Silvina Ocampo con Bioy Casares, Dragón y Sacastrú |
NUEVE PERROS
Para
A. B. C.
El
primero estaba en un cuadro pintado al óleo, sobre la chimenea del comedor de
la casa de campo, donde veraneaba en mi infancia. Mientras comíamos en una
enorme mesa, con muchos comensales y fuentes, yo miraba de soslayo al perro,
que era de caza con dibujos en la piel que se asemejaban a un mapa, y él miraba
de frente, como miran los perros. Recuerdo que estaba sentado al pie de un
árbol sin follaje, en que se apoyaban la mochila, los rifles, las escopetas,
las perdices y no sé si una liebre o varias, o si todas las perdices eran
liebres. Yo también estaba sentada, casi a la cabecera de una mesa en forma de
óvalo, cubierta con un mantel de Damasco, blanco, con rosas, mariposas o
lirios. De buena gana hubiera cedido mi asiento y me hubiera sentado al pie del
árbol. A ese perro pintado me unía el silencio. Ninguno de los dos hablábamos a
la hora de las comidas; yo, por timidez, y él, no por ser perro sino por estar
en un cuadro; así me parecía a mí. "Ayúdame a sobrevivir", tal vez le
habría dicho interiormente, si hubiera sabido formular el sentimiento, porque
siempre en mi infancia, en mi adolescencia y después, por bastante tiempo,
sufrí de vivir: hasta que lo conocí a Áyax.
El
segundo se llamaba Áyax. Me parecía hermoso, más hermoso que todos los otros,
quizá por su altura, la belleza de su piel o la mirada, que era tan viva y tan
noble. Me enseñó que no sólo el hecho de ser un perro, sino el de tener un
perro, es trágico a veces. Me enseñó también a conocer, a apreciar la verdadera
fidelidad. No era mío, pero eso no importaba, ya que en toda posesión hay
remordimientos; fue mi predilecto, pero ¿qué digo?, fue mi predilecto porque
lo asocio a la llegada de la felicidad: este es el mayor motivo de gratitud que
tengo. En mi recuerdo, la dicha va siempre acompañada de aquel perro, como San
Roque del suyo.
Áyax
era atigrado, con orejas chicas y frías. Sus ojos eran del color amarillento
del agua de los estanques y, cuando se enfurecía, grises. Parado sobre las
patas traseras, alcanzaba la altura de un hombre. Que fuera tan grande y que
tuviera las orejas tan chicas y frías, me enternecía no sé por qué. Yo solía
acariciarle las orejas y no el lomo o la frente, que su amo acariciaba
mirándole los ojos con tanto entendimiento. Recortado parecía un tigre, sobre
todo cuando apoyaba la mandíbula sobre el suelo, mordiendo ávidamente un
hueso. Las primeras veces que lo vi, más que simpatía, me inspiró miedo. Cuando
advertí que era bueno, a pesar de su color, de su tamaño y de su ladrido, me
sentí protegida por él, pero todo eso tardó en suceder, porque ni él se rendía
a mi adulación, ni yo a su franqueza. Yo no podía prever que todo aquello que
me inquietaba en él, alguna vez me infundía tranquilidad, que las noches en el
campo, el silencio, la soledad, los ruidos arcanos, la oscuridad total, gracias
a Áyax, ya no me acecharían con amenazas. Áyax era el guardián, la sirena de
alarma, el médico rural. Se me antojaba que tenía poder de apagar el fuego,
ahuyentar la muerte o los malos espíritus. Durante un verano, cuando nos
mudamos a la casa de campo que había pertenecido a una de nuestras abuelas, el
piso alto se llenó por la noche de ruidos insólitos, que atribuimos al
principio a comadrejas, gatos o ratones que corrían por el techo, hasta que
apareció un sombrero sin dueño, que nadie reconocía. El sombrero era
indudablemente de otra época. Lo mirábamos sin comprender, como los monos miran
los objetos que inventan los hombres. Áyax nos miraba. Entonces supimos que la
casa estaba habitada por fantasmas y que uno de ellos usaba sombrero. Nos
alegramos, pero Áyax, siempre vigilante, creyó que los ruidos y los objetos
misteriosos nos molestaban, destrozó el sombrero olvidado en la silla de
mimbre, ladró a los pasos anónimos que poblaban el admirable silencio y ahuyentó
a los fantasmas.
Áyax
tardaba un buen rato en acomodarse en su cama. Daba vueltas en un círculo
cerrado hasta que se acostaba. A veces las vacilaciones eran angustiosas;
después de vueltas y vueltas, se detenía y miraba escandalizado algo en la
cama, pero ese algo era un mínimo detalle, que nadie, salvo él, advertía.
Nunca
ponderamos bastante la inteligencia de un animal querido, pues no podemos citar
una frase que haya dicho o escrito memorablemente; para alabarlo contamos sólo
con las manías o los gestos íntimos de cariño que tuvo y que van perdiendo
fuerza con el tiempo, a medida que los borran de nuestro recuerdo tantas
acumuladas frases orales y escritas de los seres humanos.
Cuando
hablamos de un perro, nadie nos cree, y si nos creen, apenas nos escuchan,
porque piensan: "Yo también tuve (o tengo) un perro", o bien,
"Nunca me interesaron los perros".
No
poder repetir algo que Áyax me dijo me parece ahora extraño, pero,
¿acaso hablar es tan importante? Un detalle de su biografía, que no omitiré, es que hubo en nuestra vida un antes y un después de Áyax y un cuando Áyax, el más feliz de todos. Esto me recuerda las palabras que cita Arthur Waley en la biografía del poeta chino Li Po: "Cuando avanzaban hacia el patíbulo, Li Su volviose hacia su hijo y exclamó: —Ah, si todavía estuviéramos en Shanghai, cazando liebres con nuestro perro castaño. "¡Cuántas veces quisiéramos estar con aquel perro!
¿acaso hablar es tan importante? Un detalle de su biografía, que no omitiré, es que hubo en nuestra vida un antes y un después de Áyax y un cuando Áyax, el más feliz de todos. Esto me recuerda las palabras que cita Arthur Waley en la biografía del poeta chino Li Po: "Cuando avanzaban hacia el patíbulo, Li Su volviose hacia su hijo y exclamó: —Ah, si todavía estuviéramos en Shanghai, cazando liebres con nuestro perro castaño. "¡Cuántas veces quisiéramos estar con aquel perro!
Áyax
tenía un ladrido profundo: siempre gruñía antes de ladrar, como si dijera
"Voy a ladrar". Para el común de los perros, su fidelidad era
exagerada. Una
vez casi se suicidó: creía que atacaban a su amo y se arrojó del piso alto de la casa para defenderlo.
vez casi se suicidó: creía que atacaban a su amo y se arrojó del piso alto de la casa para defenderlo.
Cuando
me fui a vivir con él, no quise que durmiera en mi dormitorio, que era el
cuarto donde él acostumbraba dormir. Advirtió que al llegar la noche yo no lo
dejaba entrar en el cuarto. Usó de una estratagema que surtió durante unos
días efecto; con prudente anticipación se acomodaba a la entrada del dormitorio,
apoyando la cabeza contra la puerta abierta, de modo que no pudiera echarlo, ni
cerrar la puerta. La primera vez intenté echarlo y gruñó. Con respeto me alejé.
La segunda vez amenazó morderme. Durante un tiempo me resigné a su capricho,
luego cerré la puerta todas las noches antes de su llegada. Quedó perplejo y
triste y no volvió a gruñirme.
Cuando
su amo se iba de viaje, yo tenía que dormir teniéndole la pata, porque su
llanto era tan lastimero que me veía obligada a consolarlo de ese modo.
"No llore —yo le decía—, volverá muy pronto." Nunca lo tuteé como a
los otros perros. Le estrechaba la pata en mi mano, de igual modo hubiera
estrechado una mano, hasta que se dormía, o que yo me dormía. Pero tal vez
toda esa representación era un engaño y en lugar de ser yo quien lo
tranquilizaba, él me tranquilizaba.
No
le gustaban las playas: se le erizaba el pelo cuando caminaba en la arena. Con
los años se volvió maniático. Después de comer, hipócritamente, como si
hiciera una caricia, se limpiaba el hocico en los pantalones de cualquiera,
salvo en los míos y en los de su amo, siempre que no estuviera distraído.
Tomaba los remedios dócilmente, comía dulce de leche. Creíamos que le iba a
gustar como a nosotros, algún día. Pero él no dudaba de sus gustos.
Una
vez la perrera lo recogió en la calle y hubo que buscarlo hasta la calle San
Pedrito; entre coches fúnebres y carros de basura que llevaban flores. La
angustia de perderlo y la alegría de encontrarlo, fueron parejas.
angustia de perderlo y la alegría de encontrarlo, fueron parejas.
Sus
amores eran apasionados. No me parecía posible que un perro tan serio se
volviera tan desconsiderado. Se escapaba de la casa, en busca de una hembra,
cruzaba potreros, campos desiertos, arboledas, como si nunca fuera a volver, y
si volvía lloraba toda la noche y todo el día. Se enamoró de Sombra, que fue su
más grande amor. Sombra no valía nada. Lloró por ella muchas noches, sin
dejarnos dormir. Tuvo hijos, casi mató a uno, a Sacastrú, cuando lo vio por
primera vez en una estación.
Una
piedra en el campo, donde murió, lleva su nombre. Cuando paso junto a esa
piedra, siento ganas de persignarme o de ponerle flores.
El
tercero, o más bien la tercera, se llamaba Sombra, era negra, tenía una oreja
parada y otra caída, lo que le daba un aire apesadumbrado. Seguramente la
habían castigado mucho porque andaba siempre con la cola y la cabeza entre las
patas, salvo cuando estaba en celo y se ponía desdeñosa y erguida, haciéndonos
creer que era preciosa. Invariablemente, después de esos días, queríamos enderezarle
la oreja doblada y le poníamos tela adhesiva.
El
cuarto se llamaba Sacastrú. Atigrado, vicioso, triste y solitario, Sacastrú,
con un imperceptible vaivén, pasaba horas debajo de un sauce, para que las
ramas, que eran como cortinas, y su propio movimiento, le hicieran cosquillas.
Nos reíamos de él: se me antojaba que era como reírme de un mudo o de un niño.
No creo que fuera tan idiota como parecía. Sospechábamos que se hacía el
idiota. Por otra parte, nadie se ocupó de educarlo. Alguien dijo que era hipócrita
o rabioso. Juzgué la acusación injusta. Los hombres no soportan que un perro
sea independiente.
Dicen que está rabioso al verlo solo. Tres o cuatro veces por año, durante cinco días, tenía un amo, no se hacía la ilusión de tenerlo; entonces se alegraba un poco, vigilaba las puertas y salía de su inercia. Ese ilusorio amo era un amigo nuestro que venía a visitarnos en el campo de vez en cuando y que no quería a Sacastrú, pero que se sentía un poco halagado y obligado por amabilidad a demostrarle algún cariño, permitiéndole dormir en el umbral de su puerta. Nada más.
Dicen que está rabioso al verlo solo. Tres o cuatro veces por año, durante cinco días, tenía un amo, no se hacía la ilusión de tenerlo; entonces se alegraba un poco, vigilaba las puertas y salía de su inercia. Ese ilusorio amo era un amigo nuestro que venía a visitarnos en el campo de vez en cuando y que no quería a Sacastrú, pero que se sentía un poco halagado y obligado por amabilidad a demostrarle algún cariño, permitiéndole dormir en el umbral de su puerta. Nada más.
El
quinto se llamaba Lurón, Lurón de la Morlay. No tenía cola. Su pelo castaño era
enrulado y suave. En una de sus orejas alguna vez puse un moño. Alguien me
preguntó por qué lo disfrazaba. Me ruboricé y le quité el moño, pero le puse
en el collar un cascabel. Era un perro de aguas, de circo de ciegos. A Áyax, al
principio le desagradó la intromisión en nuestra casa, de otro perro que no
fuera de su familia, de su estatura. "¿Qué hace aquí este enano sin cola,
más incómodo que la arena y que duerme en mi dormitorio?", decían sus
ojos. Trató de ignorarlo; luego, cuando lo consideró, le gustó menos aun. Sin
embargo, se acostumbró a él y fue durante un tiempo su perro favorito y no el
mío, como lo fue después. Lurón, en cambio, siempre lo admiró y hasta puedo
decir que lo imitó. No existieron rivalidades entre ellos: ni siquiera por un
hueso, por una hembra o por una persona que acariciaba a uno de ellos más que
al otro.
A
Lurón le placía revolcarse sobre las osamentas, los excrementos y las basuras;
fue su único defecto. Nunca perdió la costumbre, por bien bañado y peinado que
estuviera y por grande que fuera su remordimiento. Después de esas
transgresiones, el mundo lo repudiaba. Ningún perfume lo salvaba de la indeleble
fetidez. Alguien lo torturó quemándole las orejas con cigarrillos encendidos,
tal vez porque ensució una alfombra o un piso encerado. Nunca se descubrió al
desalmado, aunque sospecho que fue alguien que lo llamaba
"Preciosura" y lo acariciaba como si lo quisiera. Le dejó para
siempre, donde los perros de juguete llevan el precio, una muesca en la oreja.
Era
un gran nadador. Como a todos los perros de aguas, le gustaba el agua y era
difícil retenerlo cuando veía un charco, una zanja, una laguna, un lago, un
arroyo, el mar. Ahí olvidaba basuras, amor, hambre. Preso de un incontenible
frenesí acuático, se tiraba al agua saltando sobre las olas si las había,
nadando en contra de la corriente si la había. Con maestría sorteaba las
dificultades que le regalaba el agua en las cascadas de Córdoba, en Mar del
Plata, en las rompientes más bravas, en las lagunas entre los totorales y los
patos salvajes. Ebrio de barro y de arena, olvidado de la tierra, salía del agua
mirándola de reojo, lamiendo sus últimas gotas, lamentando dejarla, como si
fuera su elemento.
Juntos
bordeábamos zonas de milagro. Una noche asábamos castañas en las brasas. Lurón
me secundaba. Como en un sueño mirábamos el fuego. Oíamos música. Era una de
esas noches que no se olvidan. No hay motivos para que uno las recuerde, salvo
la belleza que emana de ellas. Con un hierro yo movía las castañas y las daba
vuelta; aparté o creí apartar una castaña y la tuve en mis manos, pasándola
rápidamente de una mano a otra, hasta dejarla caer. Lurón la mordió, la dejó
caer y la mordió de nuevo para dejarla caer. ¡Era una brasa!
Lurón
aprendió a hacerse el muerto, a marchar, a bailar, a sacar los sombreros a
personas que estaban de pie, a arrastrarse por el suelo, a llevar los diarios o
una canasta, a saltar por un aro. Con éxito hubiera trabajado en un circo.
Bastaba
decirle: "Acordate de tus antepasados" para que redoblara su paso de
baile. Sabía que esa era la prueba más importante de todas las que hacía,
porque la gente sonreía y lo rodeaba sin hablarle (sabía distinguir la sonrisa
burlona de la sonrisa de admiración). A veces creo que lo aplaudieron, y
aunque el sonido de los aplausos no le agradó, supo de algún modo lo que
significaba tener éxito.
Recuerdo
que Teresa Borra y Carmelo Soldano, con cierto escepticismo, querían que Lurón
los obedeciera. En vano intentaban meterle el diario en la boca gritando:
"Llévele La Nación a la señora", "Llévele el periódico a la
señora", "Llévele esta cosita a la señora"; Lurón no obedecía.
—Teresa
—yo protestaba, dirigiéndome a Soldano, esperando que él comprendiera, tiene
que tutearlo a Lurón y decirle: "Llévale el diario a la señora"; de
otro modo el perro no entiende.
El
diaria ya estaba tan manoseado, que parecía un trapo. Y Teresa insistía:
—Llévele
el diario a la señora. Llévele esta cosita a la señora. —Lurón no se movía. —Lo
que pasa es que el perro va cuando quiere pobre animal— regañaba Teresa.
—Animal
es usted —Soldano reía.
—Gracias
—musitaba Teresa.
—No
comprende que el perro no puede recordar tantas palabras: ¡La Nación, "el
periódico'', "esta cosita"! Usted la confunde —explicaba en vano.
—Claro
—exclamaba Soldano.
—Por
eso diga que el perro no entiende. ¡Qué sabe si el diario es La Nación o La
Prensa! Para él todo es lo mismo. Pobre animal —gritaba Teresa, con sus ojos
apenados—. Hay que ver que no es una persona.
—Animal
es usted —yo insistía.
Era
distraído: siempre esperaba mi llegada, para demostrarme su alegría. A veces,
cuando yo estaba desde hacía una hora en casa él oía un ruido en la calle,
creía que yo iba a llegar de nuevo y delirando de alegría rasguñaba la puerta.
iAlguien entraba; no era yo! Con un profundo suspiro, se sentaba de nuevo a mis pies, para volver a esperarme.
iAlguien entraba; no era yo! Con un profundo suspiro, se sentaba de nuevo a mis pies, para volver a esperarme.
Su
obediencia, a veces tan extrema, era nociva. Cuando subía al automóvil, no
tenía que moverse, y no se movía hasta que la palabra hop le permitiera salir
de su sitio y de un salto, bajar del coche. Un día se acomodó debajo del
asiento de tal modo que mirando dentro del coche no se lo veía. Cuando llegué
a casa, después de hacer varias diligencias y abrí la puerta del coche, no lo
vi a Lurón, vi sólo su ausencia en la carpeta de felpilla. Volví a salir.
Volví a llamarlo. Fue entonces cuando Borges, para consolarme o para
enfurecerme, me dijo: "Si lo encontraras,
¿estas segura de reconocerlo?" i Como todas las personas que no tienen perros, creía que todos los perros son iguales!
¿estas segura de reconocerlo?" i Como todas las personas que no tienen perros, creía que todos los perros son iguales!
A
los ocho años, Lurón enfermó y se volvió más inteligente aun e inventivo. Menos
dependiente de las órdenes que le daban. No esperaba que le dijeran que hiciera
pruebas; las hacía por su cuenta, e inventaba algunas, como abrir una puerta, o
marchar reculando. Era un payaso, un buen actor cómico cuya sola
apariencia hace reír. Que no tuviera cola lo ayudaba, pues cuando estaba contento, movía la parte trasera, en vez de mover la cola que le faltaba. Bailaba de pronto en medio de la calle, o sacaba el sombrero a alguien que pasaba. Lo operaron cinco veces en la Clínica de Animales Pequeños. Frente al veterinario bailaba porque sabía que su baile era irresistible y pensaba que tal vez lo salvaría de una operación, pero el veterinario, a pesar de reírse, lo llevaba a la mesa de
operaciones y no lo salvaba de la operación ni lo salvó, llegada la hora, de la muerte.
apariencia hace reír. Que no tuviera cola lo ayudaba, pues cuando estaba contento, movía la parte trasera, en vez de mover la cola que le faltaba. Bailaba de pronto en medio de la calle, o sacaba el sombrero a alguien que pasaba. Lo operaron cinco veces en la Clínica de Animales Pequeños. Frente al veterinario bailaba porque sabía que su baile era irresistible y pensaba que tal vez lo salvaría de una operación, pero el veterinario, a pesar de reírse, lo llevaba a la mesa de
operaciones y no lo salvaba de la operación ni lo salvó, llegada la hora, de la muerte.
La
última vez que enfermó, me olvidé de él. Lo dejé en la sala de operaciones.
Cuando volví a verlo, me sentí culpable; parecía un fantasma. Quizá no se pueda
decir que un perro está pálido, demacrado: Lurón estaba pálido, demacrado.
"No
tiene cura. ¿Quiere que le demos una inyección para que no sufra más?”, me
dijo el veterinario, con los ojos llenos de lágrimas. Ese para que no sufra
más, significaba la muerte, la muerte más amable que podía ofrecerle. Asentí.
Le dio una inyección. Lurón quedó como un trapo, como una piel curtida, con los
ojos brillantes, de vidrio. Los hombres que limpiaban las jaulas donde alojaban
a los perros enfermos cavaron un foso debajo de un aromo, para enterrarlo;
mientras yo lloraba, reían de verme llorar. Era primavera. Pensé que rodeada
de ese aire festivo, la muerte resultaba más triste, pero sabía que me equivocaba:
igualmente triste hubiera sido en verano, en otoño, en invierno.
Pocos
días después, soñé que hablaba por teléfono con Lurón.
"No
tendré otro perro", dije varias veces. Y durante un tiempo tuve algunos
perros sabiendo que no iba a quererlos.
El
sexto, Dragón, era un perro pila, el perro que usan de remedio en las
provincias, para el asma, para los males del corazón, para el reumatismo.
Chico, con la cara torcida, un ojo más alto que otro, con la piel hirviendo,
pelada y rugosa, con dos hileras de dientes y expresión risueña. Nunca tuvo
collar, ni cadena, ni cama; dormía en cualquier parte. Un día lo trajeron de
Córdoba. Nadie lo quiso mucho, pero todos estábamos a punto de quererlo. Era
el perro de cualquiera: la bolsa de agua caliente para los pies, el tacho de
basura que se come los huesos y las hojas de lechuga. Su lugar favorito era la
cocina, cuando el horno estaba encendido, y siempre temblaba de frío, a pesar
de que su cuerpo ardiera como las brasas. Ni las chispas ni las llamas lo
hacían retroceder. Cuando engordó como el tronco de un palo borracho y perdió
la gracia tan ágil de su juventud, lo quisimos aun menos. Alegre, con ojos
tristes, dando saltos, vivió perdido en la sombra. Desapareció. Ni siquiera
murió.
El
séptimo, Zepelín, era un lebrel barrigón, de color de café con leche, que
corría más lentamente que cualquier perro. Era tan tonto, que un día,
persiguiendo con otros perros una liebre, corrió junto a ella y la dejó atrás.
Esta escena me pareció tan insólita que la referí en un cuento de uno de mis
libros. Nadie lo quería y él no quería a nadie, o bien todo el mundo lo quería
y él quería a todo el mundo, según soplaba el viento. Seis perros lo ultimaron
en una zanja. En otros tiempos, en otras tierras, lo hubieran coronado en honor
a Diana.
El
octavo, como el perro de Cornelio Agripa, se llamaba Señor. Era un perro en
busca de su alma. Nadie lo maldijo, nadie le dijo "Vete, animal falaz,
plena causa de mi destrucción", pero andaba perdido como si fuera
culpable. Ciertamente no pensé en él cuando escribí mi soneto titulado "El
perro de Cornelio Agripa"; más bien pensé en mi soneto cuando lo conocí a
él. Un solo día lo quisimos, fue cuando creíamos que se había perdido y pasamos
la noche llamándolo por todo el pueblo a gritos y muchos señores se asomaron a
sus puertas para ver quién lo llamaba.
El
noveno, Constantino, era atigrado, con la cabeza casi negra. Resolví no
quererlo demasiado aunque se pareciera, por la forma de las orejas y el color,
a Áyax, pero mi resolución no se cumplió. Constantino era nictálope. En la
oscuridad total, buscaba en mi dormitorio una pelota de tenis, con la que
solía jugar, y la traía y se detenía implacablemente ante mi cama. Algunas
veces tuve que levantarme, a medianoche, para que cesara su llanto. Casi
dormida le tiraba la pelota. Sólo entonces quedaba satisfecho. Sospecho que era
sádico, pues durante el día esa misma pelota no le interesaba.
Practicaba
un narcisismo al revés. Odiaba su propia imagen, le gruñía, trataba de morderla
en los estanques y en los espejos y a veces hasta en la sombra.
Dormía
en el cuarto contiguo al mío, sobre papeles limpios de diario, de modo que
cuando se movía, daba la ilusión de estar leyendo el diario.
Le
gustaba comer las patas de una mesa; en cuanto a sus propias patas, las
limpiaba en el felpudo, antes de entrar en la casa, cuando llovía.
Constantino
era miope como yo. Cuando paseábamos juntos, simultáneamente una suerte de
estremecimiento nos atravesaba a los dos: veíamos aparecer en los caminos, al
mismo tiempo, un gato, un papel, un pájaro, cualquier cosa, que en un primer momento
no distinguíamos bien, y que luego reconocíamos.
Grande
y de apariencia feroz, era miedoso. Todo lo dejaba suponer. Cuando íbamos por
la calle y yo veía venir a una persona con un perro de cualquier tamaño,
gritaba: "Cuidado, porque este perro es muy malo". La otra persona
cruzaba la calle o se alejaba, pensando que mi perro temblaba de furia.
Temblaba de miedo. Después intuí que su temor provenía del miedo de inspirar
miedo. Le repugnaba la violencia, salvo cuando corría a las ovejas, que degollaba
con satisfacción íntima, o a los gatos: el odio, entonces, disipaba los
temores.
Constantino
no sólo era bondadoso, sino sensible, por eso a veces ponía cara de tonto
aunque no lo fuera. Se sentaba junto al tocadiscos como para oír música de
cerca. En una playa, tuvo una vez entre sus patas una gaviota herida, que
aleteaba y que le hacía cosquillas en la nariz con las alas. Matarla hubiera
sido natural para cualquier perro. No la mató; pero se sintió, desde aquel
día, omnipotente, sobre todo en una playa, capaz de apresar a cualquier ave en
su vuelo, sin intención de matarla, sólo para jugar con ella.
Otra
vez estábamos en el campo y nos alejamos de la casa; cuando oi la campana del
almuerzo, grité que volvería en seguida para que no se alarmara mi familia;
Constantino, al oírme, echó la cabeza hacia atrás, dio un aullido largo y
desgarrador, como si hubiese sentido que me sucedía algo dramático.
Constantino
parecía feroz pero era suave. La suerte y yo pretendimos vanamente modificar su
carácter. Un día, a la entrada del Almacén Suizo, un señor corpulento y
colorado, después de mirar con insistencia a Constantino, que temblaba frente
a un perrito que parecía de juguete, sacó de su billetera una tarjeta que me
tendió imperiosamente, después de preguntarme: "¿Qué edad tiene?", y
al no recibir contestación prosiguió: "¿Perro suyo?"; sin esperar
respuesta, seguro de si mismo, entró a comprar algo en el almacén. Leí la
tarjeta: "Hans Hundhaus, profesor de perros policiales, enseña pruebas
clásicas de equilibrio, ataque a mano armada, salto mortal, defensa propia. Se
ruega al amo, lleve su bozal reglamentario y collar de enseñanza Echeverría
1590, Belgrano".
Esperé
al profesor en la puerta del almacén, mirando dulces de frambuesa y los
trámites que él hacia para comprar jamón. Con el paquete en la mano, se me
acercó a la salida, seguro de su éxito y yo, dominada por impertérrita mirada.
—Entonces
—exclamé, como continuando un diálogo interrumpido— enseña usted a los perros,
señor Hundhaus.
—¿Interesa?
—me contestó bruscamente.
—Mucho
—le dije sintiendo que me imponía esa respuesta y que la providencia me lo
enviaba. Con entusiasmo, mirando a Constantino, seguimos el diálogo
telegráfico.
—¿Qué
edad? —preguntó.
—Nueve
meses.
—¿Nombre?
—Constantino.
—¿Constantino?
—Constantino
Von Düseldorf.
—¿Enseñó
algo?
—Sí.
—¿Qué
enseñó?
—Dar
la pata.
—Falderos
da pata.
—Sentarse.
—Falderos
también.
—Acostarse.
—Como
traer pelota! Falderos.
—Chumbar.
—¿Qué
es chumbar?
—Decirle
chúmbale y que ladre.
—Ladrar,
¿nada más?
—¿Qué
más?
—¿Cuándo
da orden?
—A
veces.
—Más
importante callar. Traiga Constantino, once mañana, planta baja. No olvide
traer puesto bozal reglamentario y... o collar de enseñanza.
—Pero
no sé si podré ir hasta su casa.
—Lo
que haga perro, perro agradece.
—¿No
hará sufrir?
—¿Yo
sufrir animal?
—Me
resulta difícil...
—¿Difícil?
—Difícil
ir a Belgrano a esa hora.
—Nada
difícil cuando quiere. Espero mañana y. . . o pasado mañana.
Al
día siguiente, fui con Constantino a la calle Echeverría. La entrada de los departamentos
tenía un largo corredor que aislaba un poco la planta baja del resto de la
casa, que daba a un patio. La puerta estaba abierta. Con temor, miré. En un
cuarto lúgubre, con largos cortinados alegres, que 10 volvían más tétrico, vi
muchas fotografías enmarcadas de perros en distintas posturas (algunos
disfrazados de bandidos, de vigilantes o con una gorra marinera), y oí la voz
del señor Hundhaus, que gritaba.
"Junto.
Un. Dos. Un. Dos." Y a veces, con una voz grave, como quien dice gol,
down, y luego con voz de falsete, "hoy esta bien". "Hoy esta
bien". Toqué el timbre, pese a que la puerta estuviera abierta. El señor
Hundhaus acudió con las manos apartadas del cuerpo, como si hubiere tocado en
la cocina algo pringoso; las lenguas de los perros, pensé. Me hizo señas para
que entrara. Sin saludar, o saludándome apenas, me dijo:
—¿Collar
de enseñanza?
—¿Qué
es eso? —pregunté, Sin recordar las recomendaciones que figuraban en la
tarjeta.
—Aquí
tengo —dijo el señor Hundhaus, y me trajo un collar, que por su novedad me hizo
exclamar:
—¡Qué
bonito!
El
collar era de metal y al cerrarse sobre el cuello del animal que desobedecía
indebidamente, clavaba las puntas implacables de sus eslabones.
—Nunca
permitiré que mi perro sufra —le dije.
—No
sufre, señora; solo si desobedece. Póngaselo usted y verá.
—Preferiría
no ponérselo nunca y que desobedezca — le dije, lo que hizo sonreír al señor
Hundhaus.
—Mujer
sentimental, gusta perro salvaje.
No
me gusta que me llamen sentimental. Le puse el collar a Constantino. Así
empezaron las lecciones, que no presencié.
Al
cabo de dos meses, Constantino sabía atacar, saltar, arrastrarse por el suelo,
defenderse, enfurecerse, cuando el señor Hundhaus se lo ordenaba. El último
día el maestro hizo una demostración que me dejó maravillada. Ya me imaginaba
asustando al mundo, nunca asustada, junto a un perro tan bravo y obediente como
el mío.
Sin
embargo, me permití hacerle un reparo al señor Hundhaus, cuando me enteré que
para su enseñanza alquilaba a un hombre y lo disfrazaba con bolsas para hacer
simulacros de ataque. Se supone que el hombre andrajoso era el asaltante y el
perro tenía que atacarlo.
—Pero,
señor Hundhaus, ¿y si el asaltante está bien vestido? — le pregunté con
énfasis—, ¿qué sucede?
—Asaltante
no poner mejor traje para asaltar. Es lógico.
—Eso
cree usted —le respondí—. Hoy día los asaltantes están bien vestidos.
—Constantino
conoce mejor.
En
casa Constantino no me obedeció. Protesté. Llamé por teléfono al señor Hundhaus
para decirle: "Sus lecciones no sirvieron para nada", pero dije, con
la intimidad que da la aflicción, "Hundhaus, ¿cómo hago?, no me
obedece". Me contestó que yo no sabía dar órdenes y que fuera a su casa
con tres terrones de azúcar para recibir las instrucciones. Entonces me acordé
de Teresa Borra y de Carmelo Soldano que tampoco sabían dar órdenes, porque
eran soberbios, y fui humildemente a la casa de Hundhaus.
El
señor Hundhaus, que parecía un general en camiseta, me esperaba en la puerta.
Hacía calor ese día y se enjugaba la frente, ya lustrosa, dándole más brillo.
En cuanto llegué, fatigada, me senté en un sillón y él me dijo, o más bien me
ordenó: "De pie". N o era a Constantino sino a mí que me hablaba y de
muy mal modo. Vacilé. Me puse de pie y el señor Hundhaus comenzó a darme las
instrucciones.
—Ponga
mi voz. Cuerpo erguido. No. No levantar mano. Diga down. Tranquila. Down. Perro
sabe si está nerviosa.
Me
pareció, en un momento dado, que Constantino y Hundhaus se reían de mí; sin
embargo, Constantino dócilmente se arrastró por el suelo (pero mirando al señor
Hundhaus). Después, como recompensa, tuve que darle azúcar.
Luego
de nuevo:
—Ponga
mi voz. Enérgica. Diga Acuéstese —ordenó Hundhaus.
Yo
dócilmente dije a Constantino.
—Acuéstese
—y a Hundhaus—: Usted me dijo que sólo los falderos aprenden a acostarse.
—Pero
no de este modo —contestó arrebatado Hundhaus.
Durante
un tiempo conseguí que algún amigo con voz parecida, o más parecida que la mía
a la del señor Hundhaus, diera las órdenes a Constantino: pero fue una triste
experiencia que no quise repetir.
Poco
a poco, Constantino se fue adaptando a otro tipo de enseñanza. En realidad tuve
que educarlo de nuevo, a mi modo. Conservé y utilicé, sin embargo, algunas de
las palabras que Hundhaus empleaba: Aporte, para que el perro buscara algo;
hoy, para que saltara; las, para que ladrara; down, para que se arrastrara; las
demás palabras eran en castellano.
Cuando
quise casar a Constantino, le conseguimos una perra que resultó ser su hermana;
le pusimos de nombre Cleopatra. Constantino, al principio, creyó al verla que
se estaba mirando en un espejo y la trató con aversión, y en ningún momento
como un macho trata a una hembra. Nuestro jardín se llenó de perros enamorados
de Cleopatra, pero Constantino los ignoraba, hasta que un día descubrió los
secretos del sexo. Los hijos que nacieron de ese descubrimiento incestuoso
fueron después, en el campo, el terror de las ovejas y de los terneros.
La
alegría ocupó buena parte de nuestra vida en aquella época.
Muchas
veces dormí teniendo la pata de Constantino, para serenarme y no para
reconfortarlo, como lo hacía con Áyax. Si él me hubiera dicho algo me hubiera
aconsejado "afrontar la noche, las tormentas, los accidentes, el ridículo,
el hambre, los rechazos, como los árboles o los animales". O más bien, con
las palabras del evangelio: "Considerad los lirios del campo, cómo crecen;
no trabajan ni hilan".
Cuando
me separé de Constantino para irme a Europa, lo dejé en el campo, porque pensé
que ahí sería más dichoso. Me equivoqué.
En
París, un día, en una pequeña librería, vi una fotografía de un perro idéntico
a él. El librero, tomando en su mano la fotografía, me dijo: "Hace un mes
que mi perro murió. Sufrí tanto cuando murió, que tuve que cerrar la librería
durante una semana". Citó unos versos en francés que no recuerdo. En ese
instante, presentí que no volvería a ver a Constantino.
Cuando
volví a Buenos Aires, a los cinco días, me avisaron que Constantino estaba muy
enfermo. Acudí al campo a verlo. Era pleno invierno, lo encontré debajo de una
mesa, sobre el piso de baldosa de un cuarto helado, muriendo. Me dijeron que
había comido carne con estricnina destinada a los gatos, pero sospeché que lo
habían envenenado adrede, pues un niño del lugar me decía incesantemente:
''Murió de muerte natural".
Lo
acomodé junto a la chimenea encendida. Durante toda la noche, dándole
digitalina, traté de salvarlo. No podía moverse, pero trató de obedecerme
hasta el último instante. Las últimas gotas de agua que bebió, las bebió porque
se lo pedí. Al alba, como si hubiera mejorado y como si la luz del día con un
silbido lo llamara, desde afuera, salió corriendo y cayó muerto. Lo enterramos
y a cada palada de tierra que le echaban, el terrible niño salmodiaba,
golpeando con un palo: "Murió de muerte natural. Murió de muerte
natural".
Después,
una noche tuve un sueño que no olvido:
Constantino
cantaba música clásica. Uno podía pedirle que cantara cualquier cosa: de sus
orejas peludas y grandes, lo que me hacía dudar de su identidad, como de una
caja de música, al parecer, salían los sonidos que no eran un canturreo
cualquiera, sino el sonido de una orquesta con sus violines, clarinetes,
trombones, pianos, arpas, violoncelos y fagotes. Creo que le oí cantar la
cuarta sinfonía o una sonata de Brahms, pero me constaba que su memoria disponía
de un vastísimo repertorio que no tuve tiempo de escuchar, porque mi sueño era
breve. Divertida con la musicalidad mágica de mi perro, andaba por las calles.
Un desconocido se me acercó. Quise revelarle el prodigio.
—Canta
de memoria cualquier cosa que uno le pide —le dije—. Pídale que cante lo que
usted quiera.
—La
quinta sonata de Scriabin —preanunció frívolamente.
Susurré
al oído de Constantino que cante la "Quinta sonata de Scriabin". La
cantaría como siempre, pensé, débilmente, pero afinadamente. El desconocido
protestó, no oía nada.
—Tiene
que escucharlo pegado a su oreja —le dije. Venciendo su apatía, el desconocido
se arrodilló, pegó su oreja incrédula a la oreja de Constantino.
—Tiene
razón —respondió, escuchando; luego, poniéndose de pie, exclamó—: pero, ise oye
tan poquito!
De Así
escriben los argentinos, antología,
Ediciones Orión, 1975.
CUENTOS
POEMAS
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