Patrick Modiano
"El tiempo es destructor como un bombardeo"
España vive un resurgir del escritor francés. |
A su última novedad, 'En el café de la juventud perdida', y a su
prólogo al 'Diario de Helène Berr', se suma la edición de dos obras
antiguas: 'Dora Bruder' y 'Calle de las tiendas oscuras' | "Incluso las cosas más banales contienen un misterio que se desvela si las miramos fijamente"
15/02/2009 - 01:36h | Última actualización: 26/05/2009 - 00:01h
Lo primero que llama la atención de Patrick Modiano
(Boulogne-Billancourt, 1945) es su altura de jugador de baloncesto (1,98
m, según precisa). Nos recibe en su casa de París, equidistante entre
el jardín de Luxemburgo y la iglesia de Saint-Germain-des-Prés, en unos
barrios inmortalizados en sus novelas. Hay un vídeo en Youtube que
simboliza mejor que nadie el sentido de su obra: aparece Modiano
recorriendo un supermercado, construido donde antes había un cine, e
intentando situar entre los estantes de productos los elementos que su
memoria le indica: "Creo que aquí estaba la pantalla, aquí las
butacas...", va apuntando vacilante. En España vivimos un auténtico
resurgir Modiano, pues a su última novedad, En el café de la juventud perdida (Anagrama/Proa), y a su prólogo al Diario de Helène Berr (Anagrama/Empúries), se suma la edición de dos obras antiguas suyas, Dora Bruder (que Seix Barral acaba de publicar) y Calle de las tiendas oscuras, ganadora del Goncourt en 1978 y que Anagrama y Proa publicarán el próximo 5 de marzo.
¿Ya no escribe en los cafés?
No, ahora lo hago en este despacho, con mi pluma. Debo de ser la última
generación que escribe a pluma. Pero si me obligaran a hacerlo en un
café, sería capaz, puedo escribir en cualquier sitio. Lo de la pluma es
porque el hecho de escribir es ya algo tan abstracto que tengo la
necesidad de un objeto sólido que me ancle a la materia; si no, todo es
muy virtual.
Ahora que coinciden tres libros suyos en las
librerías españolas, además de un prólogo, es la ocasión de comprobar si
es verdad que escribe usted siempre el mismo libro..
Esa
es una sensación que tengo a menudo, en efecto. ¿Cómo decirle? Es el
mismo libro pero escrito a trozos, como un corredor que se detiene y
reprende la carrera un tiempo después. Es cada vez el mismo libro pero
desde ángulos diferentes. No hay repetición, pero es la misma obra.
Escrito a trozos, ¿del mismo modo que trabaja la memoria?
Sí, de forma completamente discontinua, sin arquitectura. En el siglo
XIX, las novelas se construían como una catedral. Pero esto mío son unos
trocitos. Como en la memoria, las cosas vienen a golpes, de repente,
desordenadamente.
Tras haber leído como vapuleaba a su padre en el autobiográfico Un pedigrí, sorprende ver que en los 70 le dedicara este libro, Calle de las tiendas oscuras.
Es el único que le he dedicado. Llevaba diez años sin tener noticias
suyas y supe de repente que se había muerto. Pensé que era absurdo que
las cosas sucedieran de ese modo, y se lo dediqué.
Si en Un pedigrí era usted quien realizaba una labor de detective sobre su pasado, en Calle de las tiendas oscuras es el narrador quien se pregunta por su identidad
Él encima sufre amnesia, y no recuerda nada de su vida anterior.
Intenta encontrar briznas de su pasado. Lo raro es que mis novelas son
siempre eso, y no me doy cuenta más que cuando las he acabado: 'Mira -me
digo-, has vuelto a hacer la misma cosa, qué curioso'. Pero no me doy
cuenta de esos leitmotivs que vuelven una y otra vez.
Esta
es una novela en brumas, no conocemos la identidad del personaje
principal, que pasa por cuatro personalidades diferentes, según las
pistas le conducen a uno u otro lugar...
Hay una atmósfera
onírica, no estamos seguros de nada. Es una novela enigmática, no
sabemos ni quién es el que nos habla. A veces me digo que escribo cosas
así a causa de la época en que vivo, en el siglo XIX hubiera hecho otra
cosa, pero hoy escribo sobre la búsqueda de la identidad, sobre el
tiempo perdido...
El pianista toca en la novela Que reste-t-il de nos amours y toda la novela es una pregunta sobre qué es lo que queda de nuestras vidas, ¿no?
Exacto. Estaba obsesionado con el hecho de que a menudo, de nuestras
vidas, sólo quedan algunas briznas: unas pocas fotos, alguna agenda, los
testigos desaparecen, y los quedan dan falsas indicaciones, sus
recuerdos no son exactos
.
Eso conecta con Dora Bruder, libro donde usted investigó el caso de esta chica de 15 años desaparecida y enviada a Auschwitz.
Sí, lo raro es que no había testimonios, apenas algún apunte en los
registros de policía. Es terrible ver cómo todo se pierde: incluso si
usted pregunta a alguien sobre su propia vida él mismo habrá olvidado
muchas cosas, o deformará otras inconscientemente, hay una incertidumbre
total.
Dora Bruder fue un caso real, pero eso a usted le da igual
Sí, no hago esa distinción, Dora Bruder ha existido, todo es real, pero
lo extraño es que, tras haber escrito su libro, no tuve la impresión de
que me desviaba de mi línea. No hay minguna diferencia, finalmente,
entre este libro y mis novelas.
El narrador de Calle de las tiendas oscuras no comprende el mundo, está perdido. ¿A usted le cuesta comprender el mundo?
Hay en todo un lado un poco incoherente. Y, para que me vengan ganas de
escribir algo, tengo necesidad de que las cosas sean enigmáticas. Me
fijo en elementos que existen realmente: calles, personas, e intento
infundirles misterio. Creo firmemente que incluso las cosas que nos
parecen más banales contienen un misterio que, si uno las mira
fijamente, acaba por desvelarse, como todo tuviera una especie de
subrealidad. Hay misterio en todo.
Hay críticos que ven Calle de las tiendas... como una novela negra.
Lo es, de joven estaba muy influenciado por todos los escritores de
novela negra: ciertos norteamericanos, algunos franceses
Todo lo que
pertenece al dominio del misterio me interesa. En el fondo, la novela
negra es onírica, no es nada realista. Tampoco las películas del género
son realistas, para empezar son en blanco y negro y la vida es en
colores.
Reencontramos a París como personaje.
También es un París onírico que, aunque basado en lo real, con calles
precisas, está totalmente interiorizado, a partir de mis recuerdos de
adolescente. Un París que ya no existe. Ojo, no es nostágico, sino
soñado, totalmente interior.
Esa descripción exterior, de calles y plazas es, de hecho, la definición de nuestro interior...
Sí. Mis novelas son siempre un universo urbano, vivo aquí y hablo de
ello. A veces me sabe mal, porque me hubiera gustado escribir esos
novelones rusos del XIX que suceden en el campo, tengo esa nostalgia, me
hubiera gustado describir bellos paisajes rurales. Pero es el azar, uno
está obligado a hablar de lo que ha visto.
¿Se pasea todavía?
Bueno
es cada vez más difícil. Ya no son paseos como los que hacía
antes, sin rumbo. Ahora voy a un sitio preciso, no vagabundeo. Voy a
verificar, por ejemplo, en qué se ha convertido un sitio de los que
hablo. París ha cambiado tanto
Han desaparecido tantos lugares, el paso
del tiempo es una masacre, como un bombardeo. Desaparecen cafés y
librerías, todo se convierte en tiendas de ropa de marca.
Su estilo se caracteriza por la economía expresiva, ¿puede defenderla?
Una frase corta, algo lineal, es el único modo, para mí, de captar lo
onírico, porque para dar esa impresión de un sueño interrumpido, en el
que entra alguien por sorpresa, necesito frases muy concretas, al igual
que en algunos cuadros surrealistas, como los de Magritte, todo es muy
preciso pero la impresión global es de sueño. Eso son mis frases cortas,
un estilo barroco no me sirve.
¿Eso no ha cambiado con los años?
No. Cuando empecé a escribir todo era muy difícil, muy penoso,
trabajaba frase a frase, era un martirio, no era capaz de escribir una
primera versión rápidamente, como hago ahora y después corregir. No
encontraba momentos de reposo, no había descansos, en las páginas se
apelmazaban las letras, sin espacios en blanco. El texto no conseguía
encontrar su respiración, era asfixiante.
Aquí (1978) ya había, en cambio, muchos diálogos.
Sí, ya sí, y técnicas de collage, trozos de otras cosas, más dinamismo.
Pero, al ponerse a escribir, ¿su prioridad es entretener al lector?
Cuando empiezo un libro, lo raro es que no sé bien adónde voy. Estoy
igual que el lector, no sé nada y la cosa se va definiendo poco a poco, a
medida que uno avanza. Es como conducir un coche sin ninguna
visibilidad, no sabe uno si está al borde del barranco o en una
autopista. Eso es lo que da un toque incierto.
En Dora Bruder vemos cómo los nazis establecieron un rígido sistema de categorías de identidad...
Es extraño eso, casi metafísico: todo un sistema complejo, con fichas
muy precisas y al mismo tiempo, después, no queda rastro de nada.
En España tenemos un debate sobre la memoria histórica, no sé cómo lo llevan en Francia
Francia ha tenido tabúes sobre la ocupación nazi y la guerra de
Argelia, básicamente. Lo que me impresiona siempre es que esos tabúes
históricos los encontramos reproducidos a pequeña escala, en las vidas
individuales, en los casos concretos de la gente que olvida aspectos de
su biografía. Y sin llegar a la amnesia, si usted pregunta a alguien por
su pasado, lo va a transformar sin darse cuenta. Esos falsos
testimonios me fascinan. Es novelesco, es novela negra. El novelista es
un detective.
En el café de la juventud perdida habla de las zonas neutras de París. ¿Qué son?
Cosas raras, no mans land,
lugares imposibles de definir con precisión, barrios en los que uno no
sabe si está o no en París, espacios que no se corresponden con su
entorno, zonas fuera de lugar, incoherentes. Eso es algo evidente en
Berlín y en otras ciudades bombardeadas. Por ejemplo, en los 70, el
espacio donde hoy tenemos el museo Pompidou era un terreno vago, un
gigantesco solar aparecido por los inmuebles destruidos tras la guerra.
Era como un agujero brumoso, impreciso, en medio de una gran ciudad.
Usted
nunca se define políticamente, rompe con la imagen del intelectual
francés comprometido, no sabemos si es de los unos o de los otros.
Es que la política acaba siempre mal para un escritor. La política es,
por definición, una simplificación de las cosas, convertirlas en
superficiales y nuestro trabajo es justamente el contrario, mostrar lo
que hay oculto, la complejidad.
No se relaciona mucho con escritores, ¿por qué?
Alguien que escribe está encerrado en su universo, en una campana de
vidrio, es terrible. Me han dado siempre pena esos encuentros entre
grandes escritores, por ejemplo cuando Joyce se vio con Proust, en un
episodio patético porque no llegaron casi ni a hablarse. Es una paradoja
pero podría hacerle una larga lista de escritores que se han encontrado
y ni siquiera se han comunicado, Es muy triste, es como si levantáramos
una muralla, somos un poco autistas. Debe de haber gente, no
necesariamente en Francia, que trabaje en una línea parecida a la mía,
pero no los conozco y si les conociera no sabría qué decirles.
LA VANGUARDIA
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