Roberto Saviano
GOMORRA
El contenedor se
balanceaba mientras la grúa lo transportaba hacia el barco. Como si estuviera
flotando en el aire, el spreader, el mecanismo que engancha el contenedor a la grúa, no
lograba controlar el movimiento. Las
puertas mal cerradas se abrieron de golpe y empezaron a llover decenas de cuerpos. Parecían
maniquíes. Pero en el suelo las cabezas
se partían como si fueran cráneos de verdad. Y eran cráneos. Del contenedor salían hombres y
mujeres. También algunos niños. Muertos.
Congelados, muy juntos, uno sobre otro. En fila, apretujados como sardinas en lata. Eran los
chinos que no mueren nunca. Los eternos
que se pasan los documentos de uno a otro. Ahí es donde habían acabado. Los cuerpos que las imaginaciones más calenturientas suponían cocinados en los
restaurantes, enterrados en los huertos
de los alrededores de las fábricas, arrojados por la boca del Vesubio. Estaban
allí. Caían del contenedor a decenas, con el nombre escrito en una tarjeta atada a un cordón colgado del cuello. Todos
habían ahorrado para que los enterraran en su ciudad natal, en China. Dejaban que les retuviesen un porcentaje del
sueldo y, a cambio, tenían
garantizado un viaje de regreso una vez muertos. Un espacio en un contenedor y un agujero en un pedazo de
tierra china. Cuando el hombre que
manejaba la grúa del puerto me lo contó, se tapó la cara con las manos y siguió
mirándome a través del espacio que
había dejado entre los dedos. Como si aquella máscara de manos le infundiera valor para hablar. Había visto caer
cuerpos y ni siquiera había tenido
que dar la voz de alarma, que avisar a nadie. Simplemente había depositado el contenedor en el suelo,
y decenas de personas surgidas de la nada los habían metido todos
dentro y habían retirado los restos con un aspirador. Así era como funcionaban
las cosas. Todavía no acababa de creérselo,
esperaba que fuese una alucinación
debido al exceso de horas extraordinarias. Juntó los dedos para taparse la cara por completo y prosiguió su
relato gimoteando, pero yo ya no entendí lo que decía.
Roberto
Saviano
Gomorra
Bogotá, Random
House Mondadori, 2008, pags. 15 -16
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