no es lo mismo.” No creo en las pláticas de viejos. Me parece que la Lapa siempre fue la misma mierda.
¿Ponerle valor al asunto y sacar de allá a Miriam-Elizabeth, como saqué a Heló, la loca, del Sanatorio de Botafogo?
Me vestí. Bajé. Tomé un taxi.
En la sala de espera del despacho había un cojo y un bizco. Clientes de mi colega L. Waissman.
“El chico está en el WC esperándote”, dijo L. Waissman.
“Carajo, ¿ya tan temprano?”
“Empieza a fastidiar temprano”, dijo L. Waissman; era el tipo más triste del mundo. Vivía recordando los tiempos en que había tranvías eléctricos y cada cojo que aparecía él comprobaba que el sujeto había caído debajo del tranvía y ganaba una indemnización de la Light. En aquel tiempo él tenía el mayor equipo de testigos de Rio, un informante en cada hospital y a casi todos los funcionarios distritales en el bolsillo.
“¿Qué voy a hacer con ese cojo?”, preguntó L. Waissman.
“¿Qué le pasó?”
“Se cortó un callo con una gillete, se le infectó, se gangrenó, le cortaron la pierna. En Goiás. Los médicos del interior no dan el servicio. Lo mandaron conmigo. Pero no puedo hacer nada, Ya no tengo a nadie en los hospitales. Ya no tengo testigos. Si aún estuviera vivo el profesor Barcelos.
No había un juez que no le creyera.”
“Golpeé la puerta del privado.”
“Está ocupado.”
“Soy yo.”
“Ya voy a salir, doctor.”
Saldría pura madre. Cuando estaba aterrorizado se quedaba cagando horas y horas. Después de la primera consulta embarró los pantalones y tuvo que contarme el caso sentado en el privado.
“Abre la puerta, Evaristo.”
Entré.
“Disculpe, doctor.”
“¿Qué hay?”
“Estuve en el archivo de la décimo quinta, doctor, y el secretario me dijo que el juez va a decretar mi prisión preventiva. Si me encierran mi madre se muere, su corazón cuelga de un hilo.”
“¿Le diste dinero?”, pregunté.
“Sí.”
“¿Cuánto?”
“Cincuenta.” ¡Prr-prr-prr! “Perdone...”
“No te preocupes. ¿Qué fue lo que te dijo ese desgraciado?”
Prr-prr-prr.
“El secretario. ¿Qué te dijo?”, continué.
“Dijo que iba a abrir el pico...”
“Ese tipo es una rata. Esa historia de la prisión preventiva es mierda suya. No vuelvas a darle dinero. Puedes quedar tranquilo.”
“¡Qué alivio, doctor!”
“Hasta luego.” Salí. “Cierra la puerta, Evaristo.”
En este mundo los débiles no tiene oportunidad, están jodidos. Lo sé.
Eché una ojeada a los papeles que había en mi mesa.
Batista, mi secretario-conserje-sirviente, entró diciendo que un cliente quería verme.
Era F. A.
“¿Alguna vez en su vida amó a alguien?”, F. A. preguntó.
“Ja, ja!”, respondí.
“Es usted... una piedra. Morirá sin amar. Como el Super-Hombre.”
“Amo a seis mujeres. Siete, incluyendo a la negra. Siete. Cuenta de mentiroso. Amo a siete mujeres. Una de ellas es negra y otra japonesa.”
“No le creo.”
“En verdad amo. Amo a cualquier mujer que va a la cama conmigo.
Mientras dura el amor, la amo como un loco.”
“Usted cambia de mujer cada semana”, dijo F. A.
“Nada de eso. A Mariazinha la conocí en el baile municipal, ella bailaba encima de una mesa y le di una mordida en el trasero, ya va a hacer un año que eso ocurrió.”
“¿Por qué hizo eso?”, preguntó F. A.
“¿Qué?”
“Lo de morderla..., a la muchacha.”
“No sé. Había quinientas mujeres trepadas en las mesas, todas las mesas tenían una mujer arriba exhibiéndose, creo que eso me molestó. Y Mariazinha tenía las nalgas casi de fuera.”
“¿Y ella? ¿Qué hizo?”
“Dio un grito. Entonces los tipos de su grupo se me echaron encima y no te imaginas lo que fue aquello, por fortuna siempre hay alguien que quiere recoger las sobras entrando también a la pelea, fue una bronca espectacular, duro sólo unos cinco minutos pero creo que hasta al gobernador le gustó. Cuando salí de la enfermería ella estaba en la puerta y dijo 'bien hecho'. Respondí 'te amo', y de veras la amaba, y hasta hoy la amo.”
“Yo amo a Elizabeth”, dijo F. A. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
“Quizá su nombre sea Miriam. O quizá cualquier otro, Zulema, Ester, Nilsa.”
“Pero me gusta pensar en ella como Elizabeth.”
Con el dorso de la mano F. A. se limpió el rostro mojado.
“Estoy triste”, dijo F. A.
Me quedé callado mirando su cara.
“Por favor”, dijo F. A.
“Voy a rescatar a la chica. Llama a Gisele y pide una cita para ir a verla. Hoy en la noche. Necesito tener la certeza de que aún está ahí.”
“Le estaré agradecido la vida entera. La vida entera.” Dijo F. A.
“Toma el teléfono.”
“¿Qué le digo a Gisele?”
“Pide la cita.”
F. A. marcó.
“Aló”, dijo F. A.
Corría a la sala de L. Waissman, donde había una extensión del teléfono.
“¿Cómo está usted?”
“Bien, gracias. Doña Gisele, yo, me gustaría ir hoy.”
“Puede venirr cuando usted quierra.”
“Hoy en la noche. A las nueve. Veintiún horas.”
“Estarré esperrando.”
“Yo, me gustaría ver a Elizabeth.”
“¿Elizabeth No sé... es difícil...”
“¿Es difícil? ¿Por qué es difícil”, la voz de F. A. temblaba. El imbécil ya moría de pánico.
“La niña está muy nueva... Ya no quierre hacer esa cosa...”
“Dígale que soy yo.”
“¿Porr qué no escoge usted otrra?”
“Usted sabe muy bien que yo no quiero a otra.”
“Pero la niña ya no quierre...”
“Dígale que soy yo. ¡Dígale que soy yo!”
“No quierre verr a nadie.
“¡Necesito verla, doña Gisele!”
“Usted es una perrsona tan buena que voy a verr si puedo ayudarrlo.
Voy a platicarr con la niña. Su madre se va a operrarr y necesita dinerro...”
“Yo pago la operación. ¡Pago lo que sea!”
“Voy a arreglarr todo. Quédese trranquilo. Puede venirr a las nueve.”
“Estaré ahí a las nueve en punto.”
“Que tenga un buen día.”
Volví a mi sala. F. A. estaba aún con el teléfono en la mano, absorto.
Colgué el teléfono.
“¿Lo oyó todo?”, preguntó F. A.
“Sí.”
“Tengo una comida hoy, en la Embajada de la India.”
“Quédate trranquilo. Ve a tu comida, yo me harré carrgo de todo.”
“¿Tiene algún plan?”
“No —sí tengo uno, pero no te lo voy a contar. Hasta luego.”
“¿A dónde irá?”
“No voy a ninguna parte. Tú eres quien se va.” Empujé a F. A. hacia fuera de mi oficina.
Marqué en el teléfono.
“¿João?”
“Sí...”
“¿Cuándo me vas a pagar aquellos quinientos?”
“Puta, muchacho, desapareciste, no volviste a dar la cara. Apuesto a que ya no haces nada, debes estar hecho una vaca.”
“¿Quieres comprobarlo?”
“¡Ja, ja!, ¡doctor!”
“Tú eres el que debe tener unos ciento veinte de cintura.”
“Entreno todo el día. Necesita venir aquí. Lo remodelé todo.”
“Uno de estos días. Mira, necesito un tipo fuerte, macizo, y que no sea idiota.”
“¿Para qué?”
“Para que esté cerca de mí en un trabajo. Tal vez no necesite hacer nada. Tal vez tenga que hacer mucho. Además de fuerte debe tener experiencia. Y hablar poco, evidentemente.”
“Tengo a la persona que buscas. Se llama José. Es medio raro, muy callado. Pero es un caballo de tan fuerte. Te pones de acuerdo con él. ¿Puedo aprovechar para hacer una consulta?”
“Sí.”
“Un amigo mío entró a un ciento cincuenta y cinco. ¿Lo puedo mandar a tu despacho?”
“¿Qué fue lo que se robó?”
“Es un comemierda. Se robó unos relojes, una miseria.”
“¿Es muy amigo tuyo?”
“Es mi hermano.”
“Mándamelo mañana. Y manda también al tal...”
“José...”
“José, ahora mismo. Un abrazo.”
El sujeto era grande, un tipo guapo, pero su cara era seria. Caminó hasta mi mesa, me miró de frente y dijo: “João me mandó aquí”, con una voz baja y seca.
Le pedí que se sentara.
“Una prostituta francesa y un maricón encerraron a una chica dentro de un puterío y yo quiero sacar a la chica de ahí. Tienen un guardaespaldas, fuerte, ex-tira. Los tres son capaces de cualquier porquería. La francesa se llama Gisele, el marica Celio y al guardaespaldas lo vamos a llamar Grandulón. Su apodo es Pilão, pero yo pienso en él como Grandulón. Fue expulsado de la policía por homicidio, mató algunos mendigos. ¿Los conoces?”
“No.”
“El Grandulón debe estar armado. Pero no creo que use el arma de fuego para empezar. Empezará usando una macana o algo por el estilo. Tiene que ser liquidado de inmediato. La francesa y el maricón también son muy peligrosos. Olvídate de que ella es mujer. Olvídate de que él es maricón. No vamos a matar a nadie, pero si es necesario romperemos algunos huesos. ¿OK?”
“¿El Grandulón es zurdo o derecho?”
“No sé.”
“¿El maricón también anda armado?”
“No sé.”
“¿La chica que está prisionera sabe que iremos?”
“No.”
“¿Cómo vamos a entrar ahí?”
“Yo iré por la puerta de enfrente. Pero debo salir a un hall de servicio, ara entrar de nuevo a donde está la chica. Tú te quedas escondido en la escalera de servicio. Cuando abran la puerta daré un silbido fuerte. Tendrás tres segundos para aparecer. En esos tres segundos yo garantizo que nadie cerrará la puerta.”
“Está bien”, dijo José. “Voy a llevar dos cuerdas de nylon.”
“Nos encontraremos a las ocho, en la Cinelandia, frente al Odeón.”
F. A. me telefoneó dos veces pero no contesté, le mandé decir que todo estaba bien.
Salí. Fui hasta el juzgado para ver los avances de algunos procesos. Quien piense que un abogado trabaja con la cabeza está equivocado, el abogado trabaja con los pies. Todas las peticiones son iguales, cuanto más bajas mejor, para facilitarle la vida al juez.
Volví al despacho, atendí a dos clientes (artículos 155 y 129) y después telefoneé a mis mujeres. Todas querían verme, pero yo no podía ver a ninguna. Y no quería. Si fuera a ver y joder a alguna sería a la negra. Inventé las disculpas de siempre. Todas aceptaron, menos Neide, quien dijo:
“Si sigues desaparecido voy a ponerte los cuernos.”
“¿Desaparecido?”
“Tú no me engañas.”
“Fui a São Paulo.”
“No es cierto.”
“Si no quieres creerme, no me creas.”
“Pues no te creo”, dijo colgando.
Las mujeres no tienen juicio.
A las ocho estaba frente al Odeón. A esa hora el número de putos todavía es pequeño. Aun así uno se paró cerca de mí y empezó a suspirar; fingí que no lo veía. Luego llegó un amiguito suyo y los dos empezaron a desfilar frente a mí, de un lado a otro, cuchicheando y soltando risitas.
Cuando José llegó los mariconcitos se pusieron aún más alborotados. La vida de puto no es fácil.
José y yo fuimos hasta el paseo público. Buscamos un banco vacío.
“¿Tienes alguna duda?”, pregunté.
“Me quedo en la escalera, escucho tu silbido y entro corriendo al departamento. A quien me encuentre frente a mí lo tiro al suelo.”
“¿Y si yo estuviera frente a ti?”
“Será mejor que no estés.”
“OK. ¿Trajiste la cuerda?”
José se abrió el saco; varias vueltas en torno a la cintura.
Quedamos en silencio, mirando las aceras llenas, al otro lado de la calle, las luces de los cines. Pensaba, “puta mierda, esta ciudad me gusta como el carajo.”
“¿En qué estás pensando?”, pregunté.
“Un montón de cosas”, dijo José. No le gustaba platicar.
Al cinco para las nueve dije: “Vamos.”
“¿Qué tipo de silbido darás?”, José preguntó.
Me metí dos dedos en la boca y silbé.
“Será mejor que no uses los dedos. Te pueden agarrar con las manos ocupadas.”
El tipo no era tonto.
Subimos hasta el séptimo piso por el elevador de servicio.
“Ésta es la puerta”, indiqué. Eran cuatro puertas. Bajamos por la escalera de servicio. En medio de la escalera, entre el sexto y el séptimo pisos nos detuvimos. “Aquí nadie te verá. La distancia debe ser de unos ocho metros, máximo. Hasta pronto.”
No había comunicación entre el hall de servicio y el hall social. Bajé por el elevador de servicio hasta la planta baja, pasé al elevador social, subí, salí en el séptimo piso.
Gisele abrió la puerta.
“¿Usted?”
“¿Cómo está, Gisele?”
“¿Quierre usted alguna cosa?”
“Una pequeña.”
“Aquí no tenemos las chicas que usted quierre...”
Gisele se volvió y miró hacia el fondo de la sala. Dudaba si me corría o no. Una sospecha, apenas fundada en la intuición. Entré.
“Hoy sólo está Neuza. A usted no le gustó ella...”
“Neuza está bien.”
Gisele miró el reloj de pulso, recelosa.
“Está bien. Tenga la bondad”, dijo. Cruzamos la sala y la cocina, salimos al hall de servicio. Gisele tocó el timbre del otro departamento. Miré la escalera, ni sombra de José. Simulé un ataque de tos.
El Grandulón abrió la puerta. Dejé de toser por un momento y silbé fuerte. Continué tosiendo, y di dos pasos mirando la cara del Grandulón. El Grandulón estaba alerta, parecía un perro sorprendido, con las dos orejas paradas. Oí el ruido de los pasos de José aproximándose. Entré, asegurando la puerta por la perilla. El golpe del Grandulón me pegó en el pecho. En ese instante apareció José y el Grandulón le dio en la cara, pero José entró también. El Grandulón tenía una macana en la mano. Un golpe de José lo tiró al suelo. Aquella pelea iba a durar. Corrí a los cuartos. Gisele estaba frente a mí, con un objeto de metal en la mano. Le di una patada en la pierna. Gisele se encogió. La golpeé con fuerza en la barriga. Gisele cayó agarrando aún el objeto. Le pisé la mano.
“¿Dónde está Elizabeth?”, pregunté.
Gisele miró hacia atrás de mí. Me volví y Celio me clavó las uñas en los ojos. Sentí que mi rostro ardía, como si hubiera sido cortado por una navaja. Veía mal con el ojo derecho. Le pegué con todas mis fuerzas en la nariz. Se arrojó sobre mí, me mordió el brazo. Le di un golpe en la cabeza. Celio quedó completamente calvo. Sin la peluca se veía horrible. Celio me arañó en el pescuezo. Yo sangraba. Cada vez veía peor con el ojo derecho. Ya verás, hijo de puta, me dejaste ciego. Le di un golpe en la oreja. Celio cayó. Le pateé la cara, en la boca, el puto tendría que gastar mucho en el dentista y en el cirujano plástico.
José apareció. Sudando, el saco rasgado, un enorme hematoma en el rostro, le escurría sangre de la cabeza.
“Ya está amarrado”, dijo José jadeante.
“Vigila a estos dos”, dije.
Celio estaba desmayado en el suelo y la francesa estaba sentada con los ojos cerrados, apoyada en la pared.
En la sala estaban Eloína, Neuza y una más. Asustadas.
“¿Tú eres Elizabeth?”, pregunté.
“No, no, me llamo Georgia.”
“¿Dónde está Elizabeth?”, pregunté a Eloína.
“Fue al cuarto.”
“Muéstramelo.” Agarré a Eloína por la muñeca, fui hacia el corredor.
“Aquí”, dijo Eloína.
Elizabeth-Miriam estaba en medio del cuarto, con los ojos desencajados.
“No tengas miedo”, dije. Le expliqué que F. A. me había mandado. “Vámonos”, agregué.
“Yo no... Yo... Me voy a quedar”, dijo ella.
Empujé a Miriam-Elizabeth hasta la sala. Ella golpeaba las paredes.
Señalé a Celio y Gisele.
“O vienes conmigo o vas a quedar en el suelo como esas dos basuras”, dije.
“Ve con él”, dijo Gisele, sin abrir los ojos. Apenas se oía su voz.
Bajamos por el elevador de servicio. Subimos a mi carro en el patio interior.
“Gracias”, dije a José. “¿Dónde quieres que te deje?”
“En Flamengo. Cerca de la Buarque de Macedo.”
“Luego pasas a mi despacho a cobrar. ¿Cuánto va a ser?”
José permaneció callado.
“Puedes pedir mucho. No voy a pagar yo. El tipo es rico.”
“No es nada. João me lo pidió, el favor se lo hice a él.”
“Entonces te enviaré un regalo. ¿Está bien?”
“Sí.”
“¿Qué quieres?”
“¿Puede ser un tocadiscos?”
“Te enviaré uno estereofónico”, dije.
José bajó en Flamengo.
“¿A dónde me llevas?”, preguntó Miriam-Elizabeth, temblando.
“Al departamento de F. A.”
Llegamos al departamento. Cerré las puertas de enfrente y del fondo, guardé las llaves en el bolsillo. Fui al baño a mirar los destrozos que me había hecho Celio. Un corte en el ojo derecho hasta el mentón; otro corte en el cuello. Las heridas ya estaban coaguladas. Mi rostro estaba feo como el carajo. Me quité la camisa. La herida del brazo era la peor de todas, los dientes filosos de aquel perro habían entrado hondo en mi carne. En el armario del baño había un frasco de mertiolate, me lo puse en el brazo y la cara.
“¿Qué operación se va a hacer tu madre?”, pregunté a Miriam-Elizabeth.
“¿Operación?”
Empezaba a ver mejor. Cerré el ojo izquierdo y miré a Miriam-Elizabet sólo con el derecho.
Marqué el teléfono de la casa de F. A.
“¿Está el consejero?”
“Salió a comer. Aún no regresa. ¿Quiere dejar usted algún recado?”
“Dígale que habló el senador Ferreira Viana.”
Colgué. Continué examinando mi ojo derecho. Ya veía perfectamente.
“¿Por qué no te sientas? Tenemos mucho que hablar”, le dije a Miriam-Elizabet.
“Quiero ir al baño.”
“Ven, te enseño dónde está.”
Permanecí de pie en la puerta del baño.
“¿Me permites?”, dijo ella.
“Lo siento mucho pero me voy a quedar aquí. Este baño tiene una cerradura por dentro y no quiero perderte de vista. No voy a mirarte, no te preocupes.”
“Estoy estreñida”, dijo.
“Mala suerte”, respondí.
Miriam-Elizabeth entró. Me quedé afuera, sólo un brazo dentro. Oí el ruido de ella orinando.
Volvimos a la sala.
“¿Qué operación necesita hacerse tu madre?”
“Estómago.”
“¿Tiene úlcera?”
“Sí.”
“¿En Minas?”
“¿Cómo?” Miriam-Elizabeth unió con fuerza las dos manos como si estuviera rezando.
“¿Mujer con úlcera en el interior de Minas?”
“No entiendo...”
“Es muy raro que una mujer tenga úlceras de estómago, más aún en el interior de Minas.”
“¿Usted es médico?”
“¿Tú qué crees?”
“No sé. Usted pregunta cosas que no sé responder.”
“¿Cómo te llamas?”
Miriam-Elizabeth me miró a los ojos.
“¡No me mientas, puta!”
“Laura.”
El teléfono sonó.
“Te he estado llamando desde las nueve”, dijo F. A.
“¿Dónde estás?”
“En la embajada de la India. ¿Está ahí la chica?”
“Sí.”
“¡Gracias a Dios! ¿Está bien? ¿Preguntó por mí?”
“Hemos conversado poco. Pero lo suficiente. Es una estafadora andaba detrás de tu dinero junto con Gisele y el maricón.”
“¿Cómo? ¿Cómo?”
“Ella misma va a hablar contigo.”
Le pasé el teléfono a Miriam—Elizabeth—Laura.
“Es verdad — perdóname — perdóname — ¿cómo? — así fue —estoy, estoy arrepentida — tú eres muy buen...”
Miriam-Elizabeth-Laura me regresó el teléfono. “Quiere hablar con usted.”
Acerqué el teléfono a mi oído. F. A. hablaba bajo, con miedo de ser oído.
“Amo a esa mujer, ¿entiendes?, no me molesta lo que ella sea.”
“Te estaba engañando...”
“No tiene la menor importancia.'“
“El dinero es tuyo.”
“¡Así es!”
“¿Quieres que duerma aquí?”, pregunté.
“Sí. Mañana por la mañana paso por ahí.”
Colgué el teléfono.
Tomé la mano de Miriam-Elizabeth-Laura. “Vamos a la cama, no vendrá sino hasta mañana por la mañana.”
Su mano apretó la mía. Miriam-Elizabeth-Laura ya no tenía miedo.


Rubem Fonseca
Lúcia McCartney, 1967




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