Patrick Modiano
JOYITA
Traducción de Alberto Conde
Había transcurrido una docena de años
desde que no me llamaban ya «Joyita» y me encontraba en la estación de metro de
Châtelet en la hora punta. Estaba entre el gentío que recorría el interminable
pasadizo, en el pasillo rodante. Una mujer llevaba un abrigo amarillo. Me había
llamado la atención el color del abrigo e iba viéndola de espaldas, en el
pasillo rodante. Luego seguía por el pasadizo donde indicaba «Dirección
Château-de-Vincennes». Ahora estábamos parados, apretujados unos contra otros
en medio de la escalera, esperando a que se abriera la portezuela. Se hallaba a
mi lado. Entonces le vi la cara. El parecido de aquel rostro con el de mi madre
era tan increíble que pensé que era ella.
Me vino a la memoria una foto, una de
las pocas fotos que conservé de mi madre. Tenía la cara iluminada como si un
proyector la hubiera hecho surgir de la noche. Siempre me he sentido violenta
viendo esa foto. En mis sueños siempre era una foto antropométrica que me
tendía alguien —un comisario de policía, un empleado del depósito de cadáveres—
para que pudiera identificar a aquella persona. Pero yo me quedaba muda. No
sabía nada de ella.
Se sentó en uno de los bancos de la
estación, apartada del resto de la gente, que se apretaba al borde del andén a
la espera del convoy. No quedaba sitio libre en el banco, a su lado, y yo
aguardaba de pie, detrás, apoyada en una máquina automática. El corte de su
abrigo seguramente había sido elegante en otro tiempo, y su color vivo le daba
un toque de fantasía. Pero el amarillo se le había desvaído y vuelto casi gris.
Parecía al margen de todo lo que la rodeaba y me pregunté si se quedaría allí,
en el banco, hasta la hora del último metro. El mismo perfil que el de mi
madre, la nariz tan particular, levemente respingona. Los mismos ojos claros.
La misma frente alta. El pelo era más corto. No, no había cambiado mucho. Ya no
tenía el pelo tan rubio, pero, después de todo, yo no sabía si mi madre había
sido rubia de verdad. La boca se le contraía en un rictus de amargura. Estaba
segura de que era ella.
Dejó pasar un tren. El andén se quedó
vacío unos minutos. Me senté en el banco, a su lado. Al poco, una multitud
compacta volvió a ocupar todo el andén. Podría haber entablado conversación con
ella. No encontraba las palabras y había demasiada gente alrededor.
Iba a quedarse dormida en el banco,
pero, cuando el ruido del convoy no era aún más que un lejano temblor, se
levantó. Subí al vagón detrás de ella. Estábamos separadas por un grupo de
hombres que hablaban muy alto entre ellos. Se cerraron las puertas y entonces
pensé que tenía que haber cogido, como de costumbre, el metro en el otro
sentido. En la estación siguiente me vi arrastrada al andén por la oleada de
los que salían; luego, volví a subir al vagón y me acerqué a ella.
Bajo aquella luz tan intensa parecía
más vieja que en el andén. Una cicatriz le cruzaba la sien izquierda y parte de
la mejilla. ¿Qué edad tendría? ¿En torno a los cincuenta? ¿Y en las fotos?
¿Unos veinticinco? Tenía la mirada igual que a los veinticinco años, clara, con
una expresión de extrañeza o temor vago, y se le endurecía de repente. La posó
en mí por casualidad, pero no me veía. Se sacó una polvera del bolsillo del
abrigo, la abrió, se acercó el espejo a la cara, y se fue pasando el dedo
meñique de la mano izquierda por el rabillo del ojo, como para quitarse una
mota de polvo. El metro cogía velocidad, pegó un bote, me agarré a la barra
metálica, pero ella no perdió el equilibrio. Seguía impasible mirándose en la
polvera. En Bastille, no sé ni cómo, consiguieron subirse todos, y a duras
penas se cerraron las puertas. A ella le dio tiempo a guardarse la polvera
antes de que la masa de gente abordara el vagón. ¿En qué estación se bajaría?
¿Pensaba seguirla hasta el final? ¿Era realmente necesario? Tendría que
acostumbrarme a la idea de que vivía en la misma ciudad que yo. En su día me
dijeron que había muerto, hacía mucho, en Marruecos, y jamás intenté saber nada
más. «Murió en Marruecos», una de esas frases que datan de la infancia y cuyo
significado no entiende una del todo. De esas frases sólo te queda en la
memoria la sonoridad, como algunas letras de canciones que me daban miedo. «Era
un pequeño navío...» «Murió en Marruecos.»
En mi partida de nacimiento figuraba
su fecha de nacimiento: 1917, y en la época de las fotos pretendía tener
veinticinco años. Pero seguro que, para entonces, ya había hecho trampa con la
edad y se había falsificado la documentación con la idea de quitarse años. Se subió
el cuello del abrigo como si tuviera frío en aquel vagón donde, sin embargo,
viajábamos apiñados. Me fijé en que tenía las solapas completamente
desgastadas. ¿Desde cuándo llevaba aquel abrigo? ¿Desde la época de las fotos?
Por eso estaba el amarillo tan desvaído. Llegaríamos al final de la línea y,
allí, un autobús nos trasladaría hasta algún lugar perdido de las afueras. La
abordaría en ese momento. Pasada la estación de Lyon había menos gente en el
vagón. De nuevo se posaba en mí su mirada, pero era esa mirada que intercambian
maquinalmente los viajeros entre sí. «¿Se acuerda usted de que me llamaban
Joyita? Por aquella época también adoptó usted un apellido falso. Y hasta un
nombre falso, que era Sonia.»
Ahora estábamos sentadas una frente a
otra en los asientos más cercanos a las puertas. «Intenté localizarla por la
guía e incluso llamé a las cuatro o cinco personas que tenían el mismo nombre
que el suyo de verdad, pero no habían oído hablar nunca de usted. Yo me decía
que debería ir un día a Marruecos. Era la única manera de averiguar si estaba
muerta en serio.»
Pasada Nation, el vagón circulaba
vacío, pero ella seguía sentada en su sitio frente a mí, con las dos manos
juntas y las mangas del abrigo grisáceo destapándole las muñecas. Unas manos
desnudas sin asomo de anillo ni pulsera, unas manos agrietadas. En las fotos
llevaba pulseras y anillos, anillos macizos como los de la época. Pero, hoy, ya
nada. Cerró los ojos. En tres estaciones se acababa la línea. El metro se
detendría en Château-de-Vincennes y yo me levantaría lo más discretamente
posible, y saldría del vagón dejándola dormida en el asiento. Cogería el otro
metro, dirección Pont-de-Neuilly, como habría hecho si no me hubiera fijado en
aquel abrigo amarillo un rato antes, en el pasillo.
El tren se detuvo suavemente en la
estación de Bérault. Ella abrió los ojos, que recobraban así su duro brillo.
Echó un vistazo al andén y se levantó. Yo la seguía de nuevo por el pasillo,
pero ahora estábamos solas. Entonces observé que llevaba esas zapatillas de
punto, con forma de calcetines bajos, que se llamaban panchos, lo que acentuaba sus andares de antigua bailarina.
Una avenida ancha, orlada de
edificios, en la linde entre Vincennes y Saint-Mandé. Caía la noche. Cruzó la
avenida y entró en una cabina telefónica. Esperé a que cambiara varias veces el
semáforo y crucé luego yo. En la cabina tardó cierto rato en encontrar unas
monedas o una ficha. Yo hice como que estaba absorta en la luna de la tienda
más próxima a la cabina, una farmacia que tenía en el escaparate ese cartel que
tanto me asustaba de niña: el diablo echando fuego por la boca. Me volví.
Estaba marcando despacito un número de teléfono, como si fuera la primera vez.
Apoyaba el auricular en el oído aferrándolo con las dos manos. Pero no
contestaban en ese número. Colgó, se sacó un papelito de uno de los bolsillos
del abrigo y, mientras iba haciendo girar el dial del teléfono con el dedo, no
apartaba la vista del papelito. Fue entonces cuando me pregunté si tendría
domicilio en algún sitio.
Esta vez le contestó alguien. Yo veía
el movimiento de sus labios a través del cristal. Seguía sosteniendo el
auricular con las dos manos y de cuando en cuando meneaba la cabeza, como para
concentrar toda su atención. A tenor de los movimientos de los labios, hablaba
cada vez más alto, pero aquella vehemencia acababa por calmársele. ¿A quién
estaría llamando? Entre los escasos objetos que me quedaban de ella en la caja
de galletas de metal, una agenda y una libreta de direcciones databan de la
época de las fotos, de cuando me llamaban Joyita. De más joven no me había
entrado nunca la curiosidad de ojear la agenda y la libreta, pero hacía algún
tiempo que las hojeaba un rato por la noche. Nombres. Números de teléfono.
Sabía de sobra que no valía la pena marcarlos. Además, no me apetecía.
En la cabina, ella seguía hablando.
Parecía tan absorta en la conversación que podía acercarme sin que notara mi
presencia. Hasta podía hacer como que estaba esperando mi turno para
telefonear, y captar a través del cristal algunas palabras que pudieran
ayudarme a comprender mejor qué había sido de aquella mujer del abrigo amarillo
y los panchos. Pero no oía nada.
Seguramente estaba llamando a alguno de los que figuraban en la libreta, al
único al que no hubiera perdido de vista o que no se hubiera muerto todavía.
Muchas veces alguien se mantiene ahí, durante toda tu vida, y no consigues
desanimarlo nunca. Lo mismo te ha conocido en tiempos de bonanza, pero, más
tarde, es capaz de secundarte en las penurias, sin cejar en su admiración,
siendo el único que sigue concediéndote crédito, sintiendo por ti eso que
llaman la fe del carbonero. Un mendigo como tú. Un perrillo fiel. Un eterno
sufridor. Yo intentaba imaginarme cómo sería el aspecto de ese hombre, o esa
mujer, al otro lado del teléfono.
Salió de la cabina. Me echó una mirada
indiferente, la misma mirada del metro. Abrí la puerta de cristal. Sin meter
una ficha en la ranura marqué al tuntún, por hacer el paripé, un número de
teléfono, esperando que se alejara un poco. Sostenía el auricular contra la
oreja, y no daba ni tono. El silencio. No era capaz de decidirme a colgar.
Entró en el café, junto a la farmacia.
Dudé antes de seguirla, pero me dije que no se fijaría en mí. ¿Quiénes éramos
nosotras dos? Una mujer de edad incierta y una joven perdidas entre la masa del
metro. De esa masa de gente nadie habría logrado distinguimos. Y cuando
volvimos a subir al aire libre éramos como tantos miles y miles de personas que
regresan por la noche a las afueras.
Estaba en una mesa del fondo. El rubio
mofletudo de la barra le puso un kir*. Había que
averiguar si iba allí cada noche a la misma hora. Me propuse quedarme con el
nombre del café. Calciat; avenue de Paris número 96. El nombre estaba impreso
en el cristal de la puerta, arqueado en semicírculo, y en caracteres blancos.
En el metro, en el camino de vuelta, iba repitiéndome el nombre y la dirección
para anotarlos en cuanto pudiera. No se muere en Marruecos. Se sigue viviendo
una vida clandestina, después de la propia vida. Una se toma cada noche un kir
en el café Calciat, y al final los clientes acaban por acostumbrarse a esa
mujer del abrigo amarillo. Nadie le ha preguntado nunca nada.
Me senté a una mesa, no muy lejos de
la suya. Yo también pedí un kir, en voz alta, para que lo oyera, con la
esperanza de que viera en ello un signo de connivencia. Pero permaneció
impasible. Guardaba la cabeza levemente inclinada, con la mirada al tiempo dura
y melancólica, los brazos cruzados y apoyados en la mesa, en la misma actitud
que la que mostraba en el cuadro. ¿Qué habría sido de aquel cuadro? Me siguió
durante toda la infancia. Estaba colgado en la pared de mi cuarto de
Fossombronne-la-Forêt. Me dijeron: «Es el retrato de tu madre». Era obra de un
tipo que se llamaba Tola Soungouroff. Lo pintó en París. El nombre y la ciudad
figuraban al pie del cuadro, a la izquierda. Tenía los brazos cruzados, como
ahora, con la diferencia de que en una de las muñecas llevaba puesta una pesada
pulsera de cadena. Aquello podía servirme de excusa para entablar una
conversación. «Se parece usted a una mujer que vi la semana pasada en un cuadro
del rastro, en porte de Clignancourt. El pintor se llamaba Tola Soungouroff.»
Pero no tenía el coraje de levantarme y dirigirme a ella. Suponiendo que fuera
capaz de pronunciar la frase sin equivocarme: «El pintor se llamaba Tola
Soungouroff, y usted, Sonia, pero era un nombre falso; el auténtico, como puede
leerse en mi partida de nacimiento, era Suzanne». Sí, una vez pronunciada la
frase, muy deprisa, ¿qué ganaría con eso? Haría como que no entendía, o se le
atropellarían las palabras en la boca, y le saldrían sin orden ni concierto,
porque hacía muchísimo que no hablaba con nadie. Pero mentiría, jugaría al
despiste, como ya hizo en la época del cuadro y las fotos inventándose la edad
y un nombre falso. Y también un apellido falso. Y hasta un falso título
nobiliario. Dejaba correr el bulo de que había nacido en una familia de la
aristocracia irlandesa. Supongo que se le cruzaría en el camino algún irlandés,
porque si no, no se le habría ocurrido una idea semejante. Un irlandés. Quizá
mi padre —resultaría muy difícil volver a localizarlo y debió de olvidarse de
él. Seguro que se había olvidado de todo lo demás y se hubiera llevado un buen
chasco de sacarle yo el asunto. Se trataba de otra persona distinta de ella.
Con el tiempo se habían disipado las mentiras. Pero, en su día, estoy segura de
que se las había creído a pie juntillas.
El rubio mofletudo le puso otro kir.
Ahora había muchos clientes en la barra. Y todas las mesas estaban ocupadas. En
aquel guirigay no habríamos podido ni oírnos. Tenía la sensación de seguir
dentro del vagón del metro. O de estar, másbien,
en la sala de espera de una estación, sin saber exactamente qué tren me tocaba
coger. Pero ya no había tren para ella. Estaba retrasando la hora de regresar a
su casa. No estaba muy lejos, seguro. Yo tenía muchísima curiosidad por saber
dónde. No me apetecía nada hablar con ella, no sentía por ella nada en
especial. Las circunstancias habían impedido que hubiera entre nosotras eso que
llaman la leche de la bondad humana*. Lo único que
deseaba saber era dónde había ido a parar, doce años después de su muerte en
Marruecos.
* Aperitivo
francés a base de vino blanco y licor de «cassis» (grosella negra). (N. del T.)
* Cf.
Macbeth , de Shakespeare, acto 1, escena V. (N. del T)
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