Nude Girl Van Gogh Sophia Budak |
SOÑADORA COMPULSIVA
Había
un millón de miradas en mis ojos, por eso pensé que un milagro me había hecho
nacer en un lugar de rocas y de mar sin límites. Pensé muchas cosas que no me acercaban
a la verdad y ya cansada dejé de mirar y resolví entregarme a la magia sin
temor y sin remordimientos. Había un mazo de cartas en nuestra casa; lo tomé y
lo oculté bajo mi abrigo. Nunca nadie me vio jugar con naipes, ni me enseñó
ningún juego... Trabajaba en casa una mujer que sabía tejer y destejer y que
afirmaba que el tejido se parecía íntimamente a la adivinación del porvenir,
sin dificultad. Acepté la idea y así empezó mi carrera de adivina. Todas las
cosas que aquí relato, o casi todas, las soñé antes de vivirlas.
Guardo
el mazo de cartas debajo de la alfombra del cuarto. Si mi madre lo encuentra,
me pone en penitencia. Yo no hago ningún mal en adivinar las cosas. Los otros
días, al salir para la escuela, se me acercó una señora muy bonita con la que
soñé y, acariciándome el pelo, me dijo:
—Me
han dicho que sos adivina, ¿es verdad?
—Es
verdad, pero mamá no me deja serlo. Dice que el mundo es muy inmoral y que no
tengo por qué enterarme de lo que hacen las personas mayores. ¿Por qué voy a
enterarme? Si yo adivino, adivino, y nadie me cuenta nada. En mis sueños
descubro todo y los sueños no son pecado.
La
señora me miró sonriente.
—Esas
son cosas de personas mayores —dijo—. Si vos no fueras la hija de tu mamá, esa
señora no te hubiera dicho esas cosas. A lo mejor tiene miedo de que adivines
los secretos de su casa o de sus amigas.
—A
mí me parece muy natural. Yo estoy de acuerdo con vos y me parece que vas a ser
una persona muy importante, porque van a venir a consultarte de todas partes
del mundo. Ahora ¿vas al colegio?
—Sí.
Tengo que apurarme. Son las ocho. —Miré el reloj de pulsera y vi que eran las
ocho menos cinco —. Tengo que correr.
La
señora se agachó y me dijo:
—Me
llamo Lila. ¿No te olvidarás de mí, verdad? ¿Te gustan las flores? Entonces te
acordarás de mí cuando pienses en las lilas. ¿Y vos cómo te llamás?
—Me
llamo Luz. Y como usted siempre estará viendo la luz, se acordará de mí, ¿no es
cierto?
La
señora me dio un beso y yo salí corriendo. Cuando llegué al colegio, pensé que
era tarde. Me disculpé con una mentira. Dije que me había caído y para que
pareciera real me até un pañuelo alrededor de la rodilla, como un mis sueños.
En cuestiones de historia y geografía, mi don de adivinación no funcionaba. En
matemáticas, tampoco. Yo necesitaba algo humano, apasionado y lleno de
complicaciones. Estudiar no me gustaba. Cuando volví a casa, mi madre me
esperaba en la puerta. Me pidió que le mostrara los cuadernos.
—Qué
desprolija —me dijo—. Nadie dirá que este cuaderno es de una chica de once
años. No comprendo por qué no sigues nuestra costumbre de mantener el orden.
Yo
la oía hablar pensando en otra osa. Pensaba en la señora que me había tratado
tan bien en la calle y que me admiraba por mi sabiduría. Mi madre frunció el
ceño y me dijo:
—Si
seguís así, voy a tener que ponerte en penitencia. Crees que sos una persona
muy importante, a tu edad. ¿No sabés que el orgullo es el peor de los pecados?
Le
contesté:
—¿Por
qué va a ser el peor? La concupiscencia es peor, el coito.
—No
hables de cosas que no sabés.
Durante
esa conversación, distraídamente, pues soy muy distraída, levanté con la punta
del pie la alfombrita de mi cuarto, donde estaban escondidas las barajas. Mi
madre miró con espanto.
—¿Por
qué tenés escondidas esas barajas? Son las barajas de tirar la suerte. Las usan
las adivinas. Por algo las has escondido. Vos no das puntada sin nudo.
Me
arrodillé para juntar las barajas por donde se asomaba la reina de corazones,
igualito que en mis sueños. Mi madre me dijo:
—Dame
las barajas inmediatamente.
—No
te las puedo dar porque me las prestó una chica del colegio.
—Dámelas
inmediatamente.
—¿Quieres
que me porte mal con ella? Le prometí devolvérselas y no dárselas a nadie.
—No
me interesan tus promesas. ¿Cómo se llama la chica?
—Rufina
Gómez.
—No
me dijiste que esa chica era amiga tuya.
—¿Acaso
voy a pedir permiso para tener una amiga?
—Permiso
no, pero ocultarlo tampoco.
—Sépaselo
que yo no oculto nada. Si usted no adivina, no es mi culpa. Más buena eras en
mi sueño.
—¿Dónde
aprendiste a hablar con tanto orgullo?
—En
esta casa. Usted es la única orgullosa.
—Este
diálogo ridículo tiene que terminar. Dame las barajas.
Le
di las barajas. Son unas barajas muy bonitas. Rufina Gómez casi nunca juega con
ellas, ni siquiera aprendió a tirar las cartas. Además, es facilísimo, porque
cada carta lleva escrito en francés lo que le va a pasar a la persona que le
toca la carta. Uno no sabe nada, en realidad; simplemente baraja varias veces,
coloca una por una sobre la mesa y, después de contarlas una por una, va
saliendo la carta que pertenece al consultante. Es divertidísimo. Pero ya no
podía tener esas cartas y me arreglaría lo mismo con cualquier tipo de cartas.
En el fondo, la adivinación es una cosa muy fácil: las personas que te
consultan te dicen simplemente lo que les va a pasar, el carácter que tienen,
la edad, las enfermedades, los peligros que les amenazan, todo, todo lo sabe el
consultante y te lo dice preguntándote: “Usted cree que voy a ser desdichada?”
o “¿Usted cree que voy a ser feliz?” o “¿Usted cree que me voy a enamorar?” o
“¿Usted cree que me van a ser infiel?”. Todo ya está adivinado. Uno no tiene
que hacer ningún esfuerzo.
Aquella
noche me acosté perturbada. No por remordimiento, lo confieso. Pensé que mi
madre estaba tan alejada de mí que ni siquiera sabía que me había ofendido.
Tengo once años. ¿Cómo es posible que se me hable en esta forma? En esta época
en que vivimos, a los niños se los respeta como a los grandes. ¿Con qué derecho
me hablaba de esa manera? Si le digo a mi madre que mi carrera es la
adivinación, creo que me insulta. Trataré de decírselo en mi sueño. No sé el
tiempo que tardaré en ser una persona respetable, pero creo que esperaré con
paciencia. Buscaré un lugar retirado para instalar mi consultorio, y todo el
mundo vendrá a pedirme consejos y yo usaré las barajas comunes, para que no
digan que lo hago por diversión. Apago la luz. Quiero dormir y no puedo.
No
pienso en otra cosa que en el tipo que me habló el otro día en la calle. Antes
de verlo personalmente lo vi en un sueño. Era rubio, era alto; pero no era eso
lo que me gustaba: era el color de sus ojos azules verdes violetas. Nunca sabré
de qué color eran sus ojos. Tal vez si lo supiera no me gustarían tanto; pero
también su voz era única, esa inflexión extraña cuando decía: “Qué tal, cómo te
va” o “Querés que te lleve al cine; no, porque sos muy chica. Seguramente no te
dejan”. “Y vos ¡cuántos años tenés?”, le pregunté. Contestó: “¿Yo? Diecisiete.
¿Qué te parece?”. “A mí, nada. ¿Qué querés que te conteste?”
Después
de esta conversación no nos vimos. Tendría que averiguar su nombre. Voy a
consultar las cartas. Mezclé las barajas y las extendí sobre la mesa. Mamá
había salido. Cerré los ojos: es la manera más segura de adivinar. Cerré los
ojos y abrí las manos. ¿Cómo se llamará? Pensé, pero ningún nombre venía a mi
mente. Traté de soñar. Si esta vez adivino, soy una adivina. Pensé en todos los
nombres que existen hasta que llegué a uno solo: Narciso. No es porque me
gusta. Ninguno podría contentarme salvo éste. No comprendo por qué. Busqué a mi
alrededor todos los nombres hasta encontrar el que buscaba. Finalmente me dejé
caer en un sillón y pensé que se llamaba Armindo. ¿Por qué Armindo? Me di
cuenta, no tenía que dudar de mi intuición. Al día siguiente al salir del
colegio lo vi venir hacia mí. Me dijo:
—Cuánto
tiempo que no te veo. ¿Sabés que te extraño?
—Armindo,
yo no te extraño—le contesté.
—¿Cómo
sabés que me llamo Armindo?
—Un
sueño me lo dijo. Armindo es un nombre común. Cualquiera se llama Armindo.
—Yo
no soy cualquiera.
—Yo
tampoco.
Nos
despedimos sin mirarnos y sin la esperanza de volver a vernos. Yo me encerré en
mi cuarto, y mamá me preguntó:
—¿Por
qué te encerrás?
—Porque
me gusta estar encerrada. Hay tanta gente en casa. Prefiero el silencio
absoluto.
—Pero
no tenés edad para imponer tus gustos.
—¿Hay
una edad?
—No
sé, pero creo que una niña de tu edad no tiene derecho de hacerlo, de ningún
modo.
Me
levanté del asiento y corrí fuera del cuarto porque no me interesaba el
diálogo. Me asfixiaba. En el colegio las cosas no andaban bien. Le dije a mamá
que estudiar no me gustaba y me contestó con la misma insolencia de siempre.
—Seguirás
estudiando hasta que te recibas.
Fue
aquel día cuando tuve un sueño extraño. Soñé con un perro que me seguía por
todas partes. Lo adopté. Era divino, blanco, con manchas negras y me hablaba.
Me hablaba de su vida, como una persona grande. Durante el día no hice más que
extrañarlo hasta que de pronto, como por encanto, en un momento en que alguien
dejó la puerta de calle abierta, apareció. Se acercó a mí y se acostó a mis
pies. Tenía un collar de cuero con clavitos y su nombre escrito en letras
doradas: Clavel. “Clavel”, le dije, le di un beso, no en la boca porque mi
madre no me lo permite, y lo acaricié hasta la hora de dormir. Le preparé una
cama con un almohadón y una sábana pequeña.
Mi
madre me dijo:
—¿Dónde
encontraste este perro? ¿Alguien te lo regaló?
—No,
mamá. Nadie me lo regaló.
—Entonces...¿cómo
se llama?
—Clavel
—le dije—. Es mío y nunca lo olvidaré.
Esta
circunstancia nos unió a mamá y a mí. No nos pelearíamos más. Dejó que el perro
durmiera conmigo y es raro imaginar que mi madre empezara a creer en mi poder
de adivinación no sé por qué misterio, y me preguntara, si alguien se
enfermaba:
—¿Qué
tendrá esa persona? ¿Qué remedio le daré?
Yo
le aconsejaba remedios raros que había oído nombrar, y ella en seguida los
aplicaba con éxito y me agradecía. Un día me presentó a la familia. Yo no sé si
era en broma o en serio.
—Aquí
les presento a nuestra adivina.
Consúltenla.
Ella sabe todo lo que va a suceder.
Fue
así como me volví abiertamente adivina y salí unos años después en un diario
con Clavel. Anunciaba con un titular en letras grandes LA ADIVINA COMPULSIVA.
Pero tengo que relatar los vastos experimentos de mi vida. Ustedes saben que yo
tenía un pelo muy bonito y enrulado, con ojos tan misteriosos que todo el mundo
que los miraba no los olvidaba nunca.
Mi
madre tenía una boutique donde vendía antigüedades inventadas y a veces
verdaderas. Trabajé para ella y recuerdo que mis invenciones tuvieron mucha
suerte. Un ángel que armé con cartón y plumas de paloma fue muy solicitado. Me
respetaban no sólo por adivinadora sino como artista. Ganamos mucha plata. Una
familia norteamericana me encargó varios adornos, que formé con mis manos.
Inventé barajas para adivinar la suerte y todas fueron especialmente
instructivas.
Una
tarde, en la boutique, donde ayudaba a mi madre en la venta de objetos,
apareció Armindo, como en mis sueños. Se dirigió directamente a mí.
De
pronto me dijo:
—¿Qué
hacés aquí? Te esperé varios días en la esquina de tu casa pensando que no me
habías olvidado. También te esperé a la salida del colegio. ¿Crees que por ser
una niña cualquiera puedes permitirte insolencias como las que te permites? A
mí no me gusta tu manera de ser, como no me gustan tu peinado ni tus ojos ni
los adornos que llaman antigüedades en la boutique de tu madre. No me gusta
nada de lo que se refiere a vos.
Me
acerqué tapándome las orejas. ¿Dónde estaría el encanto que yo le había
descubierto el primer día en que lo vi? Le dije con una voz difícil de
reconocer:
—Váyase
de aquí inmediatamente. —y, viendo que no obedecía mis órdenes, llamé a Clavel
y le dije en alemán fass, que significa “chúmbale”.
Clavel
salió de debajo del piano donde estaba dormido y se abalanzó sobre Armindo. Le
mordió un brazo hasta que brotó sangre. Herido por el perro, Armindo salió
gritando:
—Me
las vas a pagar, puta del diablo.
Salió
de la boutique. Nadie quiso intervenir en la ridícula disputa y Clavel volvió a
su lugar debajo del piano. Por suerte mi madre no oyó la palabra “puta”, que no
le gusta. A mí tampoco.
Aquella
noche tuve un sueño premonitorio. Dormía en mi cama tranquilamente cuando entró
Armindo con el propósito de violarme. ¿Traía un cuchillo en su abrigo? ¿Yo lo
sentía? Si Clavel le ladraba, ¿Armindo lo iba a matar? Nada de todo eso
sucedió. Mis sueños ya sabían que yo no les obedecía. Armindo se acercó a mi
cama, sacó el cuchillo y me lo clavó en el corazón, única manera de matarme;
pero no me mató ni sentí dolor. Me reí de él hasta las lágrimas. Cuando
desperté, la vida siguió su curso y fue después de muchos días en que la noche
no me permitía dormir cuando llegué a la convicción de que Armindo me amaba
incontrolablemente y que yo era una adivina que peleaba contra
sus sueños.
Soñé
que subía al altillo, con una canasta con botellas. La escalera era muy
empinada y en la oscuridad perdí el pie; fui cayendo del quinto piso, del
cuarto piso, del tercer piso, del segundo piso y seguí cayendo, sin pisos ya,
en la oscuridad. No era un sueño, era una pesadilla. Al caer sentí ruido del
ascensor, los cables se entrechocaban, me envolvían, me destruían. Pensé que
nunca me despertaría y me pareció que me encontraba en la Iglesia. Cuando
desperté, no sabía dónde estaba. Temblando me levanté de la cama. Entonces
resolví inflexiblemente ir contra mis sueños.
Nunca
subía al altillo. Al día siguiente resolví subir llevando una canasta, como en
mis sueños. Subí con cuidado. Llegué arriba aliviada. No me pasó nada. Pocos
días después volví a subir con libros, cien libros y revistas. Subí con
cuidado, un infinito cuidado. Día tras día subí descalza por la escalera del
altillo llevando diferentes cosas y cada vez lo hacía más rápidamente,
sintiendo el alivio de desobedecer a mi sueño. Mataba mis sueños. Fui destruyendo
mi poder de adivinación para no morir jamás. Clavel me seguía. Armindo vino a
buscarme varias veces en sueños. Después, al despertar, no quise verlo. Soñé
que me casaba. El sueño de mi boda quedó fotografiado en las paredes de mi
dormitorio. Cerré los ojos. Sólo acepté un vestido precioso que tengo puesto y
una pulsera de oro verdadero.
¿Qué
adivina tiene la fotografía anticipada de un amado de ojos azules verdes
violetas que me sirven de noche de velador? ¿Qué adivina ha logrado que sus
sueños queden fotografiados en las paredes de su dormitorio? Soy una adivina
muy especial, sin duda. Y a pesar de ir contra mis sueños, sigo siendo, pobre
de mí, una adivina.
En
la escuela me pusieron el sobrenombre de extraterrestre. Mi carácter había
cambiado. Ya no me importaba nada. Era muy atrevida y recuerdo que, en los
jardines donde había columpios, me lanzaba en el aire como si tuviera alas. Mis
sueños comenzaron a cambiar. No soñaba con Armindo ni con mis amigas; todo se
parecía a lo que veía en el cine y en el televisor. Pensé que podría inventar
una historia que despertara la curiosidad de todo el mundo, pero tenía que
vivirla, porque contarla no era bastante.
Fue
en aquella época cuando me saqué un premio en los juegos para niñas de los
concursos de la televisión y me saqué un pasaje a Bariloche, con patines para
patinar en la nieve.
En
mi sueño, en cambio, el calor era horrible. Había que bañarse en el agua del
Río de Janeiro. No quería vivir aquel sueño. Un conjunto de ropa tejida incluía
el premio. Mi madre me regaló una valija muy bonita, que todavía conservo. Ahí
puse la ropa de lana, el gorrito y los guantes. La noche del día en que recibí
el premio, no pude dormir. Teníamos que tomar el micro de excursión a las siete
de la mañana. A las cinco ya estaba lista, pero las otras chicas llegaron tarde
y, como yo ya no dependía de mis sueños para guiarme, visité el lugar donde
llegan los trenes, en Constitución. Tomé un café muy caliente y, aunque digan
que el café pone nerviosa a las personas, me tranquilizó. No me había despedido
de mi madre, pero eso no me preocupaba, de modo que, cuando subí al micro, me
sentí liviana como un pájaro y tan feliz que todas mis compañeras me
envidiaban. “¿Envidiarme? ¿a quién importa que la envidien?”. A mí me parecía
muy divertido y que formaba parte de mi aventura. Me olvidé de mi casa, del
jardín, de todas las flores: iba a conocer otro mundo, mucho más divertido,
otras caras. Si los hombres se estuvieran viendo todo el tiempo tal vez nunca
llegarían a quererse. Habría que ver todos los días a personas distintas.
De Cornelia frente al espejo
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