Silvina Ocampo Fotografía de Sara Facio |
LA CARA
Me sigue, sombralatido del corazón,
sin hacerse ver por mí pero mostrándose a los demás
como una máscara
que jamás me quita.
Ventana donde están los ojos.
Deseaba a veces que no fuera mía
o por lo menos, no siempre aparentemente mía
asimismo, siendo menos mía que otras más amadas,
que corresponden exactamente a mis sentimientos,
tuve que sobrellevarla como si fuera realmente mía.
Ah, qué lejana en aquel tiempo, en cualquier tiempo está
lejana como un campo añorado.
Ah, cuánta sonrisa simulada
cuánto odio y amor
cuánto celo y terror, piedad y curiosidad
sin contar el asombro
marcan todas las facciones
con tatuajes que nada ni nadie puede borrar
del sitio donde están grabadas.
Queda y aún me sigue como las manos que puedo ver.
Luego en días más largos que el resto de la vida
modifica notablemente su propia y extraña invisibilidad.
La conocí diminuta
adentro de una luciente cuchara de plata
abría y cerraba la boca
cuando yo no sabía aún quién era.
Como a un simio curioso la contemplé.
Di vuelta la cuchara: la vi al revés.
¿Por qué al revés?
Para mirarla me sacrifiqué: dejé de comer el dulce que la empañaba.
Después la busqué ansiosa
como un perro busca un hueso
en cuchillos, vidrios, agua, ojos, fondos de aljibe,
en un botellón monstruoso.
Finalmente con más claridad y proporciones normales
en un verdadero espejito la arrinconé
o más bien ella me arrinconó con su mirada aviesa.
En otros espejos más importantes volví a encontrarla,
en el cuarto de vestir de mi madre, por ejemplo;
junto a un vestido de baile delirante,
cinturones de terciopelo,
largos guantes de cabritilla,
flores de plumas,
subiendo o bajando por los ascensores, en los trenes,
en las tiendas, en las confiterías, perturbada, desdichada, feliz,
a veces más a veces menos que yo.
Nadie sabe cuánto me esforcé por imaginarla preciosa
como una actriz de cine en boga
o una heroína de una novela leída por una institutriz
antes de llegar al espejo donde cambiaba mis subterfugios
pasando de la belleza perdida
a la inteligencia subrepticiamente hallada,
de la imagen fría de mármol que inspira amor
a la imagen sensible que da amor,
de la reina coronada de papel plateado
a la esclava rebelde con tintineos de pulseras de cortina.
La corregí, en vano, minuciosamente
juntándole las cejas
agregándole lágrimas
adornándola con levísima sonrisa
tirándole la lengua para volverla graciosa
mordiéndole los labios para volverla cruel
alejándola inclinada para volverla misteriosa.
Entonces, sólo entonces
creía encontrar la más conveniente
hasta que un "¿Qué hacés?" fatídico
me arrancaba de la representación;
porque era un pecado
para la dueña infantil de una cara
mirarse demasiado en un espejo.
Tal vez Narciso temblaba en aquellos ojos azules
y profería secretos eróticos
que la comunicaban inocentemente
cuando la luna se empañaba
con el diablo,
o tal vez ya iba urdiendo
las líneas que después, mucho después,
desearía ardientemente borrar.
Anhelo penetrar en el mundo del esteroscopio
donde su madre paseaba en misteriosos jardines
pero no se lo permitieron las frías instantáneas de papel
a las cuales se sometió urgida por el tiempo.
En la primera fotografía toda rosada
aprendió con mucha facilidad
la preocupación que puede expresar la boca mirando una mano
en el acto de lanzar una pelota
sin desanudar el moño del peinado.
En la segunda aprendió
con una muñeca de frondosa cabellera
la postura que requiere el amor maternal
para iluminar un retrato impuesto por la familia.
En la tercera
el ademán absorto que inspira la soledad
del mundo de las personas mayores
la crueldad secreta de los niños
en un patio de un hotel a la hora de la siesta.
En la cuarta
la falaz inocencia
del tul de la primera comunión,
el peinado recogido
el éxtasis del rosario de perlitas junto a la boca
herida por lo guantes de hilo blanco.
En la quinta
el rubor que revela hasta en blanco y negro
los ojos escondidos
debajo del ala del sombrero
y el pelo, el único esplendor visible, escamoteado
adentro de la copa alta de fieltro.
En la sexta
el incómodo atuendo de los quince años,
la organiza del vestido tieso, sin gracia
debido a la moda subsiguiente,
el monedero,
los zapatos de charol morderé
el polvo que vuelve opacas las mejillas
y los ojos fuera de foco.
En la séptima entre las piedras
vista a través del agua de una cascada su originalidad.
En la octava el mar
y la irisiada luz del sol ¿dónde está? No se ve. Por eso está tan bien.
En la novena, dos leones en Roma
escupen agua en una fuente acompañando sus primeras arrugas.
No. Miento. No son sus primeras arrugas.
¿En qué momento nacen? Nunca se sabe.
En la décima ¿dónde está? Ya tomó la costumbre de esconderse.
Entre las caras del barco, vestidas de odalisca,
De cocinero o de gitana, se pierde al pasar la línea.
Sus orejas escuchan la música de un piano desafinado.
En la onceava, en Zurcí, hojas de un bosque la esconden.
Cruzando tanta belleza ¿cómo no se embellece?
¿No existe acaso el mimetismo?
Y en otra, ya perdí la cuenta,
la llanura apenas la muestra.
Y en otra, la sierra.
Y en otra ¡Cuánta indecisión!
la policía marca su culpabilidad ¿víctima o asesina?
Y en otra, superpuesta; se recuesta contra ella misma.
con un título que podría ser "hermafrodita"
o "retrato de un espíritu bizco".
Y en otra, "cebú amaestrado".
Y en otra. No, no quiero otra. Basta.
Demasiadas fotografías son culpables.
Buscándole un parecido
en los perfiles egipcios
como de animales
que han quedado grabadas
en algunas monedas antiguas
pudo morigerar su antagonismo.
¡Cuchara, vidrio, cuchillo, aljibe, espejo!
No quiero más fotografías de esa cara
que no es la misma cara que estaba adentro de una cuchara
ni en el vidrio, ni en el cuchillo, ni en el aljibe,
ni siquiera en el espejo.
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