MIMOSO
Desde hacía cinco días Mimoso agonizaba. Mercedes con
una cucharita le daba leche, jugo de frutas y té. Mercedes llamó por teléfono
al embalsamador, dio la altura y el largo del perro y pidió los precios.
Embalsamarlo iba a costar casi un mes de sueldo. Cortó la comunicación y pensó
llevarlo inmediatamente para que no se estropeara demasiado. Al mirarse al
espejo vio que sus ojos estaban muy hinchados por el llanto y decidió esperar
la muerte de Mimoso. Junto a la estufa de kerosene, colocó un platito y
volvió a darle leche al perro, con la cucharita. Ya no abría la boca y la leche
se derramó por el suelo. A las ocho llegó el marido, lloraron juntos y se
consolaron pensando en el embalsamamiento. Imaginaron al perro a la entrada de
la habitación, con sus ojos de vidrio, cuidando simbólicamente la casa.
A la mañana siguiente Mercedes metió al perro adentro de una bolsa. No estaba
muerto, tal vez. Hizo un paquete con arpillera y papel de diario para no llamar
la atención en el colectivo y lo llevó a la tienda del embalsamador. En el
escaparate de la casa vio muchos pájaros, monos embalsamados y víboras. La
hicieron esperar. El hombre apareció en mangas de camisa, fumando un cigarro
toscano. Tomó el paquete, diciendo:
—Me trajo el perro. ¿Cómo lo quiere? —Mercedes parecía no comprender. El hombre
trajo un álbum lleno de dibujos. —¿Lo quiere sentado, acostado o parado? ¿Sobre
un soporte de madera negra o pintadito de blanco? ¿Cómo lo quiere?
Mercedes miró sin ver nada:
—Sentadito, con las patitas cruzadas.
—¿Con las patitas cruzadas? —repitió el hombre, como si no le gustara.
—Como usted quiera —dijo Mercedes, ruborizándose.
Hacía calor, un calor sofocante. Mercedes se quitó el abrigo.
—Vamos a ver al animal —dijo el hombre, abriendo el paquete.
Tomó a Mimoso por las patas traseras, y continuó: —No está tan gordito como su
dueña —y lanzó una carcajada. La miró de arriba abajo y ella bajó los ojos y
vio sus pechos bajo el sweater demasiado ajustado. —Cuando lo vea listo le va a
dar ganas de comerlo.
Bruscamente, Mercedes se cubrió con el abrigo. Retorció entre sus manos sus
guantes negros de cabritilla y dijo, tratando de contener sus deseos de
abofetear o de quitar el perro al hombre:
—Quiero que tenga un soporte de madera como aquél – le enseñó el que sostenía
una paloma mensajera.
—Veo que la señora tiene buen gusto —musitó el hombre—. ¿Y los ojos de qué los
quiere? De vidrio resultará un poco más caro.
—Los quiero de vidrio —respondió Mercedes, mordiendo los guantes.
—¿Verdes, azules o amarillos?
—Amarillos —dijo Mercedes, impetuosamente—. Tenía los ojos amarillos como las
mariposas.
—¿Y usted le vio los ojos a las mariposas?
— Como las alas —protestó Mercedes—, como las alas de las mariposas.
— ¡Ya me parecía! Tiene que pagar adelantado – dijo el hombre.
—Ya lo sé —respondió Mercedes —me lo dijo por teléfono —abrió su cartera y sacó
los billetes; los contó y los dejó sobre la mesa. El hombre le dio el recibo. —¿Cuándo
estará listo para venir a buscarlo? —preguntó, guardando el recibo en su
cartera.
—No hace falta. Se lo llevaré yo el veinte del mes que viene.
— Vendré a buscarlo con mi marido —respondió Mercedes y salió
precipitadamente de la casa.
Las amigas de Mercedes supieron que el perro había muerto y quisieron saber qué
habían hecho con el cadáver: Mercedes dijo que lo habían hecho embalsamar y
nadie le creyó. Muchas personas rieron. Ella resolvió que era mejor decir que
lo había tirado por ahí.
Con su tejido en la mano esperaba como Penélope, tejiendo, la llegada del perro
embalsamado. Pero el perro no llegaba. Mercedes todavía lloraba y se secaba las
lágrimas con el pañuelo floreado.
El día convenido Mercedes recibió un llamado telefónico: el perro ya estaba
embalsamado, sólo faltaba ir a buscarlo. El hombre no podía ir tan lejos.
Mercedes y su marido fueron a buscar al perro en un taxímetro.
—Lo que nos ha hecho gastar este perro —dijo el marido de Mercedes, en el
taxímetro, mirando los números que subían.
—Un hijo no hubiera costado más —dijo Mercedes, sacando su pañuelo del bolsillo
y enjugándose las lágrimas.
—Bueno, basta; ya lloraste bastante.
En la casa del embalsamador tuvieron que esperar. Mercedes no hablaba, pero su
marido la miraba atentamente.
—¿La gente no dirá que estás loca? —inquirió su marido con una sonrisa.
—Peor para ellos —respondió Mercedes apasionadamente— no tienen corazón, y la
vida es muy triste para los que no tienen corazón. Nadie los quiere.
—Mujer, tienes razón.
El embalsamador trajo casi demasiado pronto al perro. Sobre un pie de madera
barnizada de oscuro, semisentado, con los ojos de vidrio y el hocico barnizado
estaba Mimoso. Nunca había parecido de mejor salud; estaba gordo, bien peinado
y lustroso, lo único que le faltaba era hablar. Mercedes lo acarició con sus
manos trémulas; lágrimas saltaron de sus ojos y cayeron sobre la cabeza del
perro.
—No me lo moje – dijo el embalsamador – y lávese la mano.
—Sólo le falta hablar – dijo el marido de Mercedes – ¿Cómo hace estas
maravillas?
— Con venenos, señor. Todo el trabajo lo hago con venenos, con guantes y
anteojos; de otro modo, me intoxicaría. Es un sistema personal. ¿No hay niños
en su casa?
—No.
—¿Será peligroso para nosotros? —preguntó Mercedes.
—Únicamente si lo comen —respondió el hombre.
— Tenemos que envolverlo —dijo Mercedes, después de secar sus lágrimas.
El embalsamador envolvió al animal embalsamado en papeles de diario y entregó
el paquete al marido de Mercedes. Salieron con alegría. En el camino hablaron
del lugar donde colocarían a Mimoso. Eligieron el vestíbulo de la casa, junto a
la mesita del teléfono en donde Mimoso los esperaba cuando ellos salían.
Después de examinar el trabajo del embalsamador, una vez en la casa, lo
colocaron al perro en el lugar elegido. Mercedes se sentó frente a él para
mirarlo: ese perro muerto la acompañaría como la había acompañado el mismo
perro vivo, la defendería de los ladrones y de la soledad. Le acarició la
cabeza con la punta de los dedos y cuando creyó que el marido no la miraba, le
dio un beso furtivo.
—¿Qué dirán tus amigas cuando vean esto? – inquirió el marido–. Qué dirá el
tenedor de libros de la Casa Merluchi.
—Cuando vengan a cenar lo guardaré en el armario o diré que fue un regalo de la
señora del segundo piso.
—Tendrás que decírselo a la señora.
—Se lo diré —dijo Mercedes.
Aquella noche bebieron un vino especial y se acostaron más tarde que de
costumbre.
La señora del segundo piso sonrió ante el pedido de Mercedes. Comprendió la
perversidad del mundo ante el cual una mujer no puede mandar a embalsamar a su
perro sin que la crean loca.
Mercedes era más feliz con el perro embalsamado que con el perro vivo; no le
daba de comer, no tenía que sacarlo para que orinara, ni tenía que bañarlo, no
le ensuciaba la casa ni le mordía el felpudo. Pero la felicidad no es duradera.
Bajo la forma de un anónimo llegó la maledicencia a esa casa. Un dibujo obsceno
ilustraba las palabras. El marido de Mercedes tembló de indignación: el fuego
ardía en la cocina menos que en su corazón. Tomó al perro sobre sus rodillas,
lo quebró en varias partes como si fuese una rama seca y lo arrojó al horno que
estaba abierto.
—Que sea o no verdad no importa, lo que importa es que lo digan.
—No me impedirás que sueñe con él —gritó Mercedes y se acostó en la cama
vestida. —Sé quién es el hombre perverso que hace anónimos. Es ese tenedor de
porquería. No volverá a entrar en esta casa.
—Tendrás que recibirlo. Esta noche viene a cenar.
—¿Esta noche? —dijo Mercedes. Saltó de la cama y corrió a la cocina a preparar
la cena, con una sonrisa en los labios. Puso junto al perro el asado de tira,
en el horno.
Preparó la comida más temprano que de costumbre.
—Hay asado con cuero —anunció Mercedes.
Antes de saludar, junto a la puerta, el invitado se restregó las manos, al
tomar el olor que venía del horno. Después, mientras se servía, dijo:
—Estos animales parecen embalsamados —miró con admiración los ojos del perro.
—En China —dijo Mercedes —, me han dicho que la gente come perros, ¿será cierto
o será un cuento chino?
—Yo no sé. Pero por nada del mundo los comería.
—No hay que decir “de este perro no comeré” —respondió Mercedes, con una
sonrisa encantadora.
—De esta agua no beberé —corrigió el marido.
El invitado se asombró de que Mercedes hablara con tanto desparpajo de los
perros.
—Tendremos que llamar al peluquero —dijo el invitado, viendo la carne con
cuero donde asomaban algunos pelos y, riendo a carcajadas, con una risa contagiosa,
preguntó: – ¿La carne con cuero se come con salsa?
—Es una novedad —contestó Mercedes.
El invitado se sirvió de la fuente, chupó un pedazo de cuero untado con salsa,
lo mascó y cayó muerto.
—Mimoso todavía me defiende —dijo Mercedes, recogiendo los platos y secando sus
lágrimas, pues lloraba cuando reía.
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