Lucy según Henry González |
Triunfo Arciniegas
LUCY Y MI HERMANO
10 de febrero de 2024
La semana pasada llegaron las pruebas de Querida Lucy, con las ilustraciones de Henry González, y murió Ramiro. El viernes las bajé a una memoria, con El burro de Juan, y fui donde Mary a sacar las copias. La impresora mía requiere mantenimiento y la relación con mi antigua secretaria, Alejandra, no anda muy bien. De modo que si necesito algo tengo que salir de casa.
Mientras Mary hacía su trabajo, en un nuevo local pero en la misma cuadra, fui a almorzar donde Darío. Salgo poco, como si continuáramos en la pandemia, y prefiero cocinar. Pero tenía las fotocopias pendientes y decidí matar dos pájaros de un tiro. No puedo trabajar en pantalla. No me siento cómodo. Nunca di del todo el salto del papel y la tinta a la pantalla. Unos ojos azules, muy bellos, me miraron con especial dedicación. Tal vez fue una mujer rubia el siglo pasado. Ahora su cabello resplandece de tan blanco. Usa bastón y está más cerca de los ochenta que de los setenta. Tal vez fue muy hermosa. Ahora es una mujer vieja, gorda y sola. Me pregunto si me vio de la misma manera, con los mismos adjetivos. La puta vejez, destino de los sobrevivientes. Me senté a comer. La mujer se fue con su almuerzo en la mano, pero tuvo la gentileza de despedirse.
Cuando volví donde Mary solo estaba lista la fotocopia de Querida Lucy y, mientras esperaba la otra, llegó Juana a imprimir unos documentos para sus alumnos. Hacía años que no nos veíamos. Desde que me abandonó. Era estudiante en ese entonces. Fue un encuentro plácido, lleno de bromas. Trabaja en Cúcuta, Pamplona y Bucara. Le va bien. La semana pasada, buscando la clave de uno de mis correos o de otro sitio virtual, encontré su número y le escribí. Me respondió pero no quedamos en nada. Tampoco ahora, pero ha sido un placer vernos.
Tengo la rutina de leer tres veces, con lapicero en mano, tanto las pruebas como cada versión impresa de todos mis textos. Esta vez exagero con cinco. La lectura del sábado me conmovió. Vi Querida Lucy de otra manera y hasta pensé que se trata de uno de los mejores libros que he escrito. Qué herida Lucy. Y el dolor de la ausencia. Han sido muy acertados los cambios de estos dos o tres años. La presencia de Ana Ochoa le restó peso al libro con su humor y sus vacas. No se dice en el libro, pero a Lucy le hacía falta una amiga. No encontré una sola errata.
Así que he dedicado cinco días a la revisión de las cien páginas de Querida Lucy, y aún falta escribir el informe. Hice cinco lentas y minuciosas revisiones con lápiz en mano, es decir, leí quinientas páginas, desde la madrugada hasta casi el mediodía. Más o menos. ¿Y todo para qué? El paginaje sigue tal cual. Como se trata de las últimas pruebas debía mantener la diagramación intacta. Sólo modifiqué tres oraciones y añadí otras tres en tres de las nueve historias que conforman el libro. Seis oraciones en cinco días de trabajo. Madre mía, estoy peor que Flaubert.
Ya no tengo la lucidez suficiente debido al cansancio de la jornada y debo dejar el informe para mañana en la madrugada. Nunca decido nada importante en las tardes. Ha sido un día de trabajo muy bueno: subí entradas a los blogs de madrugada y, después de revisar las pruebas una vez más, pagué en el banco los derechos de la edición de Caperucita y otras historias perversas que hizo para SM María Fernanda Paz-Castillo, ahora dueña y señora de la premiada Cataplum, y que tan sabiamente ilustró Mateo Pivano. Me encanta esta edición. Es la misma que ya se está vendiendo en México, y que pienso negociar para Colombia en la Filbo que comienza en unos días.
Querida Lucy es producto de tres etapas. Cuatro historias son de los noventa, cuando andaba con la Lucy de carne y hueso precisamente, y otras cuatro del 2000. Y la última, “Edipo y yo”, de hace dos o tres años. En la pandemia escribí para Cataplum un libro sobre el burro de Esopo, y otro sobre la zorra. El impulso alcanzó para otro cuento, un enfrentamiento más cercano con este personaje extraordinario. Tal vez lo retome en una historia más larga y detallada. En Querida Lucy, Edipo es un vividor que lee la mano y se aprovecha de la fascinación ajena. No ha escrito un solo libro pero todos se mueren por oír sus historias.
El burro de Juan está en una etapa anterior. Henry González, que también y tan bien ilustró este libro, dice que quiere trabajarlo un poco más. Creo que debo acortar algunos diálogos. Como voy a la Filbo, aprovecharemos para rematarlo juntos. Este “rematar” nos hace ver como un par de sicarios. Imagino a Henry riéndose. Es mejor decir “para dar por terminado” o “para concluir”, que me parecen soluciones sin fuerza pero evitan el equívoco. El lenguaje, un territorio de cuchillos, sobre todo en estos tiempos.
***
Hace tres días murió Ramiro, mi hermano, la oveja negra. Nos tratábamos cuando era niño. Su vida delictiva comenzó pronto. En una de sus salidas de la cárcel fue hasta el lejano barrio donde vivíamos y le pegó un tiro al hijo del dueño de la casa. Tuvimos que trastearnos de inmediato. Un tipo muy peligroso. En la cárcel le decían el Cacique. Una vez que llegué a la casa de mi madre lo encontré golpeando a una de mis hermanas. Fue un momento muy tenso. Donde diga o haga algo me hubiera caído encima y tal vez no estaría vivo. Lo vi con un cuchillo en la mano. Parece que me lo hubiera inventado, pero el detalle del cuchillo es la parte más nítida. No puedo recordar la casa ni el vestido de mi hermana, pero sí la mano que empuñaba el cuchillo. No lo usó contra mi hermana pero en su cara se veía que conmigo lo haría. Me retiré con el rabo entre las piernas, sin decir una sola palabra.
Fuimos amigos de niños. Entre su nacimiento y el mío hay cuatro mujeres. ¿O cinco? Alguna vez fuimos a recorrer el monte y nos extraviamos en el bosque. Decidimos pasar la noche de cualquier manera pero nos espantó el frío. Apenas continuamos me desboqué a un abismo. Di un giro completo y caí sobre el morral asegurado en mi espalda. Lo terrible es que en el morral llevaba una piedra grande que me había parecido muy bonita y que por poco me mata. Me quedé sin aire. Fui al más allá, no me gustó y regresé. Ramiro bajó como pudo y me acompañó hasta que tuve fuerzas para levantarme. Seguimos avanzando en la oscuridad, siguiendo la grieta donde tal vez estuvo un río, hasta que vimos un resplandor al otro lado de la montaña, y hacia allá nos dirigimos. Eran las luces de Pamplona.
Alguna vez me escribió desde la cárcel porque se había reconocido en un libro mío. Y no se equivocó. Él es el hermano malvado de mis ficciones. El mismo que galopa caballos ajenos en los potreros de la noche. Dejé sin respuesta su mensaje.
Luego del funeral de mi madre quiso acercarse, pero no me pareció. Estábamos todos en el atrio de la iglesia del Señor de la Humildad cuando hizo el gesto, reforzado por la frase de una sobrina. Respondí con otro gesto y una de mis hermanas, seguramente Nelly, me apoyó. Si yo no quería ninguna reconciliación, estaba bien. Todos los demás lo perdonaron, pero siguió en las andadas. Darío y Jaime le hicieron un sitio en el taller de herrería y terminó robándoles la herramienta. Nadie lo vio en el acto, pero todas las sospechas recayeron sobre él. Luego se fue y hasta mi padre se mostró aliviado. Su compañía solo representaba problemas. En alguna ocasión estuvo tratando de convencer a Álvaro para que lo acompañara en una de sus fechorías. Su papel era manejar un camión. Mi hermano tuvo el buen juicio de rechazar el ofrecimiento. Por eso entonces estuvo implicado en un secuestro que no prosperó. No sé si pagó cárcel por eso. Lo único que supe es que se le cayó la vuelta.
En fin, una vida desperdiciada y uno de los mayores dolores de mi madre. Jaime dice que nuestro padre no lo reprendió. Que se hizo el de la vista gorda cuando empezó a aparecer con cosas robadas. Mi padre era el único que lo visitaba en la cárcel.
Tenía otra versión. “¿Cuándo les llegué con una panela robada?”, nos dijo una vez nuestro padre, borracho, acosado por los remordimientos. Le respondimos que la culpa no era suya, por supuesto.
Fue René quien me dijo hace un par de semanas que Ramiro estaba muy enfermo. Que, al parecer, no la libraba. Llamé a Jaime a Milán para preguntarle qué sabía pero no tenía ni idea. Ni él ni Darío ni yo teníamos trato alguno con Ramiro. Y fue Jaime quien me escribió, ahora desde las Islas Canarias, para contarme que Ramiro había muerto.
Dicen que no hay muerto malo, pero no lo creo. Ramiro fue una mala persona y la muerte no cambia nada. No borra los hechos. Lo que pasa es que no es muy elegante hablar mal del difunto. Deja un montón de hijos de distintas mujeres. Nunca respondió por ninguno.
Pregunté a Jaime por el funeral y me contó que decidieron cremarlo. Creo que desde la pandemia hay un protocolo con las enfermedades respiratorias. ¿Qué van a hacer con las cenizas? Nadie me ha dicho nada. Jaime precisó que ingresó al hospital por una neumonía y René supo que si salía con vida tendría que valerse de una bala de oxígeno. Entonces le descubrieron el cáncer en el pulmón y se acabó el cuento de mi hermano en esta tierra de nadie.
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