Renée Zellweger La nueva cara |
La nueva cara de Renée
Ahora es una mujer intercambiable con las señoras que pasean
por Madison Avenue con sus labios de pato
“Siempre llevo zapatos llamativos. Pero eso tiene un porqué, es para evitar que me miren la cara y vean que soy un pellejo. La gente dice, qué zapatos más raros llevas... Y se olvidan de mis arrugas”. Es algo que suele decir Geraldine Chaplin. Cada vez que lo escucho, el primer pensamiento que se me viene a la cabeza es, ¿dónde hay que firmar? Comparto su afición por los zapatos extravagantes. Los zapatos, en su osadía o en su vulgaridad, dicen mucho de las personas. No hablo de zapatos de firma, no me refiero a unos Manolos, por así decirlo, sino de zapatos aventureros, osados, llamativos, atrevidos. Pero una vez compartido el entusiasmo zapatista de la que alguien llamó por la calle “la hija del Gordo y el Flaco”, pienso que lo verdaderamente envidiable de Geraldine son las arrugas.
Son esas arrugas las que transmiten arte, encanto, sabiduría, belleza, singularidad, en esas arrugas está la esencia intacta de la genialidad de su padre, que envejeció así, con esas mismas líneas del tiempo en un rostro huesudo que poseía la expresividad de las caras intemporales de los mimos, los clowns o los actores de teatro. Geraldine, de jovencita, cuando interpretó a la sufrida esposa del doctor Zhivago, poseía un encanto tan puro que parecía imposible desearla como se desea a una mujer hecha y derecha. Era, sin duda, la esposita buena, aquella a la que el doctor Zhivago deja en casa con un crío en brazos para echarse él en brazos de Lara, que no por casualidad fue interpretada por Julie Christie, una belleza sexual de pies a cabeza, que parecía estar hecha en su juventud para pasarse el día despeinada en la cama y no todo el tiempo entregada a la lectura. Aquellas dos mujeres tan diferentes, Geraldine y Julie, atravesaron la edad madura y alcanzaron la vejez, si es que a esas mujeres se las puede llamar viejas, transformando la belleza propia de la juventud, pura en una y sexual en otra, en un atractivo distinto pero no menos impactante.
En ellas pienso cuando veo el rostro prematuramente desfigurado de la actriz Renée Zellweger. El trabajo del cirujano sobre su cara ha sido como aquel al que se sometía el asesino de las películas de serie B para poder salir a la calle resultando irreconocible para la policía. Zellweger es ya otra actriz, no aquella de ojillos hinchados e inconfundibles que encandiló en Chicago o en Bridget Jones, sino una mujer fácilmente intercambiable por cualquiera de las señoras que pasean por las aceras de Madison Avenue con sus labios de pato y sus ojos atónitos. Zellweger ya no existe más, se nos fue, adiós, se perdió en el triángulo de las Bermudas de los quirófanos americanos, que siguen venerando el estiramiento facial aún a costa de enterrar la expresión que da autenticidad a un rostro. Qué sentirá nuestra Renée cada mañana al contemplar su cara nueva en el espejo es un misterio, pero sin duda hay algo de trastorno mental en pensar que se puede engañar al tiempo a base de retirar la piel sobrante. Recuerdo haber coincido en un lavabo de señoras con Joan Collins y haber percibido su verdadera edad cuando haciendo pipí justo en el servicio de al lado le vi los pies venosos desfigurados por la artrosis. Y aclaro, en absoluto estoy en contra de las reparaciones; los retoques son buenos si no se pierde la cabeza, pero cambiarse de cara es como encerrar en casa a la legítima para pasear a otra. Ese crimen lo cometieron Jessica Lange, Kim Novak o la que fuera la mujer más bella del cine, Faye Dunaway, a la que hoy no reconoceríamos si no fuera por los pies (de foto).
Se quitan el pellejo sobrante para retener la juventud con la que alcanzaron la fama pero la paradoja está en que su nueva cara les cierra puertas para representar en la ficción a mujeres normales; aunque quién sabe, tal vez el cine futuro tenga que incluir en sus argumentos el papel de abuela operada, abuela que recibe a los nietos sin pestañear, o a la muerte sin poder cerrar esos ojos tan típicos de cervatillo asustado. Qué gran engaño provocado por una gran presión. Hacerse mayor no es fácil para nadie, pero las mujeres luchan por retener con ansia ese poderío físico que tan pronto se les arrebata. La ofensa personal hacia la mujer casi siempre tiene que ver con su físico. Cuando es joven y tiene un carácter fuerte se insinúa que le hace falta un buen polvo; cuando es madura y reivindica su lugar, se insinúa que está menopáusica (como un defecto); cuando es vieja, se entiende que ha de renunciar absolutamente a su atractivo.
Los creadores de la moda han contribuido de alguna manera a esta sacralización de la juventud, en concreto, al ideal de la joven pálida y enclenque que sirve de percha a sus fantasías. Pero hay que negarse a esto, la vida es una rebelión continua, más para las mujeres, que vivimos siempre alerta, defendiéndonos de ese machismo de baja intensidad que está más presente de lo que denunciamos para que no parezca que padecemos amargura. Hay que rebelarse, no permitir que se te mire condescendencia, hay que calzarse unos zapatos extravagantes para ir por el mundo, sabiendo que aquel que ha de empezar a mirarte por los pies te acabará mirando a los ojos si defiendes una belleza basada en no dejarte amedrentar, ni por los años, ni por la idiotez.
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