Gaza y Nagasaki
Lo que en tierra se nos antoja la más atroz violación del Estado de derecho (la ejecución extrajudicial, el juicio sumarísimo, la condena colectiva) constituye la normalidad entre las nubes
El pasado 15 de agosto se conmemoró en Tokio, como todos los años, la “rendición” del Japón en la Segunda Guerra Mundial. Naturalmente, los japoneses, que no dudan en mostrarse públicamente arrepentidos, no conmemoran la “rendición” sino que celebran la “paz”. Pues bien, este año la rutina solemne se ha visto alterada por la decisión de los países del G-7 y de la Unión Europea de no enviar a sus embajadores a la ceremonia previa, el 9 de agosto, en homenaje a las víctimas de Nagasaki; o, si se prefiere, por la decisión de los países occidentales de boicotear el acto. ¿Por qué lo hicieron? Porque, al contrario de lo que había ocurrido en años anteriores, el alcalde de Nagasaki, Shiro Suzuki, no incluyó a Israel entre los invitados, como discreta forma de protesta por los diez meses de bombardeos sobre Gaza.
Todos los meses de agosto pienso en Hiroshima y Nagasaki, las dos ciudades japonesas sobre las que Estados Unidos dejó caer, el 6 y el 9 de agosto de 1945, las dos famosas bombas atómicas (Little boy y Fat man) que mataron a 120.000 personas en pocos minutos y a otras 130.000 en los tres meses siguientes. Entre esas dos fechas, las potencias aliadas, ya virtualmente vencedoras, firmaron los acuerdos que llevaron al establecimiento del no menos famoso tribunal de Núremberg, concebido para juzgar los crímenes del nazismo. Como es sabido, los juicios, celebrados a finales de ese mismo año, se centraron en el desencadenamiento de la guerra y en los lager (campos de prisioneros), pasando por alto la espinosa cuestión de los bombardeos aéreos, pues ello hubiese obligado a sentar en el banquillo también a los vencedores: recordemos, por ejemplo, los bombardeos ingleses sobre Dresde o las citadas bombas atómicas estadounidenses como expresiones superlativas de este horror vertical al que en realidad no ha sobrevivido la humanidad. El tribunal, en efecto, consideró los bombardeos aéreos “prácticas consuetudinarias” que, por eso mismo, quedaban por debajo del umbral de la tipificación penal. Esta es una muestra de lo que el jurista italiano Danilo Zolo llamó, en un libro de igual título, “la justicia de los vencedores”.
Hasta tal punto la práctica del bombardeo se aceptó como “consuetudinaria” (es decir, rutinaria y trivial como un sandwich de queso) que la Francia recién liberada tardó solo un mes (mayo de 1945) en bombardear Argelia. La paz fue, en realidad, una ristra de bombardeos cotidianos, con protagonismo mayoritario de EE UU, pero en realidad bastante democráticamente compartido entre las grandes y pequeñas potencias militares; y ello hasta nuestros días. La lista es infinita: Argelia, sí, Corea, Vietnam, Camboya, Irak, varias veces Afganistán, Siria, Yemen, Ucrania, casi siempre Gaza. Lo he contado otras veces: el modelo Auschwitz fue condenado para siempre en Núremberg y contra él se construyó un derecho internacional siempre precario y andrajoso que, sin embargo, “progresó” para incluir nuevos delitos: el de “crímenes de guerra” y el de “genocidio”. Los lager quedaron en la memoria de la humanidad como aquello que no se debía repetir nunca más mientras se repetían sin cesar, de la mañana a la noche, en enero y en agosto, los bombardeos aéreos, expresión banal del modelo Hiroshima, no menos terrible y mucho más inaccesible para la imaginación. Si hemos aceptado con mansedumbre ese modelo no es solo porque fuera consolidado por los vencedores de 1945; tiene que ver asimismo con nuestra dificultad antropológica para representarnos los crímenes “en el aire”.
Veamos. Si los lager nos parecen con razón monstruosos es porque son humanos; es decir, porque son mensurables desde nuestra milenaria “moral terrestre”. Implican un trabajo de deshumanización horizontal del otro sobre el que nuestra imaginación también puede trabajar, en favor de la empatía y de la construcción jurídica. Con Hiroshima, paradigma vertical, ocurre lo contrario: como contaba el filósofo Günther Anders, no es fácil establecer un vínculo cognitivo entre una presión del dedo sobre un cuadro de mandos a 3.000 metros de altura y 120.000 cadáveres en las calles de una ciudad. Ahora bien, esta “desproporción” tiene consecuencias afectivas y jurídicas descomunales. En los lager, decíamos, el cadáver es el resultado de una larga operación de deconstrucción de la humanidad en el cuerpo del otro; en Hiroshima, el cadáver es, desde el principio, un residuo y, si se quiere, un “milagro”. Los cuerpos no se han tenido nunca en cuenta, ni siquiera para destruirlos. Si aceptamos con tanta naturalidad los bombardeos aéreos es porque contienen algo sagrado y divino; es decir, porque, como en el caso del orden teológico, su horror deja en suspenso los parámetros comunes del Derecho terrestre. Lo que en tierra se nos antoja la más atroz violación del Estado de derecho (la ejecución extrajudicial, el juicio sumarísimo, la condena colectiva) constituye la normalidad entre las nubes: las víctimas civiles de un bombardeo no se han beneficiado de la presunción de inocencia ni han sido acusados de ningún delito ni han tenido un juicio justo; ni siquiera, como digo, han sido injusta y brutalmente tratados por un enemigo horizontal, con la posibilidad de hacer al menos un último gesto de dignidad (como ocurre tantas veces ante un pelotón de ejecución). La inocencia absoluta de las víctimas del bombardeo (tendidos entre los escombros al lado de la pelota con la que jugaban un minuto antes) presupone de algún modo la inocencia absoluta del victimario. El genocidio vertical es, por decirlo así, un genocidio al mismo tiempo meteorológico y teológico. ¿Cómo se va a comparar la violencia bestial de un cuchillo con la magia de un misil?
En los principales bombardeos de la Segunda Guerra Mundial (Londres, Dresde, Japón) se lanzaron en torno a 40.000 toneladas de bombas desde los aviones alemanes o aliados. En la segunda Guerra del Golfo, EE UU lanzó sobre Irak unas 80.000. El pasado mes de abril, Israel ya había lanzado 70.000 toneladas sobre Gaza, doblando el número del mayor conflicto bélico de la historia e igualando casi el de la bárbara invasión de Irak. Ahora, en agosto, mes de la conmemoración de la derrota del Japón y del lanzamiento de dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, Israel habrá batido ya sin duda todos los registros históricos de destrucción vertical del otro. Es una “práctica consuetudinaria”, sí, que los humanos aceptamos con consueta resignación, y casi con admiración bíblica, entre la fascinación del récord y el estupor de la inocencia del dios. Los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki nos sacaron definitivamente de la moral terrestre e inscribieron nuestros cuerpos en el marco de la posthumanidad, y ello por dos razones: porque desde entonces somos virtualmente una especie desaparecida y porque en ese momento nos quedamos definitivamente sin imaginación para conmovernos o ni siquiera escandalizarnos frente a la barbarie vertical y sus anónimos escombros inocentes.
Pero sí podemos sentir aún un poco de indignación a ras de tierra. La dificultad para escribir un artículo en esta época es siempre la de seleccionar la ignominia del día o del año, tan variadas son y tanto se repiten. Una de las mayores de este mes de agosto ha pasado, sin embargo, casi desapercibida. No me refiero al aniversario de Hiroshima y Nagasaki, que recuerdan rutinariamente todos los periódicos; ni tampoco al enésimo bombardeo de una escuela en Gaza, frente al cual carecemos ya de imaginación y hasta de lágrimas. Hablo de la ceremonia del 9 de agosto en Nagasaki y del boicot de EE UU y la UE, “solidarios” con Israel, al que el alcalde no había invitado porque estaba pensando enGaza, donde han sido asesinados desde el pasado mes de octubre 40.000 palestinos desde el aire. Estas conexiones sí las podemos imaginar y no hace falta explicitarlas. Es el detalle menor, la metáfora pequeña y brutal de una hipocresía que nos hace cómplice de todos los bombardeos y debilita aún más nuestra posición moral en el mundo posthumano que nosotros mismos hemos contribuido a crear.
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Santiago Alba Rico es filósofo, autor de ensayos como Ser o no ser (un cuerpo) (Seix Barral) y España (Lengua de Trapo).
https://elpais.com/opinion/2024-08-26/gaza-y-nagasaki.html
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