jueves, 15 de agosto de 2024

Sofi Oksanen / Lenguas

 



Sofi Oksanen

LENGUAS


CUANDO  ESTOY SOLA en mi casa de Helsinki sintonizo la televisión estonia y la dejo puesta; aunque no pueda ver la imagen, me basta con oírla. Cuando está Hukka no lo hago, por supuesto, porque tendría que darle explicaciones y no quiero explicarle nada de esto, no quiero contestar a sus preguntas, aunque sabría hacerlo.

    Mi madre nunca me ha hablado en estonio, ni siquiera por error. No se le escapa ni una sola palabra estonia dirigida a mí, aunque cuando lo requiere la situación ella pueda hablar en finés y en estonio simultáneamente, entremezclando los idiomas. Si está hablando en estonio con alguien o si hay hablantes estonios alrededor, interrumpe la conversación y me pregunta aparte si estoy entendiendo, siempre me pregunta, todos los años, todas las veces, por más que el estonio sea mi segunda lengua; lo aprendí con su oposición: yo sola aprendí esa lengua moribunda y me negué a abandonarla, pese a que al volver a Finlandia mi madre me diera un capón de reproche por cada una de las palabras que yo dijera en estonio o me tirara de los pelos si no había nadie mirando. Mä kyllä tahaksin. Y me ganaba un golpe. Pianoläksyt oskasin hyvin. Y me propinaba una bofetada. Syón yhden óunan. Y me caía un capón. La cosa se me hacía más difícil justo al regresar de Estonia, cuando me había sumergido en la lengua, todo el tiempo escuchándola. Comenzaba a hablar sopesando lo que iba a decir, meditando primero, hablando después. Al final dejé de hablarlo por completo, aun en Estonia, y en realidad no tuvieron que pasar muchos años para que así ocurriera; al mismo tiempo, dejaron de entremezclárseme las lenguas, pero todavía a veces pienso en estonio y nunca he perdido la capacidad de entenderlo, aunque mi madre no se lo crea. Como ella no ha oído salir de mi boca ni una palabra en estonio desde hace diez años, les habla a los estonios en estonio y después me repite palabra por palabra en finés y, cuando comentan algo que yo no debo oír, se salta la traducción creyéndose que no he entendido. Dejo que siga firme en su creencia y me hago la tonta. Así consigo enterarme de muchas cosas divertidas, sobre mí y sobre los otros.

    Cuando en Estonia tenemos invitados me quedo en silencio porque me resulta asqueroso hablar en finés, que solo entiende mi madre; entonces muchas veces le preguntan a ella si no hablo estonio. Aun en caso de que me lo pregunten a mí directamente, es mi madre quien contesta que no por mí, y se justifica diciendo que yo correría el peligro de mezclar esas dos lenguas tan similares. Le parecía horrible por ejemplo que me pusiera a hablar en estonio cuando estábamos en el parque: no quiere que su hija lleve como ella el estigma de rusa, porque en Finlandia siempre será rusa, aunque lo decore con jamón navideño y lo sirva con mostaza. Es preferible no hacer ostentación de lo estonio en Finlandia. Y luego comenta lo que ocurrió aquella vez que pasamos toda la familia un año entero en Tallin: aunque allí había hablado con mi madre solo en finés, una vez de vuelta a Finlandia me olvidé del finés por completo. En cuanto atravesamos la aduana finlandesa, comencé a hablar en estonio. Mi madre no quería que se repitiera esa situación.
    La tía de mi madre le dice abiertamente que no le gusta su política lingüística; los demás tan solo sonríen, aunque la miren con extrañeza, sin terminar de entender por qué no quiere presentarme como estonia en Finlandia. Pero no abren la boca porque no quieren poner en peligro un contacto con el extranjero. De todas formas nadie la cree cuando afirma que los finlandeses consideran rusos a los estonios, rusos entre los rusos. En eso mi madre sí tiene razón. Para los finlandeses, los estonios durante mucho tiempo fueron rusos. La mayoría de los escolares finlandeses solo cae en la existencia de los estonios cuando el profesor enumera los pueblos que hablan lenguas de la misma familia. Aparte de eso siempre se extrañan y hacen aspavientos porque a una distancia de tan solo ochenta y cinco kilómetros de Helsinki vive un pueblo del que no saben nada. Naturalmente, las familias de izquierdas llevan a sus hijos a Tallin, a Sochi y a Leningrado, pero para el resto esas ciudades igualmente podrían estar en el fondo del mar o en el centro de la Luna.
    Si alguien por lo que fuera llegaba a enterarse en Finlandia de mis raíces estonias, primero me preguntaba siempre si sabía ruso, si de niña jugaba con niños rusos y a qué juegos jugaba con ellos. ¿Qué diablos tendría eso que ver con mis raíces estonias? ¿Por qué nadie me preguntaba si jugaba con niños estonios? Yo no me planteo que todo finlandés tenga que saber sami o sueco. Esas preguntas me parecían ridículas. Sin embargo, yo resultaba más extraña en Estonia que aquí, con esa lengua mía medio aprendida en los viajes. ¿Y por qué iba yo a jugar con rusos si toda mi familia y mis amigos eran estonios? Nadie de mi familia hablaba ruso ni tenía ningún conocido ruso en ninguna parte, para empezar porque allí no había rusos. Habría resultado de lo más extraño si en Estonia mi madre o cualquier otra persona conocida se hubiera puesto a hablar ruso en casa. Además, mi madre jamás me habría enseñado ruso ni me habría dejado aprenderlo, menos aún que el estonio, aunque no logró protegerme de los
spasibo, pozháluista, joroshó ni del nichegó. Ladno ...


    Por alguna razón, en Estonia los rusos con quienes tuvimos que tratar —funcionarios y taxistas— al verme le preguntaban siempre a mi madre si yo hablaba ruso. A veces también le preguntaban si hablaba estonio, pero esa no era una pregunta de verdad, apenas un comentario al margen, todo lo contrario que la pregunta sobre mis conocimientos de ruso, que sí lo era. Mi madre se ponía furiosa. En el asiento trasero de una furgoneta Volga amarilla. Al registrar los pasaportes, en los asientos de terciopelo verde. En los asientos forrados de escay rojo de las salas de espera. Debajo del retrato de una personalidad del Estado. Su enfado se le reflejaba en el gesto, aunque contestaba siempre con un no rotundo que escupía a la cara del miliciano o del taxista en cuestión, quien no dejaba de sonreír con una sonrisa igual a la del Padre Ruso Stalin.

    Las familias finlandesas rojas tampoco podían entender por qué yo no hablaba ruso. ¡Ese entusiasmo en su rostro cuando se enteraban de que mi madre era estonia! Hasta podría hablarse de pasión. Ahora, más de diez años después, entiendo que imaginaban que mi madre y yo compartíamos la opinión oficial sobre la Estonia soviética, de ahí todas esas extrañas preguntas y ese extraño entusiasmo suyo. No podían imaginarse que la Estonia soviética no era para nosotras una parte del primer Estado socialista, un ejemplo para todo el mundo. Que los gritos de hurra cuando Estonia se integró en la Unión Soviética habían durado justo hasta que recibimos la señal de parar, que los vítores no eran espontáneos sino ajustados al protocolo previsto. Que todo el entusiasmo y toda la alegría en la Unión Soviética siempre fueron así.
    No podían entender que aquella pequeña y valiente mujer báltica, mi madre, a pesar de proceder del gran hogar de la amistad entre los pueblos de la Unión Soviética, era una patriota de sangre tan blanca que en clase, aun siendo muy joven, no quiso ponerse el pañuelo rojo de los pioneros, como debía haber hecho, decía que la ahogaba, y aterrorizaba así a su profesora. ¿Qué habría pasado si se filtraba la información de que se hablaba de esas cosas en la clase de aquella profesora? ¿Que la profesora animara una actitud contraria a la Unión Soviética podía conducir a la formación de una generación peligrosa para el comunismo? Aquella profesora no quería que la deportaran a Siberia.
    Por eso mi madre me enseñó a permanecer callada. Porque las palabras equivocadas podían resultar mortales. Pero el silencio que mi madre me inculcó no era el silencio de una niña buena con trenzas sino precisamente todo lo contrario, un silencio que no tenía nada que ver con el de una chica con trenzas salvo por la misma ausencia de palabras.
    Según mi terapeuta, resulta muy significativo que mi madre no usara conmigo su propia lengua, ni siquiera cuando yo era un bebé, que no pronunciara ni una sola palabra del lenguaje infantil que conocía y se dirigiera a mí en una lengua extranjera que aún no sentía en los labios, que no encajaba con sus sentimientos, que no podía dejar de resultarle extraña y peculiar, como extraña y peculiar sería entonces su manera de hablarle a la niña. Qué raro. ¿No es realmente raro? Nunca había pensado que debió haber sido de otro modo, pero al reflexionar y sopesar todo este asunto, caí en la cuenta de que no conocía a ninguna familia bilingüe que no quisiera que sus hijos conocieran el idioma de ambos padres. Hasta es normal querer transmitir a los hijos una lengua que dejó de usarse una o dos generaciones atrás.
    Y cuando escuché por primera vez en Finlandia a niños hablando en francés y en finés, por ejemplo, hablándolos con fluidez, mezclándolos, comprendí que no había nada de extraño en que un niño bilingüe mezclara palabras de sus dos lenguas maternas. Yo no habría sido ninguna excepción. Ni siquiera la similitud de ambas lenguas habría hecho que de adulta no supiera bien ninguna de las dos, como afirmaba mi madre.
    Ella también decidió por mí que yo —que sin embargo de verdad había crecido en Finlandia y era hasta en el más recóndito rincón de mi ser completamente finlandesa— no tenía que recordar ese país de donde ella procedía, no, aunque lo visitáramos, no, aunque ella lo echara de menos. Esos viajes ni siquiera existían, ya que no hablaba de ellos con nadie en Finlandia. Yo tenía que ser finlandesa. Tenía que hablar y andar como los finlandeses, parecer una finlandesa, aunque siempre estuviera desubicada, de alguna manera desarraigada, como vestida con un abrigo de mangas demasiado pequeñas y zapatos que me molestaran a cada paso.
    Además, me sentía gorda. «Entenderás que ahora tienes que empezar a vigilarte». Anna no lo entiende, pero la enfermera le pregunta de nuevo por la altura de sus padres y le pide que le enseñe a su madre el documento donde constan su peso y su altura. Y sin embargo Anna sabe sin tener que preguntárselo que su madre tampoco entenderá ese documento y que dirá que cuanto más oficial sea el asunto, mayor será la mentira.
    Llegar a mi situación actual me ha llevado catorce años. Catorce años de viajes gastronómicos y horarios de comidas y calendarios de comidas, catorce años calculando el paso del tiempo en kilos y calorías. Firme adhesión a las tablas de calorías. Subir un escalón consume dos calorías; bajarlo, una caloría. Una jornada escolar dura, una media de trescientos escalones. El paso del tiempo se transformó en kilocalorías el año en que paré de crecer y la enfermera se mostró preocupada. Mi altura era de ciento sesenta centímetros entonces y sigue siéndolo ahora. Mi talla de calzado se había estabilizado hacía ya unos años. Era la chica mas gorda de mi clase —la chica más gorda de la clase de primaria—. Cincuenta y tres kilos y ciento sesenta centímetros, la misma talla que mi madre, a mis diez años... Ahora peso menos, pero entonces tampoco era nada excesivo, nunca sentí que me sobrase ni un gramo ni que usara una talla de más, simplemente mis medidas no se ajustaban a las de las niñas que veía a mi alrededor. El típico caso de esa  enfermedad de mujeres que se denomina trastorno alimentario: el cuerpo de una mujer adulta, la mente de una niña y los únicos pechos de toda la clase. Por eso tal vez no era..., físicamente..., tan inclinada al esparcimiento como los demás niños de mi edad. Tenía que tener cuidado. Todo el tiempo sin bajar la guardia. Tenía que echar los hombros hacia delante. Cruzar los brazos sobre el pecho. Las camisas debían ser lo suficientemente grandes, cuanto más grandes mejor; nada de dibujos llamativos en el pecho porque nunca se sabía detrás de qué esquina me encontraría con Oskari. Y con los amigos de Oskari. A veces Oskari me acechaba. Otras me topaba con él por casualidad. Y otras simplemente me esperaba tranquilo mientras los profesores se reían comentando que a Oskari le gustaba esa muchacha. Claro que sí. Eso es. Ya se sabe. Sonrisas aprobatorias. Miradas significativas.
    Anna no se atrevía a anudarse los cordones de los zapatos junto a los percheros; ella cogía los zapatos en la mano y se deslizaba fuera de clase, bajaba a la planta inferior, hasta el servicio de las chicas, y allí se calzaba, se anudaba los cordones, oía cómo los demás salían, escuchaba la voz de Oskari, sí, había salido ya, podía distinguir su camisa roja en el patio, como si fuera su bandera, puede que se quedase a esperarla, pero también podía ser que creyera que Anna ya había salido del colegio, y entonces saldría corriendo detrás de ella para tratar de alcanzarla.
    Anna deja pasar un cuarto de hora mirando el reloj. Ninguno de los amigos de Oskari aguantaría tanto tiempo merodeando en el patio. Ya no queda nadie... Anna escruta la calle para comprobar que no haya nadie que pueda verla. Elige la ruta que considera que no tomarán Oskari ni sus amigotes.
    Aunque lo cierto es que en cualquier parte podía encontrarse con ellos. En aquella pequeña población archifinesa, Oskari o cualquier otra persona podía salir de detrás de la esquina menos pensada. ¿Y qué ocurriría si Anna estaba sola? ¿Y si pasara en el centro, con papuchi o con mi madre? No, eso sí que no. Simplemente no podía ser. Anna no podría soportar que sus padres vieran lo que Oskari le hacía, cómo sus manos la agarraban y se metían y apretaban y todas esas cosas. Por eso Anna permanece alerta cuando sale a comprar, observa a todas las personas que entran en su campo de visión, se asusta al ver a cualquier muchacho de su edad, se queda petrificada, con las manos frías de sudor, cuando ve a lo lejos una cabeza tan rubia como la de Oskari... Pero no es él. El muchacho se da la vuelta y mira con su padre unos artículos deportivos. Una cabeza demasiado redonda, demasiado alto para ser Oskari. Su madre no se da cuenta de que Anna se ha quedado petrificada, tratando de hacerse invisible. Porque es vergonzoso. Lo que él le hace. Lo que le hacen sus amigos. A ella. ¡Pero si no es culpa mía! ¡De verdad! No puedo hacer nada para no tener los únicos pechos de toda la primaria. Y aunque lo lleve en los genes, eso no quiere decir, no, de verdad que no, que yo sea también así, lo que todos vosotros estáis pensando, eso otro no está en mis genes. ¡Os equivocáis! ¡Quietos ahí! ¡Que no! ¡Si no os alejáis, os tiro una piedra! ¡Qué sí, que la tiro! ¡Dejadlo! ¡No! ¡No!... ¡Que no!


Sofi Oksanen
LAS VACAS DE STALIN


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