Muere la escritora guadalupeña Maryse Condé a los 90 años
La autora de ‘Yo, Tituba, la bruja negra de Salem’ y de ‘Ségou’, premiada en 2018 con el Nobel alternativo, exploró en su obra las conexiones profundas entre sus Antillas natales, África y Europa
Marc Bassets
Madrid, 2 de abril de 2024
Ha muerto Maryse Condé, la escritora guadalupeña que en su obra exploró las conexiones profundas entre sus Antillas natales, la historia de la esclavitud, el colonialismo y la descolonización, y su propia vida nómada y agitada entre América, Europa y África. Tenía 90 años y desde hacía tiempo había perdido la vista y tenía dificultades para moverse y no podía escribir, aunque en una entrevista hace tres años en su masía en la Provenza confesaba haber alcanzado una especie de estado zen, una forma de plenitud. “Es ahora, cuando soy vieja, que la vida es fácil”, decía. “No tengo problemas de dinero. Mis hijos son adultos. Para mí, vivir significa ser un poco infeliz y pelear, todo el tiempo”.
Condé murió en la noche del lunes al martes en un hospital de Apt, cerca de su casa en el sur de Francia, según informó su marido a la agencia France Presse. Autora de una treintena de ensayos, obras de teatro, memorias y sobre todo novelas ―entre ellas las celebrados Ségou y Yo, Tituba, la bruja negra de Salem―, y directora durante años del departamento de Estudios franceses y francófonos de la Universidad de Columbia Condé pertenecía a una estirpe inclasificable. Nacida en Guadalupe, territorio ultraperiférico de la República, era francesa por el pasaporte, pero militaba por la independencia de su archipiélago natal. Escribía en francés y nominalmente pertenecía a la francofonía como sus mayores, el poeta también antillano Aimé Césaire, y el senegalés Léopold Sédar Senghor, pero ella afirmaba que en realidad no escribía “ni francés ni criollo”, sino “en Maryse Condé”.
En esta lengua particular, el marysecondé, y lejos de los circuitos del poder literario parisino, construyó una obra poderosa y popular que obtuvo más reconocimiento en países como Estados Unidos que en Francia, donde habrá muerto sin obtener ninguno de los grandes premios literarios. Su nombre sonó repetidamente para el Premio Nobel de literatura. Recibió en 2018, año en que por un escándalo sexual este se suspendió, el Nobel alternativo. El presidente Emmanuel Macron le entregó en 2020 la Orden del Mérito de la República francesa. “Giganta de las letras, Maryse Condé supo pintar las penas y las esperanzas, de Guadalupe a África, del Caribe a la Provenza”, declaró el martes el presidente. “En una lengua de lucha y esplendor, única, universal. Libre.”
Condé, cuando la visitamos en enero de 2021, mostraba con orgullo la fotografía junto a Macron y dedicada por el presidente. La pandemia todavía asolaba el mundo, pero ella ya no llevaba mascarilla, al contrario que el fotógrafo y el redactor, además de su marido y traductor al inglés, Richard Philcox, presente en la entrevista. Ya no podía leer: escuchaba audiolibros. Ni escribir: se los dictaba a Richard o a una amiga. Pero en esta casa en las afueras de Gordes, un pintoresco pueblo en las montañas provenzales del Luberon, lejos de África y del Caribe, decía haber hallado “un cierto reposo” tras una vida hecha de idas y venidas por varios continentes, de combates y decepciones políticas y separaciones familiares entre continentes e identidades.
Su padre era banquero; su madre, maestra. Ella era la menor de ocho hermanos en una familia de la burguesía negra de Pointe-à-Pitre, en Guadalupe. Se consideraban “supernegros”. “Mis padres eran víctimas de las ideas coloniales, pero no se daban cuenta”, explicaba en la citada entrevista, publicada en Babelia. “Querían demostrar que los negros como ellos podían comportarse bien y dar ejemplo”. “Piel negra, máscara blanca”, decía el intelectual de la descolonización Frantz Fanon para referirse a este tipo de colonizados que no sabían que lo eran.
Fue durante sus estudios en París que Maryse Condé descubrió su negritud: “Francia era profundamente racista... Allí me di cuenta de que yo no era como los franceses.” Más tarde, en África, donde aterrizó en pleno proceso de descolonización, la futura escritora se liberó definitivamente de las raíces familiares y modeló su identidad en unos años de dificultades económicas y persecuciones políticas. Vivió en Costa de Marfil, Guinea, Ghana, Senegal. Fue profesora y periodista, y tuvo cuatro hijos, con el periodista haitiano Jean Dominique y con el actor Mamadou Condé. “Las mujeres africanas”, decía, me enseñaron mucho. Son fuertes y bellas. Aguantan mucho”. ¿Los hombres? No tanto: “En el ambiente en el que viví, los hombres no eran realmente pilares sólidos en los que apoyarse”. Su visión de África no era nada idealista: “Jamás me consideró su hija, una prima rarita como mucho”. Reconstruyó aquella etapa en La vida sin maquillaje, publicado en castellano, como buena parte de su obra, por Impedimenta, y traducida por Martha Asunción Alonso.
“Empecé [a escribir] a los 40 años”, rememoraba en el salón de su casa. “¡Antes no podía! Tenía cuatro hijos, debía criarlos sin marido”. Fue al conocer a Richard, un inglés blanco, cuando encontró “una calma y un equilibrio” para escribir. Ella defendía, inspirándose en el brasileño Oswald de Andrade, el “canibalismo literario”, que permitía mezclar tradiciones y continentes: “Un colonizado jamás puede ser enteramente libre del país colonizador. Yo, por ejemplo, amo la música clásica. Hacemos como los indios: nos comemos lo que más nos parece mejor de los otros e intentamos integrarlo”.
Cuando la visitamos, acababa de publicarse la novela La Deseada en español y en francés había publicado unos años antes El fabuloso y triste destino de Iván e Ivana. Explicó que estaba ultimando una nueva novela, El evangelio del nuevo mundo. Parecía en paz, después de todo. “Yo buscaba algo, y esto me llevó a viajar. Nunca lo encontré”, dijo. “Y creo que no me he encontrado totalmente. Es complejo llegar a conocerse y a saber quién es una. A mí me ha llevado toda una vida”.
'Isla Maryse Condé'
Maryse Condé nació en una isla. Aunque quizá lo más acertado sea decir que fue una isla. Una isla a la deriva por el proceloso mar de los cánones literarios europeístas, masculinos, blancos y eurocéntricos. Pero vivir a la deriva no necesariamente significa ignorar la dirección del horizonte. En cada etapa de su odisea nómada, la escritora sin “domicilio fijo” que -en sus propias palabras- fue nunca ignoró hacia dónde navegaba. Su brújula fue siempre la verdad. Maryse Condé miró y vivió el mundo de frente, sin coraza ni rastro de maquillaje, temblando con el arrojo propio de las valientes. Y así nos lo contó.
Lo repitió hasta la saciedad: no escribía en francés, tampoco en criollo. Maryse Condé cantó todas sus vidas en el inimitable idioma Maryse Condé. ¿Qué significa? Nunca he dejado de hacerme la pregunta, ni de encontrarle nuevas respuestas. Porque tal vez la lengua Maryse Condé sea precisamente eso: un infinito juego de matrioskas abiertas de par en par.
Generosidad inmortal
Maryse Condé llegó a Impedimenta en otoño de 2018, de la mano de su traductora, Martha Asunción Alonso. Ella nos habló de una escritora guadalupeña que no conocíamos. Nos pasó la traducción de la que sería su primera obra en Impedimenta, Corazón que ríe, corazón que llora. Nos enamoró al instante. Desde 2019, y hasta ahora, cada enero se ha abierto con una obra de Maryse. Escribía desde la periferia de la francofonía, pero es una figura central de ese movimiento. En ella, una mujer de lecturas y procedente de una familia de "súper negros", que siempre se sintió francesa y también rechazada por Francia, se escuchan los ecos de Rousseau, de Genet y de los grandes escritores africanos. Fue feminista cuando nadie lo era, madre soltera y catedrática en la Sorbona especializándose en el tema de la esclavitud.
Estaba muy enferma desde hace años, presa de lo que ella misma llamaba "el síndrome Boucolon" (su apellido familiar de soltera), una enfermedad degenerativa que se cobró la vida de parte de su familia, y ya con 90 años recién cumplidos no veía, no oía y apenas podía sostener objetos en la mano. Aun así, estuvo escribiendo hasta el último día, dictando sus textos a su marido y traductor al inglés, Richard Philcox, y era esa fuerza, esa inmensa generosidad creativa, la que hizo que pareciera casi inmortal para nosotros.
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