Alain Delon en "A pleno sol" (1960), de Réne Clément. |
Alain Delon: la belleza del diablo
Mucho del mejor cine europeo de la segunda mitad del siglo XX –de Luchino Visconti a Jean-Pierre Melville, de Joseph Losey a Jean-Luc Godard- no hubiera sido igual sin la presencia de la estrella francesa, que murió este domingo en su residencia al sur de París, a los 88 años .
Luciano Montealegre
18 de agosto de 2024
Su declarado machismo y su ideología reaccionaria, enarbolada particularmente durante sus últimos años, cuando en la vejez se permitió hablar sin tapujos, no deberían oscurecer lo esencial. Mucho del mejor cine europeo de la segunda mitad del siglo XX –de Luchino Visconti a Jean-Pierre Melville, de Joseph Losey a Jean-Luc Godard, pasando por Michelangelo Antonioni y Alain Cavalier- no hubiera sido igual sin la presencia de Alain Delon, muerto este domingo en su residencia de la región de Loiret, al sur de Paris, a los 88 años de edad, luego de diversos problemas de salud que lo habían llevado a considerar mudarse a Suiza para conseguir una muerte asistida, que no está legalmente autorizada en Francia, su país natal.
¿Quién era, de dónde salía ese muchacho de una perfección apolínea que sin embargo era capaz de encarnar, con una ambigüedad llena de matices, la siniestra belleza del diablo? Corría el año 1960, Delon acababa de cumplir 24 años y en su primer protagónico, como el talentoso señor Ripley imaginado por la novelista Patricia Highsmith, se convirtió de la noche a la mañana en una estrella de magnitud internacional. La película era A pleno sol, el director era el por entonces famoso René Clément y el propio Delon contó que fue él mismo quien se impuso como protagonista, cuando originalmente le había sido asignado un papel secundario.
Con esa fría determinación que siempre fue parte de su personalidad –tanto en la pantalla como en la vida pública- Delon encaró una noche al realizador y a sus productores: “Fue horrible. Los hermanos Hakim, gritaban: ‘¡Cómo te atreves! ¡Sólo sos un pequeño idiota! ¡Deberías pagar para hacer esta película!’. La discusión duró hasta las dos de la madrugada, constantemente al borde de una ruptura. Luego vino un gran silencio, impresionante, lo recuerdo muy bien”, rememoró Delon en una entrevista de 1984. “Y en este silencio se oyó la voz de la mujer de Clément: ‘Réne, cariño, el pequeño tiene razón’. Y hasta las cuatro de la mañana le explicó por qué el pequeño tenía razón…” Esa mujer no se equivocaba, vio lo que los hombres de esa reunión no sabían o no querían ver: que allí delante tenían a algo más que a una “cara de ángel”, alguien que también podía ser un demonio, quizás porque ya de muy joven había visto la maldad y la sangre de cerca.
Nacido el 8 de noviembre de 1935 en un suburbio del sur de París, hijo de un matrimonio de clase media baja que –después de su divorcio- lo entregó a los cuatro años, como un paquete, a una familia de acogida, Alain Fabien Maurice Marcel Delon tuvo una infancia difícil. Fue expulsado seis veces de las escuelas a las que asistía. Su madre, que se casó por segunda vez con un carnicero, le hizo un lugar en la casa y en el negocio familiar, pero harto de lidiar con las reses a los 14 años huyó con la intención de irse a los Estados Unidos. No llegó más lejos que a Burdeos, donde fue apresado.
Su paso por el servicio militar no fue menos tumultuoso: arrestado por robo de material, la Armada francesa le dio la posibilidad de eludir la prisión si se enrolaba para servir en la Guerra de Indochina. Allí tampoco le fue mejor: robó un jeep militar y terminó preso (cumplió los 20 años en una celda). Cuando finalmente salió a la noche de Saigón quedó profundamente impresionado por una película francesa titulada Grisbi (1954, dirigida por Jacques Becker), donde no tardó en identificarse con el protagonista, nada menos que Jean Gabin, que interpretaba a un violento pero noble mafioso que solamente se regía por la ley del hampa y los códigos de silencio.
De regreso a París, se dirige directamente a los barrios bajos, donde no tarda en conseguir trabajo como estibador en el mercado de Les Halles y mozo en un café cerca de los Campos Elíseos. En Pigalle y Montmartre, se codea con el mundo del hampa y los gigolós, hasta que un romance con la actriz Brigitte Auber (que venía de hacer un pequeño papel en Para atrapar al ladrón, de Alfred Hitchcock) lo vincula con el mundo del cine. Se hace amigo del actor Jean-Claude Brialy, viajan juntos al Festival de Cannes de 1957 y allí lo descubre un cazatalentos que le propone a Delon viajar inmediatamente a Roma para un casting.
Y su vida se convierte en un frenesí: en Cinecittà el productor David O. Selznick le ofrece un contrato en Hollywood, con la condición de que aprenda inglés (algo a lo que Delon nunca estuvo dispuesto), pero una mujer, cuándo no, le gana de mano y lo devuelve al cine francés. La actriz Michèle Cordoue, amante de Delon, convence a su marido, el director Yves Allégret, para que lo contrate para un pequeño papel en una película que en la Argentina se tituló La diosa del hampa pero que en su original en francés es mucho más elocuente y premonitorio: Quand la femme s'en mêle(Cuando la mujer se involucra). Décadas después, en un reportaje, Delon recordaba: “Yo no sabía hacer nada. Allégret me miró y me dijo: ‘Escucháme atentamente, Alain. Hablá como vos hablás. Mirá como vos mirás. No actúes, simplemente sé como sos vos’. Esas palabras cambiaron mi vida. Si Yves Allégret no me hubiera dicho eso, no habría tenido esta carrera”.
Luego aparece en la comedia Sois belle et tais-toi, de Marc Allégret (hermano de Yves), donde se codea con otro joven actor que, como él, también está empezando su carrera: Jean-Paul Belmondo. En 1958, Romy Schneider -convertida en celebridad mundial tras el éxito de la trilogía Sissi- lo elige a través de fotografías para interpretar a su galán en la comedia romántica Christine. Los productores arreglan una entrevista con la prensa en el aeropuerto de Orly, en París, pero Romy no habla francés, Delon no habla alemán y se llevan fatal. Eso no impide el romance y una operación de marketing, compromiso de matrimonio incluido, que los convertirá, muy fugazmente, en “los novios de Europa”. Encarnan la belleza, la juventud, el éxito. Nunca se casarán.
Un par de secundarios más llevan a Delon a las puertas de su personaje consagratorio en A pleno sol –un polar, como los franceses llaman a los films policiales, que todavía hoy resiste la prueba del tiempo, en gran parte gracias a él- y a una nueva convocatoria a Roma, en este caso a partir de un llamado de Luchino Visconti, nada menos. El gran cineasta de La terra trema y Bellisima estaba preparando un gran fresco sobre la inmigración de una paupérrima familia de clase trabajadora siciliana al rico Milán industrial y confió a Delon el papel protagónico de Rocco y sus hermanos(1960), una de las cumbres de las carreras tanto del director como del actor.
El dolor y el rencor de clase que Delon es capaz de expresar, a pesar de su doblaje al italiano, le dan al film de Visconti –inspirado en Dostoyevski- el carácter trágico que pedía el material. El creciente enfrentamiento de Rocco con su hermano Simone (Renato Salvatori) por el amor de la prostituta Nadia (Annie Girardot), está entre los grandes momentos de la mejor historia del cine. “Luchino transformó a Delon en un actor”, señaló la actriz Adriana Asti, que interpretaba un personaje secundario en el film y fue testigo del trabajo de ambos.
Esa colaboración entre Visconti y Delon -en quien el director admiraba un rostro como “creado por Botticelli”- tuvo continuidad primero en una exitosa puesta teatral de Lástima que sea una puta, del dramaturgo isabelino John Ford, donde el director volvió a reunir al actor con Romy Schneider. Y luego en otro papel consagratorio para el cine, El gatopardo (1963), capolavóro assoluto de Visconti, donde a pesar de la enorme sombra del patriarca que componía Burt Lancaster el avasallante Delon no dejaba de brillar como su ambicioso sobrino, que corteja a hija del alcalde del pueblo, interpretada por Claudia Cardinale. Es el Tancredo de Delon quien pronuncia la célebre frase que el aristócrata no termina de comprender: “Si no nos involucramos en política, nos crearán una república. Si queremos que todo siga igual, tenemos que cambiarlo todo”.
Entre ambos films de Visconti, Delon encontró tiempo para coprotagonizar El eclipse (1962), el capítulo final de la llamada “trilogía existencial” de Michelangelo Antonioni, junto a la musa del director, Monica Vitti, con quien conformó una pareja de una rara alquimia cinematográfica, de la que emergía una belleza que remitía a las artes plásticas, como si el cineasta se hubiera entregado a la pura fotogenia de sus intérpretes, que deambulaban por una Roma abstracta, irreal, como escapada de un cuadro de Giorgio de Chirico.
En Francia, Delon no dejaba de filmar, a las órdenes de René Clément (¡Qué alegría vivir!, La jaula del amor), que nunca pudo asomarse siquiera a repetir el éxito de A pleno sol, y también para una joven promesa del cine de autor llamada Alain Cavalier, con quien hizo L’insoumis (1964), donde interpretaba a un animal herido de la guerra de Argelia, que provocó un célebre elogio del escritor François Mauriac en Le Figaro littéraire: “Nunca habla tan bien como cuando guarda silencio”. Quizás fue este cumplido envenenado el que llevó a Jean-Pierre Melville a convocarlo para el protagónico absoluto de su obra maestra El samurái (1967), donde Delon interpretaba a un taciturno asesino a sueldo, enfundado en un clásico impermeable coronado por un sombrero de ala ancha que desde entonces quedaron eternamente asociados a su figura.
“Yo había escrito un guion especialmente para él, se lo dije y me pidió que se lo leyera”, le contó Melville al crítico e historiador Rui Nogueira. “La lectura tuvo lugar en su departamento. Con sus codos hundidos en sus rodillas, Alain escuchaba sin moverse hasta que de pronto levantó la vista y me interrumpió: ‘Estuviste leyendo por siete minutos y medio y hasta ahora no escuché una sola palabra de diálogo. Eso es suficiente para mí. Hago la película. ¿Cómo se titula?’ El samurái, le digo. Con una seña, me indicó que lo siguiera. Me llevó al dormitorio: todo lo que contenía era un gran diván de cuero y una espada de samurái”.
Mientras tanto, Delon cabalgaba en el apogeo de su éxito, con títulos de imbatible popularidad internacional, como Los aventureros (1967), junto a Lino Ventura; Adiós al amigo (1968), con Charles Bronson; La piscina (1968), de nuevo en pareja con Romy Schneider; y El clan de los sicilianos (1969), con su admirado Jean Gabin.
La década siguiente no fue menos prolífica ni triunfante: en El círculo rojo (1970) e Historia de un policía (1972), volvió a trabajar con Jean-Pierre Melville, a quien Delon –poco afecto a los elogios- llegó a definir “en pocas palabras, el más grande director con el que he tenido la fortuna, el placer y el honor de trabajar. Es fabuloso, sabe más de cine que cualquier otro. Es el mejor”. A estas películas exigentes, que sin embargo él conseguía que convocaran público, Delon seguía sumando éxitos populares: Borsalino (1970), con Jean-Paul Belmondo; El sol rojo (1972), con Bronson y Toshiro Mifune; y sus policiales para José Giovanni (Dos contra la ciudad, El gitano, Boomerang), Jacques Deray (Borsalino y compañía, Desafío a la ley, Le gang) y Alain Jessua (Armagedón).
Un párrafo aparte merecen sus protagónicos para dos de las mejores películas de Joseph Losey de los años ’70. En El asesinato de Trotsky (1971), Delon compuso al repugnante sicario de Stalin, Ramón Mercader, que seduce a una mujer del círculo cercano del revolucionario (Romy Schneider) para clavarle una pica en la cabeza a Lev Davídovich Bronstein (interpretado por Richard Burton). Y en la extraordinaria El otro señor Klein (1976), Delon es el misterioso traficante que durante la Ocupación nazi de París se aprovecha de las riquezas de los judíos perseguidos, hasta terminar él mismo siendo arrastrado –por un giro de carácter kafkiano- a los trenes de la muerte que conducían a los campos de concentración.
Los años ’80 y ’90 fueron menos fecundos en éxitos y todavía menos en prestigio. Al margen de su pasión por el box, al que se sumó como empresario, y su amistad con Carlos Monzón (a quien visitó en la cárcel cuando el campeón cumplía condena por el asesinato de su mujer Alicia Muñiz), Delon siguió haciendo una y otra vez de “flic” (cana), en un triste remedo de sí mismo.
Solamente lo pudieron sacar fugazmente de ese pozo el alemán Volker Schlöndorff con su versión de El gran amor de Swann(1984), donde Delon fue el barón de Charlus imaginado por Proust; Bertrand Blier en la surrealista Nuestra historia(1985), junto a Nathalie Baye; y Jean-Luc Godard en Nouvelle vague (1990), donde el personaje interpretado por Delon moría y resucitaba una y otra vez, como si de alguna manera fuera un espejo deformante de la carrera del actor.
Su última aparición en cine fue en Astérix en los Juegos Olímpicos (2008), como el emperador Julio César. Hizo más de cien largometrajes en medio siglo de carrera, algunos verdaderamente memorables. Fue una estrella de cine de un talento nato y una figura pública odiosa. Con esas contradicciones habrá que recordarlo.
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