Lo que Alice Munro sabía
El marido de la reconocida escritora, galardonada con el Nobel de Literatura, era un pedófilo que agredió a su hija y a otros menores. ¿Por qué ella guardó silencio?
“Mi vida ha vuelto a ser color de rosa”, le dijo Alice Munro a una amiga en una carta con tono optimista de marzo de 1975. Para Munro, quien se estaba convirtiendo en una de las escritoras más destacadas de su generación, los años previos habían estado dominados por la angustia y la inquietud: una dolorosa separación del que había sido su esposo durante dos décadas; una retirada de la Columbia Británica a su Ontario natal; una serie de relaciones amorosas breves pero punzantes, en las que, al parecer, Munro nunca podía descifrar del todo las señales. “Esta vez es de verdad”, escribió, refiriéndose a un nuevo compañero sentimental, con un énfasis que parecía reconocer que su amiga ya había oído estas palabras antes. “Tiene 50 años, es libre, un buen hombre si alguna vez vi uno, fuerte y delicado, como en los viejos anuncios de neumáticos, y esto es lo importante: adulto”.
El hombre era Gerald Fremlin, funcionario y geógrafo jubilado, quien procedía del mismo rincón de Ontario que Munro. Estarían juntos casi 40 años, hasta la muerte de Fremlin en 2013. Su conocimiento del condado de Huron, donde se desarrolla la mayor parte de la obra de ficción de Munro, se convirtió en un recurso vital para su literatura. Munro acumuló una gran cantidad de galardones, incluido el Premio Nobel de Literatura en 2013, al convertir este remanso parroquial, con sus “graneros derruidos” y sus “pesadas y viejas iglesias”, en un escenario para la comedia humana completa, como el Dublín de Joyce o el Misisipi de Faulkner. Nunca se tomó demasiado en serio a sí misma, y guardó sus numerosos reconocimientos en un especiero giratorio de su segunda casa, un apartamento en la isla de Vancouver.
“La suerte existe, el amor también, y yo hice bien en ir tras él”, concluía Munro en la carta en la que hablaba de Fremlin. Ese juicio terminaría por ser prematuro. Este julio, dos meses después de la muerte de Munro a los 92 años, Andrea Skinner, la menor de sus tres hijas, reveló en un ensayo en The Toronto Star que Fremlin había abusado sexualmente de ella. En el verano de 1976, escribió Andrea, fue a visitar a Munro y Fremlin a su casa de Ontario. (Según el acuerdo de custodia de sus padres, pasó el resto del año en Victoria, Columbia Británica, con su padre, Jim Munro, y su nueva esposa). Una noche, mientras Munro estaba fuera, Andrea se despertó y descubrió que Fremlin se había metido en la cama junto a ella. Le estaba frotando los genitales y presionando la mano de ella sobre su pene. Ella tenía 9 años.
Fremlin advirtió a Andrea que no se lo contara a su madre: la noticia la mataría, dijo. Andrea obedeció, pero cuando regresó a Victoria ese otoño, le contó a su hermanastro, Andrew. Andrew se lo confió a su madre, quien a su vez se lo contó a Jim Munro. En lugar de alertar a su exesposa, Jim ordenó a la familia que guardara silencio. Le preocupaba que la revelación arruinara la nueva relación de Munro y que luego lo culparan a él. El verano siguiente, Andrea regresó a Ontario acompañada de su hermana mayor, Sheila, a quien Jim encargó que mantuviera a salvo a Andrea.
Durante años, Andrea hizo todo lo posible para asegurarse de que nunca se quedaba a solas con Fremlin, según me contó hace poco, pero tenía que equilibrar su miedo con otro imperativo: proteger a su madre de la verdad. Munro sabía que a Andrea le encantaba nadar, así que cuando Fremlin se ofrecía a llevarla a un río cercano, le resultaba imposible negarse sin levantar sospechas. En una de esas salidas, le hizo una proposición sexual. Andrea se puso roja y logró alejarse. De camino a casa, Fremlin se quejó de lo insatisfactoria que le resultaba su vida sexual con Munro. El acoso solo terminó cuando Andrea alcanzó la pubertad.
Para Andrea, el silencio la corroía por dentro. Desarrolló una serie de condiciones (bulimia, insomnio, migrañas debilitantes), que más tarde la obligaron a abandonar la universidad. No fue sino hasta 1992, cuando tenía 25 años, que le contó a Munro lo que había pasado. Un día que Andrea estaba de visita, Munro le habló del relato de un libro recién publicado, “Vida marina”, de Linda Svendsen, en el que una chica se suicida tras sufrir abusos de su padre. “¿Por qué no se lo contó a su madre?”, preguntó Munro, quien escribió en una reseña del libro que el cuento la había dejado “temblando”. Un mes después, Andrea le envió una carta. “Cuando me contaste sobre ese relato”, escribió, “quise llorar y abrazarte y darte las gracias y CONTARTE. He temido toda mi vida que me culparas por lo que pasó”.
La respuesta de Munro dejó claro que tenía razón al tener miedo. Fue “como si se hubiera enterado de una infidelidad”, recordó Andrea en su ensayo para The Star. Munro dejó a Fremlin y se fue a su apartamento en la isla de Vancouver. Cuando Andrea la visitó, le sorprendió la autocompasión de Munro. “Creía que mi padre nos había hecho guardar el secreto para humillarla”, escribió Andrea. “Luego me habló de otros niños con los que Fremlin tenía ‘amistad’, enfatizando su propia sensación de que ella, personalmente, había sido traicionada”. Fremlin, por su parte, envió una serie de cartas alteradas a la familia, en las que reconocía los abusos pero afirmaba que había sido Andrea quien lo sedujo.
La familia hizo lo que suelen hacer las familias tras un episodio de abuso: siguieron adelante como si nada hubiera pasado. Munro volvió con Fremlin a las pocas semanas, y durante años Andrea siguió visitándolos. Fue la llegada de sus propias hijas, unas gemelas nacidas en 2002, lo que aclaró su confusión emocional. Andrea le dijo a su madre que no quería a Fremlin cerca de ellas. Munro objetó que ir de visita sin Fremlin sería un inconveniente, porque no podía conducir. “Perdí los estribos”, contó Andrea a una periodista de The Star. “Empecé a gritar al teléfono sobre tener que apretar y apretar y apretar ese pene, y en algún momento le pregunté cómo podía tener relaciones sexuales con alguien que le había hecho eso a su hija”. Al día siguiente, Munro volvió a llamarla, no para disculparse, sino para perdonar a Andrea por cómo le había hablado. Fue el final de su relación.
En 2004, esta revista publicó un perfil de Munro, quien estaba a punto de publicar su undécimo libro, el muy celebrado Escapada. A lo largo del artículo, Munro habla con cariño de Fremlin, de quien dice que fue “enormemente afortunada” de haber conocido. También se la describe como “muy unida hoy a sus tres hijas”. Intrigada por la falta de honradez de su madre, Andrea se sintió como si la estuvieran invisibilizando. Reunió las cartas que Fremlin le envió en 1992 y las llevó a la policía. Cuando un agente llegó a su casa para detenerlo, informó de que Munro estaba apoplética, y tachaba a su hija de mentirosa. En marzo de 2005, Fremlin, quien entonces tenía 80 años, se declaró discretamente culpable de atentado al pudor y fue condenado a dos años de libertad condicional.
Durante años, Andrea intentó hacer pública su historia, sin éxito. En 2005, se dirigió al académico canadiense Robert Thacker, quien estaba dando los últimos retoques a una biografía de Munro, y le pidió que incluyera los abusos en su libro. Tras pensarlo un par de días, Thacker se negó. “Soy un estudioso de los archivos”, me dijo para explicar su decisión. “Ese no es el tipo de libro que estaba escribiendo”. Lo que estaba escribiendo, dijo, era una “biografía de los textos de Alice Munro”. La distinción es difícil de sostener: las historias de Munro —especialmente las de los años posteriores a que se enterara de los abusos— están llenas de niños violados, madres negligentes y matrimonios fundados en secretos y mentiras. El hecho de que Munro aparentemente derivara estos temas de un episodio de la vida real ha hecho que su obra parezca de repente transparente, como si se le hubiera inyectado un tinte de contraste, revelando zonas de significado privado.
Munro parece haber pasado gran parte de su carrera absorbida por las mismas preguntas que los lectores se han hecho desde que Andrea publicó su ensayo. ¿Por qué no protegió a su hija? ¿Qué la llevó a aceptar de nuevo a Fremlin? ¿Cómo es posible que una escritora tan poderosa en las páginas se mostrara tan frágil en la vida real? En los meses que siguieron a las revelaciones, volví a leer las historias de Munro, hablé con integrantes de su familia y encontré algunas de sus cartas inéditas. Los terribles fracasos de Munro como madre parecen haber sido una incitación imaginativa, decisiva para su proyecto artístico, algo que Andrea pudo haber comprendido antes que nadie. Cuando Thacker respondió an Andrea en 2005, se ofreció a eliminar de su libro cualquier pasaje en el que se la mencionara an ella y a Fremlin juntos. “No, no lo entiendes”, me dijo Andrea el mes pasado, describiendo su respuesta. “Esto está íntimamente ligado al trabajo que hace mi madre”.
En Canadá, Munro era conocida como “santa Alicia”, un dechado de virtud y compasión. Ahora ha pasado a simbolizar algo distinto: la negligencia materna. En los días posteriores a la noticia de los abusos, las redes sociales se llenaron de fotos de libros de Munro tirados en contenedores de reciclaje. La Universidad de Western Ontario, su alma mater, anunció que ponía “en pausa” su Cátedra de Creatividad Alice Munro para “considerar cuidadosamente el legado de Munro y sus vínculos con Western”. Escritores que antes celebraban su obra y reconocían abiertamente su influencia en la suya empezaron a reconsiderar su lealtad. “Estas revelaciones no solo trituran el legado de Munro como persona, sino que hacen que las historias que eran, en retrospectiva, tan claramente sobre esas traiciones insondables sean básicamente ilegibles como algo más que confesiones a medias”, reaccionó en el Times la escritora Rebecca Makkai, quien es una sobreviviente de abuso sexual infantil. “Para mí, eso las hace ilegibles en absoluto”.
Antes de que surgieran las recientes noticias, mi opinión sobre la ficción de Munro difícilmente podría haber sido mejor. Parecía tener un acceso más directo a la realidad que cualquiera de sus contemporáneos, cuyas obras, en comparación, podían parecer artificiosas y endebles. Habían pasado varios años desde la última vez que tomé sus libros, pero en mi memoria había párrafos tan llenos de vida —de fugaces datos terrenales— como el fondo de un Bruegel. En un relato, ambientado en la década de 1930, una familia pobre hace instalar un cuarto de baño en un rincón de la cocina, el único lugar donde cabe. Las paredes son de láminas de madera, de modo que “incluso el rasgado de un trozo de papel higiénico, el desplazamiento de una cadera, era audible para quienes trabajaban, hablaban o comían en la cocina”. Esto lleva a un acuerdo tácito, por el cual “nadie parecía oír ni estar escuchando, y no se hacía ninguna referencia. La persona que creaba los ruidos en el baño no estaba relacionada con quien salía”. Es un fragmento breve, pero contiene, en miniatura, muchos de los grandes temas de Munro: la familia, la vergüenza, los silencios estratégicos, el secreto a voces del cuerpo y sus necesidades.
Cuando volví a los relatos este verano, llena de la misma rabia que vi circular por internet, temía encontrarlos, como describió Makkai, “como confesiones a medias”: deformes, desequilibrados, caóticos por el dolor. En cambio, me sorprendió su absoluta compostura. En la obra que Munro realizó tras enterarse de lo que le había ocurrido a su hija, parece soportar el horror y la repugnancia con una resolución implacable. La lucha queda patente en una carta inédita a su agente y amiga cercana, Virginia Barber, fechada en mayo de 1993, que se encontraba entre sus papeles en la Universidad de Calgary:
“Pensé en escribirte y contarte el destino de la última historia, porque normalmente es difícil hablar francamente por teléfono. Llevo trabajando en ella —la historia— desde marzo, y trata sobre El Tema, aunque minuciosamente disfrazada y toda ella construida con bastante eficacia. Podía hacer todas las partes menos la central, y cuando me acercaba an ella —y lo intentaba desde varios ángulos— me enfermaba (me refiero a vomitar de verdad) y me sentía muy desolada. Esto me ha pasado tres o cuatro veces, y al final me di cuenta de que podría derrumbarme. Así que lo quemé (para no caer en la tentación de continuar). Así están las cosas ahora, y solo estoy intentando con cautela (no es un juego de palabras) empezar otra cosa y recuperar el equilibrio. Cosa que puedo hacer”.
Pero Munro, al parecer, sí siguió adelante con la historia de “El Tema”: “Vándalos”, que apareció en The New Yorker cinco meses después, es una clara meditación sobre la ceguera voluntaria y las tragedias que puede precipitar. Bea Doud, una mujer madura y divorciada, se ha enamorado de un hombre llamado Ladner, un veterano del ejército con una vena misántropa kilométrica. Hay algo en Bea, alguna herida primigenia y oculta, que responde a la aspereza de Ladner. Ciertas mujeres, musita pensando en sí misma, “podrían estar siempre a la búsqueda de un cierto tipo de locura que las frene”.
Ladner vive en un aislamiento gótico en un terreno remoto, que ha transformado en una reserva natural llena de animales taxidermizados. Aleja a la mayoría de la gente, pero hace una excepción con dos niños pequeños, Liza y Kenny, una hermana y un hermano a quienes nadie cuida, que viven al otro lado de la carretera y van a jugar a su propiedad a menudo. Los dos han perdido a su madre, y cuando Bea, quien no tiene hijos, empieza a vivir allí, se convierte en una sustituta muy bienvenida. Por momentos, los cuatro parecen casi una familia.
La realidad es otra. Con gran sutileza, Munro nos revela que Ladner lleva años abusando sexualmente de Liza. Bea, en cuya perspectiva nos situamos durante la primera parte de la historia, parece no darse cuenta de lo que está ocurriendo. Solo cuando cambiamos al punto de vista de Liza la verdad empieza a salir a la luz, aunque incluso entonces Munro habita la indefensa confusión de la niña. En una escena crucial, Ladner se burla de Bea a sus espaldas, imitando la torpeza con la que se adentra en un lago. Es una actuación pensada solo para los ojos de Liza, una forma de señalar que es con ella, y no con Bea, con quien comparte la mayor intimidad. Cuando Bea ve lo que él está haciendo, Liza se angustia. “Tenía la impresión de que Bea tendría que marcharse. ¿Cómo iba a quedarse después de semejante insulto, cómo volvería a mirarles a la cara?”.
Pero Bea no va a ninguna parte. Su obsesiva dependencia la mantiene atada a Ladner. También frustra la esperanza no expresada de Liza de que Bea la rescate de algún modo, o al menos encuentre una forma de mantener a Ladner bajo control. “Bea podía transmitir una sensación de seguridad, cuando quería”, piensa desesperadamente la niña. “Y sin duda quería. Lo único que necesita es transformarse en una clase de mujer distinta, dura y rápida, objetiva, de las que dicen hasta aquí hemos llegado, fuerte, intolerante”. Eso no sucedió. Años más tarde, en un acto de venganza, Liza se presenta en casa de Bea y Ladner cuando la pareja no está y la destroza. Lo hace metódicamente, derramando licor por el suelo y pisoteando los pájaros taxidermizados de Ladner, como si estuviera componiendo su obra maestra. El aplomo de Liza es emblemático de la historia en su conjunto, que narra imperturbable una destrucción más intangible: la de su ser infantil.
Lo que hace que “Vándalos” sea tan insoportablemente conmovedor —la necesidad de Liza y el fracaso de Bea a la hora de protegerla— es lo mismo que ahora lo hace tan enfurecedor. La empatía que Munro derrocha con su hija ficticia se la negó, al parecer, a su hija real, una operación que parece haber considerado fundamental para su trabajo como escritora. En uno de sus primeros relatos, Munro describe a un escritor de ficción, ambiguamente, como alguien que ha averiguado “qué hacer con todo lo que se encuentra en este mundo, qué actitud adoptar, cómo ignorar o utilizar las cosas”. De su carta a Barber se desprende claramente que Munro era precisamente una de esas personas, que se puso a trabajar con rapidez a partir de una tragedia personal y extrajo lo aprovechable. Cualquier otra cosa que “Vándalos” pueda revelar u ocultar, es claramente un producto de la autoridad y el control, cualidades que Munro pasó toda su vida buscando.
Munro creció como rehén de las circunstancias en Wingham, Ontario, donde la era victoriana, según comentó una vez, solo terminó con la Segunda Guerra Mundial. Su madre era una puritana obsesionada con el control, llena de ideas fantasiosas sobre la crianza de los hijos. Una de ellas consistía en administrar enemas para regular las evacuaciones intestinales de su hija. A Munro le molestaba cualquier forma de coacción y con frecuencia se portaba mal. A principios de la década de 1940, cuando su madre empezó a mostrar los primeros síntomas de la enfermedad de Parkinson (fatiga, temblores y mal genio), sus habituales peleas se volvieron explosivas. El padre de Munro, quien criaba zorros por su piel, tenía que intervenir. Sheila Munro, en sus conmovedoras y esclarecedoras memorias, Lives of Mothers and Daughters (2001), describe estos consejos de guerra de crianza: “Lo que a mi madre le resultaba más doloroso era su percepción de que ‘se estaba contando una historia sobre mí que no era cierta’ y que nunca se le permitía contar su versión de los hechos”. A veces, Munro recibía golpizas violentas, una lección temprana sobre el poder de la narrativa y el peligro de perder el control sobre ella.
“Escritora” no era una carrera plausible para alguien criado en la pobreza rural del Wingham de la era de la Depresión, especialmente para una niña. “La gente nunca se preguntaba: ‘¿soy feliz?’”, Munro dijo más tarde del lugar donde creció. “La realización personal no era un concepto”. Empezó a escribir de todos modos, canibalizando sus orígenes indecorosos. Sus primeros trabajos, publicados mientras formaba una familia en Vancouver, eran seguros pero indistinguibles. La muerte de sus padres, su madre en 1959 y su padre en 1976, abrió el camino a una nueva franqueza y a avances artísticos.
En “Palizas soberanas”, de 1977, su primer relato publicado en The New Yorker, evoca las golpizas que recibió de niña y las ensoñaciones heridas que siguieron. “Nunca volverá a dirigirles la palabra, nunca los mirará salvo con desprecio, nunca les perdonará”, piensa Rose, la protagonista, de sus padres. “Los castigará, acabará con ellos”. Encerrada en estas certezas definitivas, y en el dolor físico, flota en un curioso consuelo, ajena a sí misma, ajena a la responsabilidad”. Esta fantasía de retribución total, sugiere Munro con su típica astucia, es la forma en que Rose se consuela por lo que acaba de pasar. La historia es más compasiva que la fantasía de Rose, pero no por ello deja de tener una connotación retributiva. Munro contaba por fin su versión.
Muchos de sus personajes luchan por contar la suya. En “Cisnes silvestres”, publicado al año siguiente, una Rose adolescente viaja sola en tren hacia Toronto cuando un ministro sube a bordo y se sienta a su lado. Fingiendo dormir, le pone una mano en la pierna. Rose se queda paralizada, sintiendo a la vez excitación y repugnancia, mientras el hombre procede a abusar sexualmente de ella. “Rose procuró controlar la respiración”, escribe Munro. “No se lo podía creer. Víctima y cómplice, transportada hasta dejar atrás la fábrica de jaleas y confituras Glassco, los conductos palpitantes de las refinerías de petróleo”. La historia es aguda sobre la psicología de Rose. En el ambiente mojigato de su casa familiar, ha aprendido a avergonzarse de su deseo, un tema tabú. Es esto lo que la ha condicionado a verse a sí misma, como Liza en “Vándalos”, como en parte culpable de lo que ocurre, a la vez “víctima y cómplice”. Su susceptibilidad al abuso es también una susceptibilidad a los relatos de otras personas.
En las historias de Munro, las jóvenes maltratadas invariablemente guardan silencio.
No era la primera vez que Munro escribía sobre contactos sexuales no deseados. Una de sus primeras obras de ficción, “Story for Sunday”, publicada en la revista literaria de su universidad, presenta a una chica que es besada en los labios por el director de su escuela dominical. Ella también se excita inesperadamente. En el relato que da título al segundo libro de Munro, La vida de las mujeres(1971), la heroína adolescente, sexualmente curiosa, es seducida por el novio de la huésped de su familia. Se ha especulado mucho sobre si estos episodios se basan en experiencias reales, como los abusos físicos que constituyen el núcleo de “Palizas soberanas”.
Cuando un entrevistador le preguntó a Munro si su obra era autobiográfica, ella respondió: “Supongo que tengo una respuesta estándar a esto: en incidentes, no; en emociones, completamente. En incidentes hasta cierto punto, también”. La novelista canadiense Margaret Atwood, quien fue una de las amigas de Munro, me dijo que pensaba que era “muy, muy probable” que Munro hubiera sufrido abusos sexuales de niña, aunque solo fuera porque los abusos sexuales son muy comunes. Los “mirones” y los “manoseadores en los trenes”, me escribió Atwood, eran “moneda corriente” en lo que ella llamaba los “Años oscuros”. En pueblos pequeños como Wingham, había un imperativo social de mantener esas cosas en privado. “Todo el mundo sabía cosas de los demás”, dijo Atwood. “Lo que más temías era que te avergonzaran y ridiculizaran”. En ninguna parte es esto más evidente que en las historias de Munro: invariablemente, sus jóvenes maltratadas guardan silencio.
Munro se casó con su primer esposo, Jim, compañero de clase en la Universidad de Western Ontario, en 1951, cuando tenía 20 años. Jim procedía de una familia acomodada de Oakville, cerca de Toronto, y prometía a su novia una escapatoria del mundo social en el que había crecido. Compartían la pasión por el arte y la literatura, pero el indisimulado desdén de él por los orígenes obreros de ella (siempre le corregía el acento del condado de Huron) era una fuente constante de tensiones. A Munro le molestaban las convenciones de su vida suburbana en Vancouver. “La vida estaba muy controlada como una serie de recreaciones permitidas, opiniones permitidas y formas permitidas de ser mujer”, dijo en una entrevista décadas después de divorciarse. “La única salida, pensaba, era flirtear con los maridos de otras en las fiestas”. Munro y Jim fueron decididamente infieles. Cuando Andrea nació en 1967, el matrimonio ya estaba en crisis. “No había suficiente jalea en el diafragma”, fue como Munro explicó a sus dos hijas mayores ese embarazo.
Escribir era la vocación de Munro; ser madre, no. “Estoy muy agradecida por haberlas tenido”, dijo una vez de sus hijas. “Sin embargo, tengo que darme cuenta de que probablemente no las habría tenido si hubiera podido elegir”. Las memorias de Sheila Munro parecen corroborarlo. El libro es el retrato de una dedicación inquebrantable a la literatura, la visión desde la infancia de una persona obstinada. Munro escribía a menudo en el cuarto de lavado, rodeada de utensilios domésticos: lavadora, secadora, tabla de planchar. Sacaba tiempo para su obra entre las tareas domésticas o mientras Sheila y sus hermanas dormían la siesta o estaban en la escuela. “Tenía que escribir, no solo escribir, sino escribir una obra maestra, y ¿cómo iba a escribir una obra maestra si yo le arrancaba los dedos de las teclas de la máquina de escribir o le arrancaba el lápiz de la mano?”, dice un pasaje crudamente simbólico. “‘Ven a ver’, le pedía, ‘ven a ver’, y ella me rechazaba con una mano mientras mantenía la otra en las teclas”.
Munro había decidido conscientemente ser el tipo de madre opuesto a la suya (a la que veía, según Sheila, como “moralista, exigente, asfixiante y emocionalmente manipuladora”), y casi nada estaba fuera de discusión: cortes de pelo y estiramientos faciales, amistades y aventuras amorosas. Con su madre, Sheila sentía que “podía llegar a lugares —de perspicacia, conciencia y asombro— a los que no podía llegar con nadie más”. Pero, como me dijo hace poco, cree que interpretó mal la intimidad que compartían. Aunque a su madre le interesaban mucho las historias que Sheila le contaba cuando entró en la edad adulta, parecía relacionarse con ellas más como relatos que como acontecimientos de la vida de su hija mayor. “La cuestión era hablar de todo y revelarlo todo, no llegar a una solución”, me dijo Sheila al describir la actitud de su madre.
“Agotas tu infancia”, dijo Munro a The Paris Review en 1994. “El material profundo y personal de la segunda mitad de tu vida son tus hijos”. Lo que se siente ser utilizado por tu madre de esta manera es algo que aprendemos de las memorias de Sheila, en las que dice que tiene problemas para distinguir los recuerdos personales de la ficción de su madre: “A veces incluso me siento como si viviera dentro de un cuento de Alice Munro”.
A mediados de la década de 1970, en la época en que Munro iniciaba su relación con Fremlin, le dio a Sheila un consejo sincero sobre un chico con el que salía, un estudiante universitario vehemente que había asistido a una clase de escritura creativa con Munro. “La cuestión es que tienes que retirar la atención, ya sea como táctica o para salvarte a ti misma”, escribió Munro en una carta.
“Mientras estés ahí, sufriendo y quejándote, pero ahí, colgada de él, la situación no va a cambiar. Estar enamorada de esa manera no es bueno, debe haber un mejor y autosuficiente modo de amar. (Me estoy sermoneando tanto a mí misma como a ti). Busca no necesitarlo. Trabaja en ello. Entonces, por supuesto, puede que él vuelva todo humillado e interesado… Las mujeres como nosotras tenemos que alejarnos de la dependencia emocional o la vida no será más que un lóbrego subibaja hecho por el hombre”.
Para Munro, al menos, la dependencia emocional no era tan fácil de minimizar.
Munro y Fremlin se conocieron a finales de la década de 1940. Fremlin, un veterano de las Fuerzas Aéreas que voló en misiones de bombardeo sobre Alemania, era unos años mayor que los demás estudiantes. Con su ateísmo declarado y su atractiva apariencia taciturna, a Munro le pareció una figura byroniana, llena de peligro y encanto. Después de graduarse, le envió una carta de admiración por un relato que había publicado en la revista literaria del campus, aunque, para decepción de Munro, el mensaje no contenía ningún rastro de intención romántica. Para entonces, ya estaba comprometida con Jim. Pasaron más de 20 años antes de que volviera a ver a Fremlin.
Para entonces, tras su matrimonio, Munro había aceptado un trabajo temporal como escritora residente en su alma mater y vivía cerca del campus con Andrea, quien tenía 7 años, y su hija de en medio, Jenny, quien tenía 16. (Sheila, quien entonces tenía 21 años, trabajaba en la librería que Munro y Jim habían abierto en Victoria). Tras una entrevista en la radio nacional, en la que Munro mencionó que estaba de vuelta en Western Ontario, recibió una llamada de Fremlin, quien le preguntó si quería verse con él. Durante un almuerzo de tres martinis, Munro se enteró de que Fremlin se había mudado recientemente a Clinton, su pueblo natal, a media hora en coche de Wingham. Nunca se había casado ni había vivido con una mujer. “Rápidamente nos conocimos muy bien”, recordó más tarde, probablemente un eufemismo. “Creo que al final de la tarde ya estábamos hablando de vivir juntos”. Al poco tiempo, se mudó a la casa de infancia de Fremlin, una residencia victoriana blanca que parecía una casita de jengibre con un jardín lleno de arces, donde él cuidaba de su madre mayor.
Al igual que Munro, Fremlin procedía de orígenes modestos, una profunda fuente de conexión para la pareja. Parece haber sido algo así como lo opuesto a su precursor: brusco y excéntrico, mientras que Jim era formal y gentil. Tenía esa actitud confrontativa de “no vengas con rodeos y ve al grano”, dijo Sheila de Fremlin, a quien comparó con Ladner de “Vándalos”.
Cuando Bea conoce a Ladner, está en una relación con un profesor de secundaria bienintencionado llamado Peter Parr, de quien es idea ir en coche a echar un vistazo a la reserva natural de Ladner. Se les dice en términos muy claros que se vayan. Peter, con su “simpatía” y sus “buenas intenciones”, se ve eclipsado al instante. Intentando explicar el fenómeno en una carta a una amiga, Bea escribe que “le horrorizaría pensar que andaba tras Ladner porque él era brusco y un poco bruto y tenía mal humor […] porque era lo que pasaba en las novelas de amor: el bruto le hace tilín a la mujer y adiós muy buenas al chico educado y maravilloso”. Unos días más tarde, vuelve sola en coche a ver a Ladner. “Sintió autocompasión, con su ropa interior de seda. Le castañeteaban los dientes. Sintió lástima de sí misma, por ser víctima de tales deseos”.
Munro se refería a Fremlin como su segundo esposo, pero en realidad nunca estuvieron legalmente casados. En su lugar, la pareja organizó lo que Sheila llamó una “boda de burla” en el patio de su casa, en la que Munro usó un overol de jeans y un velo blanco. (No está claro si alguien asistió). El gesto sardónico parece típico de su relación, que podría describirse mejor como un culto de dos. Munro sufría una profunda vergüenza por haber crecido en la pobreza. Los elogios que recibía del mundo exterior no ayudaban a aliviarla, cree Andrea, porque todos estaban condicionados a su talento como escritora. Solo Fremlin, en opinión de Munro, aceptó su ser no transfigurado, la chica de clase trabajadora con acento rural.
El otro lado de la aceptación era la dependencia. Sheila detectó un desequilibrio de poder en la relación de su madre con Fremlin. Aunque la pareja compartía la pasión por la literatura y un sentido del humor cáustico, también eran propensas a las discusiones acaloradas. “Ella llevaba gafas de sol y lloraba en silencio por las cosas que él le había dicho”, recuerda Sheila. Tenía la sensación de que a menudo Fremlin criticaba el aspecto de Munro. “A veces me preguntaba si albergaba una aversión al cuerpo de la mujer madura, que no siempre podía disimular”, me dijo Sheila. Una vez, a finales de la década de 1970, llegó de visita solo para que su madre le dijera que las dos —Alice y Sheila— iban a alojarse en un hotel. Esa noche, en la habitación que compartían, Sheila oyó a su madre llorar en la cama.
Jenny, quien escribió su propio ensayo para The Star, recuerda que había “muchas bromas y chistes, a menudo sexuales o escatológicos”, entre Fremlin y su hijastra menor. “Mamá fingía estar conmocionada”, escribió. “Podía sentir la tensión y la oscuridad allí; cómo mamá parecía impotente para poner un límite alguna vez”. En una carta a Jenny en 1992, Fremlin dio su propia versión del triángulo. “Teníamos una especie de teoría pedagógica según la cual Andrea era una persona, no una niña; es decir, no una niña como cuando éramos niños en un mundo de adultos muy represivo. La idea general era que no había temas, preguntas ni lenguaje vetados”.
La retórica de Fremlin replica la de un movimiento contracultural de la década de 1970 que abogaba por la liberación sexual de los niños y que ahora se considera un esfuerzo de mala fe por generalizar la pedofilia. “Delante de mi madre”, escribió Andrea en The Star, “me dijo que muchas culturas del pasado no eran tan ‘mojigatas’ como la nuestra, y que solía considerarse normal que los niños aprendieran sobre sexo practicando sexo con adultos”. Fremlin reconoció que sus preferencias sexuales “no se ajustaban a los cánones de la respetabilidad pública”, como decía en una de las cartas que envió a la familia Munro en 1992. “Sostengo que Andrea invadió mi dormitorio en busca de aventuras sexuales”, escribió. “Si de hecho tenía miedo, podría haberse marchado en cualquier momento. Se mostró sexualmente receptiva y ligeramente agresiva. Aunque la escena es degenerada, se trata efectivamente de Lolita y Humbert. Que Andrea diga que estaba ‘asustada’ es simplemente una mentira o una invención de última hora”.
Andrea no fue la única niña que Fremlin tenía en su mira. En agosto, una mujer de Ontario llamada Jane Morrey, cuyos padres eran amigos de Fremlin, declaró al Toronto Star que él se le expuso en 1969, cuando ella tenía 9 años. El incidente, dijo, se produjo tras años de seducción. Andrea cree que puede haber habido otros. Fremlin tenía una cabaña en el valle de Ottawa, y él y Munro a veces llevaban a Andrea a pasar allí los veranos. Un año conoció a un grupo de hermanos que vivían cerca, el menor de los cuales, una niña, tenía más o menos su edad. Andrea sospecha que estos eran los niños con los que Fremlin tenía “amistad”, como dijo Munro en 1992.
¿Cuánto sabía Munro? Andrea recuerda que otra pareja amiga de Fremlin se puso en contacto con Munro alrededor de 1978 para informarle de que se había exhibido ante su hija de 14 años. Fremlin lo negó, pero no está claro hasta qué punto Munro realmente confiaba en lo que él decía. En 2008, unos años después de que apareciera la biografía de Thacker, Munro le confesó que a veces había tenido pensamientos sombríos sobre su pareja. Según Andrea, Munro llegó a sospechar que Fremlin era responsable de la violación y asesinato de Lynne Harper, una niña de 12 años cuyo cadáver fue descubierto en un bosque cerca de Clinton en 1959. Aunque Munro supo más tarde que Fremlin había estado en otro lugar, algo se mantiene: ella creía que él era capaz de hacerlo.
Al margen de lo que pensara, Munro nunca tomó acciones. Más bien, sublimó esos pensamientos en su ficción. Al igual que Bea en “Vándalos”, era incapaz de convertirse en alguien “distinta, dura y rápida, objetiva, de las que dicen hasta aquí hemos llegado”. Cuando Andrea leyó el relato por primera vez, más o menos en la época en que apareció, y más tarde vio el título del libro en el que se recogía — Secretos a voces (1994)—, por un momento se sintió esperanzada de que su madre hubiera empezado a reconocer lo que había pasado. “Pensé que tal vez era una vía para contar más verdades, un paso”, me dijo. Cuando se demostró que no era el caso, llegó a sentir que la ficción de su madre era algo así como lo contrario, una forma de mantener una vida construida sobre mentiras.
En un ensayo publicado en Substack este verano, la novelista y crítica Mary Gaitskill, quien ha escrito sobre su experiencia de abusos sexuales, afirmaba que Munro escribió “Vándalos” como una “especie de curación en una realidad alternativa, y no solo para sí misma. A veces, la incapacidad de afrontar una situación real impulsa la necesidad de afrontarla de otra manera, lo que puede llevar a crear arte gloriosamente transpersonal”.
Como muchos de los relatos de Munro, “Vándalos” parece devolvernos la vida con mayor abundancia al nombrar el mundo y resensibilizar nuestras percepciones del mismo. La ficción es autónoma e irreductible; no se la puede juzgar por la fidelidad con que se ciñe a “lo que realmente ocurrió”. De hecho, al darnos acceso a otras mentes, la mejor ficción tiende a mostrar que “lo que realmente ocurrió” es siempre un atado inestable de perspectivas. Este verano, cuando empecé a hablar con Sheila Munro, me advirtió de que intentar comprender la experiencia de su madre a través de su obra era un proyecto discutible. “Sinceramente”, me escribió, “creo que la única persona que podría responder a esas preguntas es mi propia madre, y quizá ella tampoco habría podido. Para mí, la importancia de las historias radica en lo que dicen sobre la experiencia humana en general, en concreto sobre la experiencia de las mujeres, más que por lo que dicen sobre mi propia madre”.
“La complejidad de las cosas —las cosas dentro de las cosas— parece no tener fin”, dijo Munro en una ocasión. Es un buen credo artístico. En el contexto de las recientes revelaciones, también tiene la sensación de ser una coartada. Al “disfrazarse” de Bea, quien no es la verdadera madre de Liza y, por tanto, tiene un deber menor de protegerla, Munro parece llevar a cabo lo que Gaitskill llama “una gentil elisión de la realidad”. Esto no quiere decir que la historia hubiera sido necesariamente mejor, o incluso más “veraz”, si Munro se hubiera ceñido más a los hechos, pero sí nos hace ser más conscientes de la frecuencia con que en su obra parece masajear o trazar eufemismos con una realidad intolerable.
“Cena del Día del Trabajo”, de 1981, es un ejemplo vívido. Roberta, otra de las divorciadas en apuros de Munro, se ha mudado recientemente a casa de George, un profesor de secundaria jubilado que se afana en renovar una vieja granja. Las dos hijas de Roberta —Angela, de 17 años, y Eva, de 12— están de visita durante el verano; pasan el resto del año con su padre en el norte. Esta situación doméstica es tensa y provisional. George hace comentarios mordaces sobre el aspecto de Roberta, que la dejan llorando detrás de unas gafas oscuras. Ella siente que él ve a sus hijas como unas aprovechadas malcriadas que se niegan a ayudar en la casa y el jardín. Las niñas, por su parte, desconfían de George, quien es dado a las bromas despectivas. También les duele el efecto que tiene en su madre. “La he visto cambiar”, confiesa Angela a su diario (que Roberta ha leído), “de una persona muy respetada a ser una persona a punto de tener los nervios destrozados. Si esto es amor, yo no quiero ni un poco. Él quiere esclavizarla a ella y a nosotras y ella camina por la cuerda floja intentando evitar que se vuelva loco”.
En su mundo de ficción, Munro ejerció autoridad total.
La historia, se intuye, camina por su propia cuerda floja entre la ceguera y la perspicacia. Fue escrito en una época en la que Munro debía de saber que estaba casada con un pedófilo, pero al parecer seguía aferrada a la creencia de que no había hecho daño a sus propias hijas. Resulta sorprendente verla a la vez sembrando y desactivando esta incendiaria posibilidad. “A veces ha tenido miedo de que George lastime a sus hijas, no físicamente, sino por medio de algún cambio de posición, de alguna revelación de antipatía que no podrían olvidar nunca”, piensa Roberta. Angela, la adolescente, quien es “alta y de pelo rubio, y está desconcertada con su recientemente adquirida belleza”, discute coquetamente con George, pero Roberta cree que no es ella quien corre más peligro. Es Eva, de 12 años, “con sus afirmaciones de comprensión, sus esperanzas de una total reconciliación, podría quedar aplastada y sin recursos”.
Comprensión y reconciliación es lo que la historia consigue en última instancia. Cuando la narración se traslada a la conciencia de George, él se humaniza de forma indulgente. Vemos que su frustración con Angela y Eva es en realidad una frustración con su madre. No le gusta lo que considera absentismo materno, la forma en que les permite holgazanear por la casa todo el día. Su crítica a la maternidad de Roberta se basa en una especie de preocupación paternal. A pesar de sus disputas, en el fondo están de acuerdo. “Desea irse y encontrar a Roberta y rodearla, asegurarle, asegurarse a sí mismo, que no se ha hecho ningún daño real”. La historia termina con la pareja reconciliada, al menos por el momento, y las hijas de Roberta ilesas.
Al igual que “Vándalos”, “Cena del Día del Trabajo” es una obra de arte autónoma. Sin embargo, también se siente como una pieza desesperada de cumplimiento de deseos. Cómo Munro debe haber querido creer que su compañero era básicamente normal y decente. “No fue un error”, se dice a sí misma Roberta, reflexionando sobre su divorcio, en un pasaje que recuerda las palabras de Munro sobre Fremlin en 1975: “La suerte existe, el amor también, y yo hice bien en ir tras él”. En su mundo ficticio, donde ejercía una autoridad total, era posible construir una versión de los hechos que apoyara esta convicción.
Pero Munro, al parecer, entendía sus tendencias escapistas. Los usos y abusos de la narrativa son objeto de especial escrutinio en su obra. En “Material”, de 1974, la narradora, de mediana edad, descubre un relato corto de su exmarido, Hugo, un escritor conocido. Describe un episodio de los primeros años de su matrimonio, cuando Hugo provocó vengativamente una inundación en el apartamento de su vecina de abajo, una prostituta llamada Dotty. La narradora tiene motivos para que no le guste la historia, pero no puede evitar reconocer su brillantez. “Ahí está Dotty, sacada de la vida y expuesta a la luz, suspendida en la maravillosa gelatina transparente que Hugo ha dedicado toda la vida a aprender a elaborar. Es un acto de magia, no cabe duda; es un acto de un amor particular, podríamos decir, implacable y sin sentimentalismo”. Piensa en enviarle una carta de admiración, pero cuando se sienta a escribirla, de repente ve la historia de otra manera, como algo que no viene al caso.
“Material”, en otras palabras, se refiere a una exquisita obra de arte que, sin embargo, se siente irremediablemente inadecuada para la realidad vivida detrás de ella. La historia no se limita a exponer cómo quien hace cosas bellas puede ser también capaz de una crueldad insondable, un lugar común a estas alturas. Más sutilmente, muestra cómo una sensibilidad artística, una disposición a ver a otras personas como materia prima para la transformación, puede dar lugar a un desentendimiento gélido. La narradora, que no es artista, muestra algo de la frialdad de la artista cuando utiliza a Dotty, quien ha perdido a su marido y apenas sobrevive, como anécdota, una forma de hacer reír a sus amigos sofisticados. (Cuando llega a conocer mejor a Dotty, la narradora descubre de forma reveladora que “menos me apetecía hacer acopio de lo que decía y repetirlo”). Munro insinúa con delicadeza que la diferencia entre este tipo de narración y la más elaborada y socialmente valorada que practica su exmarido no es tan profunda como parece. Por muy bien elaborada que esté, la historia de Hugo no ha hecho nada para expiar su acto hiriente. “Con esto no basta, Hugo”, escribe la narradora en un arrebato de ira. “Tú crees que sí, pero no basta”.
Quizá lo verdaderamente sorprendente de la decisión de Munro de permanecer con Fremlin es que no era sorprendente en absoluto. En su estudio pionero, Father-Daughter Incest (1981), la psiquiatra estadounidense Judith Lewis Herman habló con 40 mujeres que habían sufrido abusos sexuales por parte de sus padres o padrastros. “Aquellas hijas que se lo contaron a sus madres se sintieron uniformemente decepcionadas por las respuestas de sus madres”, escribe Herman.
“La mayoría de las madres, incluso cuando eran conscientes de la situación, no querían o no podían defender a sus hijas. Estaban demasiado asustadas o dependían demasiado de sus maridos como para arriesgarse a una confrontación. O bien se negaban a creer a sus hijas, o bien les creían pero no actuaban. Dejaban claro a sus hijas que sus padres eran lo primero y que, si era necesario, las hijas tendrían que ser sacrificadas”.
Solo tres de las madres decidieron abandonar a sus maridos maltratadores, aunque en todos los casos las mujeres volvieron pronto. Encontraban la vida sin ellos “demasiado dura de tolerar”.
Margaret Atwood ve la decisión de Munro de volver a Fremlin como una cuestión de dependencia. Ella tenía una “incapacidad general para funcionar a un nivel práctico” sin él, dijo Atwood. Sheila Munro no está de acuerdo. “No fue porque no pudiera cuidar de sí misma”, me dijo. “Fue porque estaba tan profundamente entrelazada en esta relación tan volátil”. Sheila, quien no quería hacer justificaciones para su madre, dijo que creía que Fremlin sedujo tanto a Munro como a Andrea, citando la forma en que Munro llegó a verla como una rival sexual. “Eso está sacado directamente del manual del abusador”, dijo Herman recientemente cuando le describí la teoría de Sheila. “Ver cómo incluso alguien tan dotado como Munro era vulnerable a este tipo de control coercitivo es instructivo”.
En una carta a Virginia Barber de junio de 1992, Munro cuenta que, después de que huyó de su casa de Clinton, Fremlin se reunió con ella en su apartamento de la isla de Vancouver. Los dos estaban en terapia de pareja, dijo, “y se están haciendo progresos (como ellos lo llaman)”. En el momento de escribir estas líneas, Munro estaba postrada con laringitis. “Casi me ha gustado estar enferma porque entorpece las cosas… pero ahora los bajones no son tan malos ni tan profundos”, escribió, explicando su frágil estado de ánimo.
“Lo más malo y sorprendente es que las cosas que esperas que sean eternamente reconfortantes —me refiero a la belleza del mundo, la poesía y esas cosas— son las que más duelen, y la gran ayuda que han sido los tabloides. El café aguantó, pero el alcohol es otro amigo de mal agüero […].
Gerry está muy bien si tenemos en cuenta el revés y la pérdida que ha tenido que suponer. Andrea está bien, pero no quiere estar en contacto conmigo ahora que G. está aquí. Ya veremos, todavía está muy crudo. Nunca sales con la tetera remendada como nueva y supongo que tienes suerte si aguanta el té. (Mira cómo M. se aferra a las cómodas imágenes domésticas.) […]
En cierto modo me siento extrañamente libre. Durante mucho tiempo me he sentido curiosamente apologética o rara con la gente, y ahora siento que sé cuál era el problema. ¿Lo sé? Es peculiar”.
Es difícil discernir a qué tipo de “pérdida” se refiere Munro (¿pérdida de dignidad o de estatus?), pero la carta deja claras sus prioridades: Fremlin era lo primero, Andrea lo segundo. Así se lo dijo Munro a Andrea. “Dijo que se lo habían ‘dicho demasiado tarde’”, escribió Andrea en The Star. “Lo quería demasiado y que nuestra cultura misógina tenía la culpa si esperaba que ella negara sus propias necesidades, se sacrificara por sus hijos y compensara los fallos de los hombres”.
Seis meses después, Munro y Fremlin hicieron otro viaje a su apartamento, donde, según escribió ella a Barber, tenían “muchos problemas prácticos para alejar nuestra mente de las grandes penas”. Un día, visitó Victoria, a dos horas y media en coche, “sabiendo que no vería a Andrea —no puedo pedírselo, aunque estamos en contacto por carta; depende de ella— y esperando no hacer algo horrible y patético, como merodear por su calle. No lo hice”. Para entonces, ella y Fremlin habían abandonado la terapia, que Sheila recuerda que les costaba tomarse en serio. “Se lo tomaban a broma”, me dijo. “Gerry podía ser tan cautivador y divertido que el terapeuta también entraba en la broma”. Seguían siendo una secta de dos. “No le interesaba la terapia ni la superación personal, ni enmendarse”, dijo Sheila. “Solo utilizaba su experiencia en su arte”.
Esto era tan cierto al final de su carrera como al principio. Las historias que Munro escribió después de que Andrea cortara el contacto, en 2002, están plagadas del dolor del distanciamiento. En “Escapada”, publicado en The New Yorker en 2003, la joven protagonista, Carla, ha roto todos los lazos con su familia de la alta burguesía tras casarse con un hombre mayor llamado Clark, a cuyo rudo carisma le había parecido en otro tiempo someterse en una forma “a la vez genuina y exquisita”. Tres años después, su carisma se ha evaporado y se revela como un agrio tirano doméstico, que la domina con su mal humor. Para mantener su frágil vínculo sexual, ella se convierte en una especie de Sherezade, inventando historias sobre un vecino anciano de quien dice que abusó de ella en los meses anteriores a su muerte. Las historias, que Clark da por ciertas, consiguen excitar a ambos, y su matrimonio se prolonga una noche tras otra.
El problema surge cuando Clark insiste en que ella chantajee a la viuda del hombre con estos trapos sucios inventados. Temerosa de desafiarlo, pero no dispuesta a hacerlo, Carla acaba confiando a la viuda lo infeliz que es con Clark. La anciana la convence para que lo deje. Ese mismo día, Carla sube a un autobús con destino a Toronto, a un paso de una nueva vida, cuando se da cuenta de que su vida no tendría sentido sin “un desafío tan vital” como Clark. Vuelve con él, solo para descubrir, poco después, que ha matado a una cabra que tenía por mascota, una especie de hija sustituta, en un aparente acto de venganza. Incapaz de aceptar esta realidad y lo que significa para su matrimonio, Carla se sume en un estado de negación, que es donde la historia la deja.
Nos podríamos preguntar qué pudo haber captado Fremlin de “Escapada” y de las otras historias sobre mujeres atrapadas que Munro produjo en sus últimos años de creatividad. ¿Fueron sus esfuerzos por retratarlo como una especie de figura salvadora en las entrevistas que concedió en esa época una forma de compensación por la imagen menos halagadora que estaba pintando en su ficción? ¿O esta doble contabilidad era una expresión de la misma negación que el personaje de Carla —un retrato del artista como un mitómano desesperado— abraza al final de la historia? Cualquiera que sea la respuesta, la relación de Munro con Fremlin le permitió hacer su mejor trabajo, de hecho, algunos de los mejores trabajos realizados en forma de relato corto. Que buena parte de ese trabajo se lea ahora como un expediente de la relación es una paradoja amarga. Nabokov dijo que sintió el “escalofrío inicial” de Lolitadespués de leer una noticia en un periódico sobre un simio “quien, tras meses de persuasión por parte de un científico, produjo el primer dibujo al carboncillo realizado por un animal: este boceto mostraba los barrotes de la jaula de la pobre criatura”. Parece que este también era el tema de Munro.
Andrea no ha leído Escapada, pero cuando le describí la historia y su descripción de una mujer que teme “no existir” sin su asfixiante marido, confesó sentir un espasmo de simpatía. “Creo que tenía tanto miedo de no existir sin él”, dijo sobre la relación de su madre con Fremlin. Al mismo tiempo, Andrea subrayó que no perdona a su madre y que le es indiferente su legado.
Durante años, tras la condena de Fremlin, Andrea estuvo distanciada de sus hermanos. Finalmente se reunieron con la ayuda de Gatehouse, una organización con sede en Toronto que apoya a los sobrevivientes de abusos sexuales en la infancia. En 2014, Jenny, Sheila y Andrew, su hermanastro, acudieron allí en busca de orientación sobre cómo reconciliarse con Andrea. “Tan arraigado estaba el silencio en torno a la historia de sus abusos que era la primera vez que los tres hablábamos de ello”, escribió Andrew en el ensayo qué él escribió para The Star, publicado también este verano. Cada uno de los hermanos escribió una carta a Andrea, y sus relaciones se fueron reavivando poco a poco.
Hoy Andrea es voluntaria habitual en Gatehouse, donde dirige grupos de autocuidado. Su ensayo ha sido muy celebrado por sensibilizar a la opinión pública sobre los abusos sexuales en la infancia, que ella considera ahora su misión principal. Muchos han comparado el episodio con un relato de Alice Munro, pero a diferencia de los personajes de la obra de su madre, Andrea habló
Giles Harvey es uno de los colaboradores de la revista, quien a menudo presenta perfiles de novelistas y directores de cine. Vanessa Saba es una artista afincada en Brooklyn conocida por sus evocadores collages, que destilan complejos relatos culturales en declaraciones visuales mínimas.
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