martes, 31 de octubre de 2023

Oona O'Neill / El amor imposible de Salinger

 

Oona O'Neill
Nueva York, 1942


Oona O'Neill

El amor imposible de Salinger

Frédéric Beigbeder convierte en una apasionante novela el flirteo entre el escritor y Oona O'Neill, que se casaría con Chaplin

Laura Fernández

16 de febrero de 2016

En el Nueva York de 1940 todo el mundo fumaba en todas partes. En los bares, en los restaurantes, en los taxis, en los trenes y, sobre todo, en el Stork Club. Una nube de humo cubría permanentemente el local en el que Truman Capote cotilleaba con Gloria Vanderbilt, it girl del momento y una de las mejores amigas de Oona O'Neill, la chica que veía más a su padre (Eugene, el dramaturgo y Nobel) en la prensa que en persona. Sólo en tres ocasiones vio Oona a su padre, que se divorció de su madre cuando ella apenas tenía dos años. Por eso el día en que Jerry Salinger se acercó (por fin) a ella en el Stork Club, y, para entablar conversación, quiso hablarle de su obra, ella le reconoció que no había leído nada. ¿O no fue realmente así?

«Lo único que puedo decir es que todo lo que se cuenta, ocurrió, pero no que ocurriera exactamente como se cuenta». El que habla es Frédéric Beigbeder, autor de Oona y Salinger (Anagrama/Amsterdam), una novela «faccional» sobre la relación que pudo costarle al autor de El guardián entre el centeno la felicidad. «Está claro que él se enamoró perdidamente de ella, pero que para ella, él no fue más que un amigo, desde el principio», sentencia Beigbeder. Pero ¿por qué Salinger? ¿Por qué Oona? ¿Por qué jugar a rellenar el vacío, esto es, básicamente, construir de la nada conversaciones, poniéndose en la piel de uno y otra, y de Capote, y de Hemingway, de incluso el propio O'Neill? Para empezar, porque Salinger ha sido desde siempre uno de los escritores favoritos del autor de 13,99 euros. De hecho, su idea inicial era la de rodar un documental sobre su figura. Por eso viajó a Cornish, hasta la granja en la que el escritor se escondía del mundo. Una vez allí, no fue capaz ni siquiera de golpear la puerta. «Fui un cobarde. Temí por mi vida. Sabía que tenía una escopeta y que no querría hablar conmigo. ¿Y si me disparaba?», se pregunta. Así que regresó a casa, con todo el equipo, y se puso a escribir Oona y Salinger.

Fue preparando aquel viaje que dio con la fotografía que aparece en la portada del libro y se enamoró, casi tan perdidamente como el escritor, de aquella chica que, para entonces, como le recuerda a su mujer en un momento del libro, ya llevaba 30 años muerta. «Ser novelista es una suerte. Te permite hacer cosas como esta. Viajar atrás en el tiempo y meterte en la cabeza de Salinger, o en la de Hemingway o en la de Oona O'Neill y fingir que todo aquello está volviendo a pasar, imaginar qué se dicen unos a otros, es fascinante, un auténtico lujo», dice el escritor, que ha recreado, sin ir más lejos, el primer encuentro entre Chaplin y su futura esposa, la propia Oona, que necesitada como siempre estuvo de una figura paterna, acabó cayendo en las redes del actor del momento, mucho mayor que ella (en concreto, 36 años mayor que ella).

«Estuve en aquel salón, en el Beverly Hills de 1942 y me pregunté de qué podría haber sido de lo primero de lo que charlaron y me dije que sin duda, teniendo en cuenta lo egocéntrico que era el actor, podría haber tenido algo que ver con su bigote, ese bigote cuadrado que Chaplin defendió haber llevado mucho antes que Hitler hasta el punto de asegurar que Hitler se lo había robado». Que le había robado, evidentemente, la idea. ¿Tuvo lugar dicha conversación? Beigbeder podría encogerse de hombros en este punto y decir que «quizá».

Aunque aparezca como personaje, brevemente, al principio y al final (como en una especie de introducción, y una despedida), lo cierto es que la novela no puede tratarse de autoficción (a la manera en que se consideran autoficción las últimas obras de Emmanuel Carrère), pero tampoco de novela y mucho menos de biografía o ensayo. Para Beigbeder debería existir una nueva categoría, una categoría híbrida, la «facción», en la que se mezclasen los «hechos» («factos») con la ficción (o la imaginación pura y dura). «El novelista puede abrir puertas que al historiador o al biógrafo no le está permitido abrir», dice el escritor. El novelista puede, asegura, «fantasear»: reescribir las cartas que debió escribirle Jerry a Oona, imaginarlos en la cama, en un café, en el teatro, en el mismísimo Stork Club, aquella primera noche. «Es la curiosidad la que mueve al escritor», confiesa Beigbeder, que, dice, a medida que envejece, «y ya no podéis llamarle el enfant terrible sino más bien el viejecito terrible», se da cuenta de que al escribir está tratando de entenderse. «Escribo para entenderme y para entender el mundo que me rodea. En este caso, me interesaba viajar al pasado, porque en Francia apenas se habla de la Segunda Guerra Mundial y me apetecía descubrir cómo podía haber sido vivir durante esa época. Así que me dije que escribiría sobre ello», dice. Si a eso se le suma su pasión por el escritor, al que retrata, dice, en el momento preciso en el que «empezaba a darse a conocer», en el que todavía soñaba con ser el nuevo Francis Scott Fitzgerald, y su flechazo con la encantadora Oona O'Neill, la «destartalada irlandesa» de la que una vez Truman Capote dijo que «sólo tenía un defecto: era perfecta», el resultado es esta deliciosa novela, en la que, dice el escritor, «el 90% de lo que se cuenta, es verdad» 

Oona y Salinger. Frédéric Beigbeder. Traducción de Francés Rovira Anagrama Barcelona, 2016. 291 páginas. 19,90 euros

EL MUNDO

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