FICCIÓN BREVE
Silvina Ocampo
CIELO DE CLARABOYAS
La reja del ascensor tenía
flores con cáliz dorado y follajes rizados de fierro negro, donde se enganchan
los ojos cuando uno está triste viendo desenvolverse, hipnotizados por las
grandes serpientes, los cables del ascensor.
Era la casa de mi tía más vieja
adonde me llevaban los sábados de visita. Encima del hall de esa casa con cielo
de claraboyas había otra casa misteriosa en donde se veía vivir a través de los
vidrios una familia de pies aureolados como santos. Leves sombras subían sobre
el resto de los cuerpos dueños de aquellos pies, sombras achatadas como las
manos vistas a través del agua de un baño. Había dos pies chiquitos, y tres
pares de pies grandes, dos con tacos altos y finos de pasos cortos. Viajaban
baúles con ruido de tormenta, pero la familia no viajaba nunca y seguía sentada
en el mismo cuarto desnudo, desplegando diarios con músicas que brotaban
incesantes de una pianola que se atrancaba siempre en la misma nota. De tarde
en tarde, había voces que rebotaban como pelotas sobre el piso de abajo y se
acallaban contra la alfombra.
Una noche de invierno
anunciaba las nueve en un reloj muy alto de madera, que crecía como un árbol a
la hora de acostarse; por entre las rendijas de las ventanas pesadas de
cortinas, siempre con olor a naftalina, entraban chiflones helados que movían
la sombra tropical de una planta en forma de palmera. La calle estaba llena de
vendedores de diarios y de frutas, tristes como despedidas en la noche. No
había nadie ese día en la casa de arriba, salvo el llanto pequeño de una chica
(a quien acababan de darle un beso para que se durmiera,) que no quería
dormirse, y la sombra de una pollera disfrazada de tía, como un diablo negro
con los pies embotinados de institutriz perversa. Una voz de cejas fruncidas y
de pelo de alambre que gritaba "¡Celestina, Celestina!", haciendo de
aquel nombre un abismo muy oscuro. Y después que el llanto disminuyó
despacito... aparecieron dos piecitos desnudos saltando a la cuerda, y una risa
y otra risa caían de los pies desnudos de Celestina en camisón, saltando con un
caramelo guardado en la boca. Su camisón tenía forma de nube sobre los vidrios
cuadriculados y verdes. La voz de los pies embotinados crecía:
"¡Celestina, Celestina!". Las risas le contestaban cada vez más
claras, cada vez más altas. Los pies desnudos saltaban siempre sobre la cuerda
ovalada bailando mientras cantaba una caja de música con una muñeca encima.
Se oyeron pasos endemoniados
de botines muy negros, atados con cordones que al desatarse provocan accesos
mortales de rabia. La falda con alas de demonio volvió a revolotear sobre los
vidrios; los pies desnudos dejaron de saltar; los pies corrían en rondas sin
alcanzarse; la falda corría detrás de los piecitos desnudos, alargando los
brazos con las garras abiertas, y un mechón de pelo quedó suspendido, prendido
de las manos de la falda negra, y brotaban gritos de pelo tironeado.
El cordón de un zapato negro
se desató, y fue una zancadilla sobre otro pie de la falda furiosa. Y de nuevo
surgió una risa de pelo suelto, y la voz negra gritó, haciendo un pozo oscuro
sobre el suelo: "¡Voy a matarte!". Y como un trueno que rompe un
vidrio, se oyó el ruido de jarra de loza que se cae al suelo, volcando todo su
contenido, derramándose densamente, lentamente, en silencio, un silencio profundo,
como el que precede al llanto de un chico golpeado.
Despacito fue dibujándose en
el vidrio una cabeza partida en dos, una cabeza donde florecían rulos de sangre
atados con moños. La mancha se agrandaba. De una rotura del vidrio empezaron a
caer anchas y espesas gotas petrificadas como soldaditos de lluvia sobre las
baldosas del patio. Había un silencio inmenso; parecía que la casa entera se
había trasladado al campo; los sillones hacían ruedas de silencio alrededor de
las visitas del día anterior.
La falda volvió a volar en
torno de la cabeza muerta: "¡Celestina, Celestina!", y un fierro
golpeaba con ritmo de saltar a la cuerda.
Las puertas se abrían con
largos quejidos y todos los pies que entraron se transformaron en rodillas. La
claraboya era de ese verde de los frascos de colonia en donde nadaban las
faldas abrazadas. Ya no se veía ningún pie y la falda negra se había vuelto
santa, más arrodillada que ninguna sobre el vidrio.
Celestina cantaba Les Cloches de Corneville, corriendo con
Leonor detrás de los árboles de la plaza, alrededor de la estatua de San
Martín. Tenía un vestido marinero y un miedo horrible de morirse al cruzar las
calles.
CUENTOS
POEMAS
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