Robert Mapplethorpe y Patti Smith: “Si no vienes conmigo, me haré homosexual”
“Finge que eres mi novio”, le pidió ella al conocerlo para librarse de un hombre. Esa noche dejaron de fingir. Juntos vivieron una historia de amor deslumbrante cruzada por los excesos y el arte hasta que la vida de él se apagó una noche en la que ella, al otro lado del teléfono, se quedó oyendo su respiración, dormido por la morfina
Manuel Jabois
Sanxenxo, 13 de agosto de 2024
El 3 de julio de 1967, Patricia Lee Smith, de 20 años, llegó a Nueva York con un peto, un jersey negro de cuello alto y una vieja gabardina gris, y una maletita de cuadros rojos y amarillos en la que había varios cuadernos, lápices de dibujo y un ejemplar de Iluminaciones, de Rimbaud, que le estaba cambiando una vida ya de por sí agitada: embarazada a los 19 años, había dejado a su bebé en una familia de adopción. Meses después de aquello, en Nueva York, ella se dirigió a la dirección que le habían dado y allí, en una habitación, se encontró a un chico dormido sobre una cama de hierro. “Era pálido y delgado con una oscura mata de pelo rizado. Tenía el torso desnudo y collares de cuentas alrededor del cuello (…). Se levantó de un salto, se puso las sandalias y una camiseta blanca y me indicó que le siguiera (…). Nunca había visto a nadie como él”, escribió ella 43 años después. El joven la ayudó a llegar a su habitación, y se despidieron.
Días después, tras conseguir su primer trabajo en una de las librerías Brentano’s, apareció ese chico por la puerta. Camisa blanca y corbata, esta vez. “Parecía un colegial católico”. Compró un collar persa, el preferido de Patti Smith. Mientras se lo envolvía, a ella se le escapó: “No se lo regales a ninguna chica que no sea yo”. Él sonrió y dijo: “Descuida”. Pasó una semana y Patti Smith, hambrienta y sin lugar para dormir (lo hacía a escondidas en la tienda, sobre su abrigo, cuando todos se marchaban: esperaba encerrada en el baño), aceptó la invitación a cenar de un escritor que llevaba días merodeando la librería y observándola. Olvidó los consejos de su madre (con un desconocido, a ninguna parte) azuzada por el hambre. Cenaron caro y mucho, y ya en la calle él la invitó a subir a tomar una copa. Desesperada, miró a todas partes buscando una salida. Apareció de la nada el chico de la cama de hierro, el chico del collar persa. Fue hacia él: “Finge que eres mi novio”, le pidió. Pasaron la noche juntos de un lado para otro y hablando sin parar (“me sorprendió lo cómoda y abierta que me sentía con él; más adelante, me dijo que se había tomado un ácido”). Durmieron abrazados y no volvieron a separarse nunca.
Él le dijo su nombre a Patti aquella noche, Bob, pero ella decidió que no le pegaba Bob, así que lo llamó Robert. Robert Mapplethorpe, ese era su nombre real. También su nombre artístico, porque esta es una historia de amor absoluto entre dos chicos de 20 años que, con el tiempo, se convertirían en dos leyendas del siglo XX. Pero esto último da igual.
Ella —dijo en Éramos unos niños (Lumen, 2011), un libro capital en el que desmenuza su relación abrasiva e insólita— era una cría mala obsesionada con portarse bien; él, un niño bueno con muchas ganas de portarse mal. Dependían de la generosidad de los amigos de Robert para dormir bajo techo, para ahorrar dinero Patti se saltaba comidas (una compañera de trabajo la vio tan flaca que empezó a dejarle una fiambrera con sopa en el guardarropa) y aunque, escribe, nunca cuestionó la decisión de entregar a su hijo en adopción, “aprendí que dar vida y desentenderse de ello no era tan fácil”. Lloraba tanto que Robert la llamaba Empapadita. Tenía, dice, las caderas tan estrechas que el embarazo le había abierto literalmente la piel de la barriga. La primera vez que se acostaron juntos, Robert pudo ver las estrías que cruzaban su abdomen.
Lo que ocurrió entre ellos y alrededor de ellos, bajo ellos y sobre ellos, es una historia tan asombrosa y deslumbrante que esta página solo puede dar pobre testimonio de su inicio y de su final. En medio, Patti Smith sería compositora, cantante, escritora, y Robert Mapplethorpe, que pintaba cuando conoció a Patti, se hizo célebre como fotógrafo. Vivieron juntos en el Chelsea Hotel en una época, 1969, en la que por allí vivían o pasaron Andrea Feldman, Leonard Cohen, Bob Dylan, Keith Richards, Janis Joplin, Jimi Hendrix, Dylan Thomas o Allen Ginsberg. También Jim Carroll, el poeta (yonqui, chapero, de todo) que escribió su vida en Diario de un rebelde, luego película protagonizada por Leonardo DiCaprio. “¿Cómo sabes que no eres gay?”, le preguntó una vez Robert. “Porque siempre pido dinero”, le respondió Carroll. Cuando Patti y Robert empezaron a tener una relación más íntima, más amistosa, menos sexual, ella empezó a salir con Sam Shepard.
Robert la enfrentó un día. Quiso llevársela con él a San Francisco. “Tengo que descubrir quién soy”, dijo. Ella se negó. Él insistió: “Si no vienes conmigo, estaré con un tío. Me volveré homosexual”. Y Patti no comprendió: “No había nada en nuestra relación que me hubiera preparado para semejante revelación. Todas las señales que él había transmitido de forma indirecta, las había interpretado como la evolución de su arte. No de su personalidad”. “Me han acusado de vestir como un puto, de tener mente de puto y cuerpo de puto”, le escribió a ella meses después, aún impactado por Cowboy de medianoche. “Introdujo el concepto de puto en su obra y, más adelante, en su vida”, dijo Patti; “Puto, puto, puto. Supongo que es lo que me va”, resumió él. (Años antes, él se había empezado a prostituir para pagar el alquiler de los dos).
Seguían juntos, siempre siguieron juntos a su manera, también haciendo el amor. “Cada uno por su lado, juntos”, resumió Patti. Robert le hizo una fotografía icónica: la portada de Horses, el primer disco de Patti Smith. “Esta es la que tiene la magia”, dijo él eligiendo una de la selección. “Cuando ahora la miro, no me veo nunca a mí. Nos veo a los dos”, dijo ella.
En febrero de 1989, muchos, muchos años después, Robert Mapplethorpe, enfermo de VIH, recibe a Patti Smith junto a su enfermera. Allí le lanza una pregunta demoledora: “Patti, ¿nos la ha jugado el arte?”. “No lo sé, Robert. No lo sé”. “Patti, me estoy muriendo. Duele muchísimo”. Y ella supo, por primera vez, que aquel chico de 20 años que había conocido pobre y harapiento, feliz con un ácido encima, y que le había acompañado toda su vida, se iba a morir.
Un mes después, ella llamó como cada noche al hospital para desearle buenas noches. Pero la morfina lo había dormido y Patti se quedó al teléfono oyendo su respiración cansada sospechando que jamás volvería a escuchar su voz. Ordenó sus cosas en el escritorio, que también habían sido de Robert, arropó a sus hijos, se acostó con su marido, al que le dijo: “Sigue vivo”, y luego rezó. Cuando se despertó, y bajó las escaleras, en medio del silencio de la casa, supo que Robert Mapplethorpe había muerto. Minutos después, el teléfono sonó. Patti Smith recuerda que estaba puesta la ópera Tosca en el televisor: “He vivido para el amor, he vivido para el arte”.
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