PATÍBULO
Caminas
de una pared a otra sin levantar la mirada, cinco minutos, diez minutos, y
luego no sabes cuánto tiempo caminarás hasta que alguien te toca el hombro, y
te dice:
—Siéntate,
no más, nos tienes desesperados.
Entonces
te volteas y, como si fuera la primera vez que los ves, te das cuenta que son
cinco porque te pusiste a contarlos con los dedos de la mano, y sabes que
alguien, alguna vez, te enseñó que la mano tiene cinco dedos. “Cinco… yo…
seis…”, te dices, sonriendo, agregándole un dedo a la mano, esperando quizá que
alguien te premie. Sabes que siempre alguien te daba algo: una manzana, un
banano, una naranja (siempre esperabas algo de comer, siempre tenías hambre), y
cuando no había nada de comer te daban un abrazo, alguien se alegraba porque
lograste sumar, y te hacían poner de pie y te aplaudían. Están sentados y te
miran, te recriminan, te ordenan, casi, que te sientes, que ya es suficiente
con el encierro. Uno de ellos dice algo, imperceptible, apenas un murmullo:
Y no
sabes si lo oyes de la boca de uno de ellos o si lo tienes en tu memoria, tu
memoria frágil, o lo que tienes de memoria, o lo que crees que es memoria, y
que eso sobre los anzuelos lo escuchaste en otro lado, en boca de una mujer,
¿tu madre?, y tampoco sabes por qué estás allí con ellos. O no lo recuerdas, y
si lo recuerdas no lo entiendes. Los miras bien y con la luz que llega de la
bombilla del pasillo a través de la reja, reconoces a todos, a pedazos, algún
rasgo, algún detalle, el pelo rojizo de uno, el bigote pequeño de otro, la
camisa rosada del pequeño, unos ojos que bizquean, la cabeza pelada del que te
tocó. Y sabes que los conoces y que a alguno de ellos quisiste olvidar porque
fue cruel contigo, se burlaba de ti.
Seguirás
caminando de una pared a otra con tus pies pesados, arrastrándolos, no sabes
cuánto tiempo, hasta que uno de ellos, el pequeño de la camisa rosada, se
levantará y te tocará otra vez el hombro, y tú lo mirarás desde arriba porque
eres más alto, y lo primero que verás es
que tiene una costra de sangre en la cabeza, sangre reseca, y salpicaduras en
el rostro y la camisa. Recordarás que unos muchachos, allá en Soacha, te
perseguían, te tiraban piedras y te gritaban que eras un bobo, tonto, retrasado
mental, y tenías miedo, mucho miedo, y corrías, tu corazón agitado, sin
entender, y al llegar a tu casa te escondías debajo de la cama, llorando,
moqueando, y escucharás en tu cabeza la voz de tu madre enfrentándolos, maldiciéndolos,
hasta que ya no oirás sus voces y tu madre vendrá a consolarte, a acariciarte,
a llorar junto a ti porque con una piedra te descalabraron y la sangre corre
por tu rostro. Y oirás su voz, “vamos al hospital”, y allí, mirando ahora al
pequeño de la camisa rosada, le dirás, intentando tocar su herida, “sangue…
piedada… hopital…”. Y él te tocará en la cabeza y señalará tu camisa y te darás
cuenta que también tienes rastros de sangre. Volverás a decir, “sangue…
piedada… hopital…”. Entonces, te acurrucarás en uno de los rincones, el más
oscuro, y llamarás a tu madre para que te lleve al hospital. Empezarás a
llorar, a murmurar palabras dirigidas a esos niños que alguna vez te
persiguieron para burlarse de ti (no sabrás si fue ayer, hace un mes o un año porque
desde siempre estás detenido en el tiempo, en los mismos ocho años de los que
nunca saldrás). Te cubrirás el rostro con las dos manos y dirás, “niños… malos…
mamá pégales…”. Tu llanto empezará a crecer, a enloquecer a los otros cinco hombres
que están contigo, un llanto con gritos, salpicado de palabras incoherentes, de
lamentos, de reclamos, un llanto que terminará en quejidos, todos iguales,
monótonos. De tanto en tanto, ellos entenderán alguna palabra (“niños…
descalabiado… castigá…”), te mirarán, y alguno de ellos te tendrá envidia
porque él sabe cuál es su destino y se da cuenta que tú no sabes el tuyo, no
porque quieras eludirlo o ignorarlo, sabe que tú ni siquiera entiendes lo que
sucede, sabe que tú no sabes que estás en una celda, sabe que tú no sabes que
fueron ellos, los soldados, los que te golpearon, los que te cogieron a
culatazos, a patadas, a golpes, y sabe que tú no sufres como ellos porque no te
sientes cercado, acorralado, sin ilusiones. Tendrás en la cabeza siempre el
consuelo de tu madre porque la llevas a todo lado, ella, la que te da la comida
que tanto te gusta, la que se sienta contigo a repasar las tareas, la que
escucha tus quejas, la que te canta canciones, la que te dice que eres
especial, diferente a todos, la que te hace rezar a su lado, la que te defiende
de los que no te entienden. Siempre en tu cabeza, tu madre.
Otro se
levantará, el del bigote pequeño, y te gritará que te calles, que no chilles,
que no los desesperes más.
—¡Cállate
o te pego!
Y tú lo
mirarás desde abajo, con tu cara llena de babas y de lágrimas, y volverás a
gritar porque esa es tu defensa, la única que tienes, el llanto, gritar para
que tu madre te oiga, para que venga a protegerte de los niños que se burlan de
ti, de los “paputas” que no entienden que tú eres especial, tan especial que
Dios mismo saldrá a recibirte en el cielo, Dios mismo, nada de San Pedro o un
ángel, ¡no, señor!, Dios, en su infinita bondad, que se levantará de su trono y
dirá: “Preparen el coro celestial y las trompetas del Juicio final y rieguen
por todo el cielo perfume porque llegó uno de mis hijos, el mejor, el más puro,
el que todo lo soportó como lo hizo mi otro hijo”. “¿Quisto?”, le preguntas a
tu madre. “Sí”, dice ella, “como nuestro señor Jesucristo”. Y recordarás que te
metías en la cama sonriendo, alegre porque algún día llegarás a ese cielo
(“¿los dos?”, le preguntas a tu madre. “Sí, iremos los dos cogidos de la mano”),
y allí serás feliz, tendrás toda la comida que quieras, las pechugas de pollo
sudadas con papa, los chorizos, las arepas con queso, los huevos con cebolla y
tomate, las costillas de cerdo, y arroz, patacones, changuas, las hamburguesas
que venden en la plaza de Soacha, y que tú sólo has podido comer dos veces.
La
primera, la noche en que ese señor del carro grande llegó a la plaza, reunió a
los jóvenes que allí estaban, tú entre ellos, y los invitó a comer hamburguesas
con papas y gaseosa, y les preguntó si eran buenos para trabajar, porque “hay
trabajo para todo el que quiera, carajo, trabajo en el campo, arando la tierra
para sembrar, con muy buen sueldo, con alojamiento y comida incluida, carajo”.
Y desde el suelo, acurrucado, mirarás otra vez al del bigote pequeño, y
sonreirás, y callarás. El hombre creerá que la amenaza que te acaba de hacer y
el puño cerrado a punto de descargar un golpe bastarán para hacerte callar, y
oirás la voz de otro de los hombres que dirá: “déjalo, ya se calló, no le
pegues”, y no entenderán que tú estás feliz porque recordaste que te queda el
cielo con su abundancia, el cielo en el que nadie te hará daño porque allí sólo
entran los hombres buenos (“tú… no hombe… mamá…”, dices desde la cama, arropado
con la cobija hasta el cuello, asustado porque ella no te va a acompañar. “Las
mujeres buenas también entrarán al cielo”, dice tu madre). Y sonríes. Sonreirás
con esa imagen que sólo tú puedes llevar a todo lado. Entonces, tus ojos se
irán cerrando, poco a poco, en el silencio de la celda, en el silencio del
pasillo, y soñarás que te acabas de despedir de tu madre, soñarás, a pesar del
calor, que estás en la noche fría de Soacha, soñarás que tu madre te arropa con
la cobija de lana que tanto te gusta, soñarás que te da el beso de buenas
noches, y te apartarás de este mundo cruel, sí, porque esa noche soñarás
entrando al cielo.
Al
abrir los ojos reconocerás el lugar, a los cinco hombres de pie, caminando
unos, los otros quietos, y sentirás un olor rancio, a orines, que no te
molesta, y lo primero que harás será tocarte y sabrás que la noche anterior no
te orinaste porque “ya estás aprendiendo”, porque “antes de acostarte siempre
debes ir al baño”, y querrás ir a decirle a tu madre que esa noche no te
hiciste pipí en la cama pero, desde tu rincón en el suelo, te darás cuenta que no
estás en tu casa, que no tienes frío y que tienes hambre. Y lo dirás, “hambe…
huevo… café… pan…”, e irás contando con los dedos y sabrás que pediste tres
cosas, porque así te lo enseñó tu madre para que nunca se te olviden los
números del uno al diez. Levantarás la mano y volverás a decir, “huevo… café…
pan…”, señalando un dedo cada vez. El de los ojos que bizquean te mirará y tú
lo mirarás mostrándole los dedos. El hombre te dirigirá una pequeña sonrisa y
tú lo observarás a los ojos y casi enseguida meterás la cabeza entre tus
piernas porque recordarás que él, con esos ojos torcidos, te puede ojiar (“¿Ojiá?”.
“Sí, te puede hacer daño, pasarte una enfermedad”, dice tu madre, “mejor no lo
mires”). Entonces, oirás unos pasos, unas voces y verás a los hombres que se
pegan a los barrotes para mirar, y de repente, desde tu sitio en el suelo,
verás a un soldado con el fusil al hombro.
—¿Cuándo
nos van a soltar?
—Nosotros
no hemos hecho nada malo, mi cabo…
—¿En
dónde estamos?
—Somos
campesinos que vinimos a trabajar.
—Pregúntenle
al señor don Pepe. Él nos ofreció trabajo.
—Sí, y
también a don Pedro. Ellos nos trajeron.
Luego
oirás que se acercan nuevos pasos y llegarán dos soldados con ollas. Repartirán
pan y café. Te levantarás y te darán tu ración y pedirás más y te darán un pan
más y otro vaso con café y los otros también pedirán más y les darán otra
porción. Te sentarás de nuevo en el rincón y comerás con el desespero con que
comes cuando tienes hambre, casi sin masticar, tragando, y seguirás oyendo las
voces.
—¿Cuándo
viene don Pedro? ¿Y don Pepe?
—Nosotros
no hicimos nada malo, mi cabo.
—Sí, si
quieren suéltennos y nos devolvemos solos.
—Sí,
dígales que ni para el pasaje les vamos a pedir. Por favor… mi cabo.
Los
soldados se marcharán sin responder y los hombres se sentarán a comer sin
mirarse los unos a los otros, concentrados, sin hablar, y tú oirás las cinco
bocas masticando, devorando los panes, sorbiendo café, y cuando acabes de comer
tus dos panes y los dos cafés, mirarás tus manos y luego los mirarás a ellos,
que siguen comiendo, y dirás, “queo pan… hambuguesa… pollo…”. Alguno de ellos
se detendrá con el bocado a punto de llevarlo a la boca y te mirará, y enseguida
te dará la espalda para que no se te ocurra pedirle, para que de pronto no te
atrevas a quitarle su ración. Te levantarás e irás hasta los barrotes y empezarás
a gritar, “pan… hambuguesa”, con la voz ronca, y sacudirás la reja que está
cerrada con una cadena y un candado, y harás ruido, mucho ruido, hasta que uno
de ellos, el pequeño de la camisa rosada, vendrá hacia ti, te tocará el hombro
y te ofrecerá medio pan, y te dirá que te sientes, señalando el rincón donde
dormiste.
—Más
tarde traen el almuerzo —te dirá.
—Sí,
más tarde —dirá otro de ellos con la boca llena.
Te
quedarás observando la camisa y la cabeza del hombre y verás otra vez la sangre
reseca. Y dirás, “piedada… hopital…”. El hombre te pondrá el pan en una mano y
te empujará un poco al rincón que ya es tuyo, te empujará repitiendo “más tarde
traen el almuerzo”, y tú con tu cuerpo grande y la fuerza descomunal de tus
brazos te dejarás empujar y te sentarás a pensar en ese almuerzo, en los
almuerzos que te servía tu madre, en el último almuerzo cuando le ocultaste que
ibas a trabajar en el campo, arando la tierra, sembrando, haciendo mandados, y
que te ibas a ganar mucho dinero para traérselo a ella, para que se comprara un
vestido y unos zapatos y mucha comida de la buena. Y recordarás que casi se lo
dices, a pesar de que el señor don Pepe te dijo que no le dijeras, para que
ella se emocionara con la sorpresa, “carajo, para que luego se ponga contenta”.
Recordarás que esa noche, como a las siete, fuiste a la plaza y por segunda vez
en tu vida te comiste otra hamburguesa, grande, jugosa, con papitas y gaseosa,
y luego pediste más papitas, las rociaste con casi toda la salsa de tomate que
había en el frasco, y te untaste la comisura de los labios y la barbilla.
Entonces, te pararás, empezarás a caminar de una pared a otra, y murmurarás
contando con los dedos, “vetido… zapato… pechuga… costilla… sachichón… arró…
papita… gaseosa… pan…”. Te quedarás mirando el dedo que te falta para completar
diez, te detendrás en la mitad de la celda a pensar, y uno de los hombres que
te ha estado siguiendo y oyendo, dirá:
—Pastel…
Repetirás
la palabra pastel y como ya tienes los diez dedos abiertos, levantarás las
manos, gritarás “diez”, y te aplaudirás a ti mismo, y los hombres, después de
un instante, aplaudirán. Te voltearás hacia ellos y repetirás diez, riendo,
alegre. Los hombres volverán a aplaudir y tú te acercarás para que te abracen,
para que te feliciten. El calvo no te abrazará, se levantará y cogerá con las
dos manos los barrotes, colocará la cabeza entre ellos y cuando intentes ir
hacia él, el del bigote te retendrá, te hará sentar, te volverá a felicitar.
Dirás, “don Pepe… tabajo… plata… caajo…”, y recordarás que te montaste en ese
carro grande y fueron por muchos lugares, montañas, valles, más montañas, frío,
calor. Y cuando ya era de día te despertaste con un alboroto porque los
soldados los bajaron a culatazos, los llevaron a un barranquito y los hicieron
sentar. Recordarás que al rato viste a don Pepe y a don Pedro hablando con un
soldado, y que les gritaste, “don… don… tabajo… plata… caajo”. Cuando te
levantaste y quisiste correr hacia ellos los soldados te tumbaron y te cogieron
a culatazos, patadas y golpes, y te rompieron la cabeza. Mirarás al de la
camisa rosada y recordarás que él quiso detenerlos, que les gritó:
—¡No le
peguen, déjenlo!, ¿no ven que es un retrasado…?
Lo
señalarás con la mano y le dirás, “no etasao… paputa… mapaío…”, y los hombres
reirán, menos el calvo que seguirá agarrado a los barrotes, y verás en la
camisa rosada las manchas de sangre porque dejaron de pegarte y siguieron con
él. Entonces, te quedarás en lo que siempre piensas, en tu mamá y en comida.
Así estarás, callado, pensando, hasta que todos oirán los pasos de las botas en
el pasillo, y los hombres se pondrán tensos, pero tú te levantarás, correrás a
los barrotes, y gritarás, “comía… comía”. El calvo se echará atrás, hacia el
centro de la celda con los puños cerrados, y tú, al verlos, te voltearás hacia
los otros. Les anunciarás, “¡amuezo…!, ¡amuezo…!”, pero cuando los veas sin las
ollas les preguntarás, yendo de barrote en barrote, tratando de mirar al fondo del
pasillo a ver si vienen otros con la comida, “¿amuezo…?, ¿comía…?”. Oirás una
voz, diciendo:
—El de
la camisa rosada y el tontohermoso salen.
Y
abrirán la celda y los llevarán por el pasillo, los montarán en un camión y
gritarás, “tabajo… tabajo… plata… mamá… caajo”, y los soldados con las armas
terciadas te mirarán sin entenderte, pero no pronunciarán una sola palabra. Al
rato llegarán a un bosquecito y tres hombres se llevarán al de la camisa
rosada. Te quedarás esperando y oirás el ruido de tres estallidos, y te dirán
que camines, “allá, para el trabajo”, y empezarás a caminar aprisa, luego a
correr, y de pronto te caerás porque sentirás que algo te pica en la espalda,
“¿avispón?”, y te levantarás, darás tres pasos, oirás un ruido como los totes
que te tiraban los niños malos en Soacha, y volverás a caer. Intentarás
levantarte pero no lo lograrás, te dolerá la picazón y te quedarás quieto
mirando el cielo, el cielo azul que empieza a abrirse y verás una luz blanca
que desciende hacia ti, oirás una voz, “¿Dios?”, una voz que dice, “remata a
ese retrasado”, y empezarás a sentir un olor a perfume, a pachulí de la gloria
celestial, oirás una música y otro tote que te hace cerrar los ojos para
siempre.
De otros mundos
Mester de Brevería
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