Patrick Modiano |
Misterioso Modiano
Por Marcos Ordóñez | 02 de enero de 2013
Un hombre solitario vuelve a un barrio de su juventud, un domingo por la tarde, cuando comienza a anochecer, y trata de recuperar su pasado. Se abre una brecha de tiempo y brotan calles borrosas, datos confusos, sombras de gente a la que frecuentó durante un tiempo y no ha vuelto a ver.
“Y sin embargo no lo soñé”, dice el narrador.
Así comienza L’herbe des nuits y así comienzan, en esencia, casi todos los libros de Patrick Modiano. Su nueva novela apareció en Gallimard el pasado 4 de octubre, e imagino que no tardará en publicarse en castellano. No sé si salen siempre en otoño o yo me lo imagino; lo cierto es que llevo más de treinta años leyéndolas, y las espero como esperan los franceses la llegada del Beaujolais: Gallimard podría poner un anuncio en las librerías con la frase “Le Modiano nouveau est arrivé”. Me encanta también la invariabilidad de las portadas de Gallimard (el fondo color crema, el título en letras rojas, el nombre del autor en letras negras), que no han cambiado desde los años veinte, desde la gran época de la Nouvelle Revue Française, de la que todavía permanecen las iniciales, como un sello nobiliario o un código secreto.
Hay gente que no entiende mi fidelidad. “Pero si Modiano siempre cuenta lo mismo…”. Tienen razón, y no me cuesta dársela. Sus novelas se dirían cortadas por el mismo patrón, empezando por su extensión misma: pocas superan las doscientas páginas. Cada nueva entrega parece un eco de la anterior, y me gusta la palabra “entrega” porque connota espera y serialidad: una serie como Los nuevos misterios de París, que ambientaba cada uno de sus episodios en un barrio de la ciudad, pero de la que, a diferencia de la obra de Leo Malet, apenas recordamos los pormenores argumentales. Reconocemos detalles, luces, gestos, paisajes, una atmósfera, como en esos sueños recurrentes que nos hacen decir “Yo he estado antes aquí”. Una atmósfera y sobre todo una música, con rondós, fugas, variaciones sobre los mismos temas: el paso del tiempo, el pasado irrecuperable, la dudosa identidad, la eterna extrañeza de la vida.
Modiano desafía cualquier idea de evolución literaria. A la manera de Simenon, no podemos hablar en su obra de “piezas de transición” o “superación de etapas”: todo lo que es ya lo era al principio. En sus comienzos declaró su fascinación por los escritores rusos, con Turgueniev a la cabeza, por Gérard de Nerval (tan presente en L’herbe des nuits) y por autores oscuros y perdidos, como Emmanuel Bove, que casi parece un personaje inventado por él: nacido en París, Bove se instaló en Viena y publicó novelas populares bajo los seudónimos de Jean Vallois y Pierre Dugast; conoció una fama efímera en 1924 conMes amis; dos años después de la invasión nazi consiguió escapar a Argel, y en sus últimas obras (Le Piège, Dèpart dans la nuit y Non-lieu) describió los ambientes turbios del París ocupado. Modiano también sentía entonces, y quizás siga sintiendo, una mezcla de atracción y repulsa por la figura del canallesco Maurice Sachs, judío y colaboracionista, autor de Le sabbath y La chasse à courre, cuya sombra se proyectará sobre El lugar de la estrella (La place de l’étoile, 1968, revisada y corregida en 1995) y La ronda nocturna (La ronde de nuit, 1969), las dos novelas que le dan a conocer.
Tras esa breve etapa, caracterizada por un onirismo barroco y exasperado, encuentra pronto su forma y su tono, con escasos cambios formales: vienen a la cabeza las tres soberbias nouvelles de Desconocidas (Des sinconnues, 1999), la estremecedora indagación de Dora Bruder (1997), o la autobiografía despojada de Un pedigrí (Un pedigree, 2005).
Hay incursiones en otros géneros, entre las que destacan el relato infantil ilustrado (la mini serie de Choura o las aventuras deCatherine Certitude, que aparecen entre 1987 y 1988 y dibujan, respectivamente, su esposa, Dominique Zherfuss y el gran Sempé), el guión cinematográfico (Lacombe Lucien (1974), llevado a la pantalla por Louis Malle), e incluso una pieza teatral, la deliciosa Poupée blonde (1983), para la que, en compañía de su eterno cómplice Pierre Le Tan, inventa una compañía y un estreno imaginarios en el París de los cincuenta.
El resto de sus libros, una treintena larga de novelas, hacen pensar en esos pintores zen que se empecinan en repetir una y otra vez el mismo movimiento buscando la máxima depuración, la poesía pura de su trazo. Una carrera como la suya sería impensable en España: a la tercera entrega le habrían crucificado bajo acusaciones de repetición y autoplagio.
Modiano dice que la mayor parte de sus libros nacen de una especie de agujero negro en su memoria: la época en la que tenía, precisa, “entre 17 y 22 años”. Primero situó sus historias en la Ocupación, que no conoció, y luego en los días de su adolescencia, en los primeros sesenta, con el telón de fondo de la guerra de Argelia. Un tiempo en el que vagó a la deriva, sin anclajes, “como si viviera en la clandestinidad”. Un mundo de personajes turbios que se mueven al margen de los horarios y las ocupaciones de la gente corriente, en cafés nocturnos, en hoteles de segunda categoría, en esos barrios que parecen dejar de existir tan pronto nos alejamos de ellos. Las mujeres son siempre enigmáticas, silenciosas, de pasado borroso, y nunca tienen más de 25 años. Rara vez las describe, pero yo las imagino a caballo entre Françoise Hardy y Dominique Sanda.
L’herbe des nuits, que debe su título a un verso de Ossip Mandelstam, guarda un cierto parentesco con El horizonte(L’horizon , 2010), su novela inmediatamente anterior, y con una de las primeras, Calle de las Tiendas Oscuras (Rue des Boutiques Obscures, 1978), que le valió el premio Goncourt, pero ofrece la novedad, o al menos yo lo veo así, de una intensa y turbadora pulsión romántica, de la que luego hablaremos.
El nudo argumental es levísimo. Jean, el protagonista, rememora desde la edad madura un breve periodo de su juventud, apenas tres meses, en el que se enamoró de una muchacha llamada Dannie, relacionada con un grupo de hombres que frecuentaba el Unic Hotel de Montparnasse: Paul Chastaigner, Aghamouri Ghari, Dowels, Gerard Marciano y un tal Georges B., también conocido como Rochard.
Dannie parece huir de una amenaza imprecisa, que le lleva a cambiar frecuentemente de domicilio, y acaba desapareciendo sin dejar rastro. Poco antes, en un fragmento que aparece destacado en la contracubierta (es decir, que al citarlo ahora no revelo ningún secreto), le pregunta a Jean: “¿Qué dirías si te dijera que he matado a alguien?”.
Un policía llamado Langlais interroga al narrador. Muchos años después, cuando Jean se ha convertido en novelista, el jubilado Langlais, tras un encuentro presuntamente casual, le entrega las escasas páginas que logró recuperar del atestado. Jean descubre así que Dannie se hacía llamar Mireille Sampierry, Michèle Aghamouri y Jeannine de Chillaud, y que un hombre vinculado con ella y con el grupo del Unic Hotel murió en un apartamento del Quai Henri-IV, propiedad de una tal Mme.Dorme, pero no llegamos a conocer ni el nombre de la víctima ni los pormenores de su muerte, sea por secreto de sumario o porque el paso del tiempo ha desdibujado las huellas.
Las vagas pistas que ofrece Modiano (secuestro, desaparición) y el vínculo de un miembro del grupo con los servicios secretos marroquíes, evoca el caso Ben Barka, y me doy cuenta, en el instante mismo de escribirlo, que para un joven lector ha de resultar tan lejano e irreal (tan “personaje”, en una palabra) como debían ser para Modiano los nombres de la banda de la Rue Lauriston, la sede de la Gestapo parisina, cuando escribió sus primeras novelas.
Es obvio que L’herbe des nuits no es una novela policial, un polar al uso, para decirlo a la francesa: el suceso criminal es un mero detonante, una reminiscencia de la época, y lo que menos le interesa es crear un suspense o revelar las claves de lo sucedido en el tercio final. Pesa mucho más la eterna tonalidad de esfumación: Jean escucha voces que regresan, “tan débiles como las que escuchamos a veces en la radio, muy tarde en la noche, emborronadas por parásitos”, pero que ya eran lejanas entonces, cuando “contemplaba a aquella gente como si nos separase el vidrio de un acuario”.
(Traduzco de un modo tan rápido como libérrimo).
Como tantos protagonistas de sus novelas, como Modiano mismo, Jean necesita anotar compulsivamente en su cuaderno todo tipo de datos (números de teléfono; direcciones de pisos, hoteles, garajes; nombres de calles, de bares, de estaciones de metro) “como si de un momento a otro las gentes y las cosas estuvieran a punto de desaparecer y necesitase guardar pequeñas pruebas de su existencia”. Paseando con Aghamouri por los descampados que rodean la universidad, el adolescente consigna los rótulos de las tenerías abandonadas (Sommet frères – Cuirs et peaux; Tanneries de Beaugency; Maison A.Martin – Cuirs verts) y, por un instante, cree olfatear el olor intenso, el olor imposible de las pieles y los cueros puestos a secar en un tiempo anterior.
¿Imposible? No, tales hiperestesias pueden producirse: mi mujer y yo percibimos una tarde, al mismo tiempo y sin palabras, en una esquina de Riera Alta, el aroma inequívoco de una fábrica de chocolate que me acompañó durante mi infancia y que llevaba más de diez años derruida.
Pero hay algo más. El joven Jean recorre París con la misma mirada, entre sonambúlica y alucinada, del protagonista de Cuatro noches de un soñador, la película de Robert Bresson, y constantemente cree estar moviéndose a caballo de dos tiempos paralelos o coincidentes. Ya en las primeras páginas, cuando retorna a aquellos barrios perdidos, tiene la sensación de haber penetrado por “una brecha en el tiempo”, donde pasado y presente parecen abolidos, unidos en un tiempo inmóvil pero irrecuperable, y donde habita un doble de sí mismo, “un gemelo que no ha envejecido y sigue viviendo, hasta en los menores detalles y hasta el fin de los tiempos, lo que viví entonces durante tan corto periodo”.
Cuando evoca sus paseos nocturnos con Dannie, recuerda “un silencio que no podía ser turbado por el paso de un automóvil sino por las pezuñas del caballo de un carruaje”, y percibe la fachada umbría de una iglesia “como un ave gigante en reposo”, un ave que se diría dibujada por Tardi.
Cuando un policía le pide por teléfono que se identifique le da el nombre del poeta maldito Tristan Corbière; más tarde, mientras Langlais le interroga en la comisaría, se pregunta si no se encontrará “en el lugar exacto donde se ahorcó Gerard de Nerval: tal vez si bajáramos a los sótanos de este edificio descubriríamos un tramo de la calle de la Vieille-Lanterne”.
Hacia la mitad del libro hay un extraordinario pasaje (y aquí el término es literal) en el que una mujer negra entra en una librería con un capazo que parece contener objetos robados y Jean se lanza a seguirla convencido de que bien pudiera tratarse de la reencarnación (o la gemela) de Jeanne Duval, la amante haitiana de Baudelaire.
A medida que avanza el relato, Jean “habla” con la Dannie de entonces, la Dannie que habita, como su gemelo, en un haz de tiempos coincidentes, solo que ella, claro está, ya no puede responderle: “Es demasiado tarde para preguntarle por su verdadero nombre, salvo en mis sueños, donde los tiempos se confunden. Pero no sirve de nada: ella no me oye, y yo siento esa extraña sensación de ausencia que experimentamos al soñar con nuestros amigos muertos y verles tan cerca de ti”.
Aquí Modiano está muy cerca, como nunca lo ha estado, de la Aurelia de Nerval y delPeter Ibbetson, de Georges du Maurier, que tanto deslumbraron a los surrealistas, pero también de otro escritor tan oscuro y olvidado como Emmanuel Bove, e igualmente reivindicable: André Hardellet, el autor de Le seuil du jardin, otro ilustre rastreador de esas calles donde “solo es real la niebla”.
Vuelvo una y otra vez a Modiano porque me gustan su música y su misterio, porque reconozco (o creo reconocer) sus parentescos y su voz única, porque me traslada a parajes “nunca reales y siempre verdaderos”, y porque me hace mirar con sus ojos, a la manera de esos grandes fotógrafos que, como Brassai, destilan y reinventan la realidad.
Si vas en metro leyendo una novela de Modiano, todos los viajeros parecen creados por su pluma y bañados por su luz, tan incierta como deslumbrante, y la luz sigue afuera, en ese barrio al que regresa un hombre solitario en busca de su pasado, una tarde de domingo, cuando comienza a anochecer.
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