Ilustración de Rockwell Kent |
Herman Melville
Moby Dick
Prólogo de Javier Tomeo
Vivimos tiempos en que los hombres pueden arponear impunemente a las ballenas. A despecho de todos los ecologistas del mundo, las localizan por medio del radar, consiguen incluso algunas veces la complicidad de un hidroavión y luego, para dar muerte al enorme mamífero que emerge a lo lejos, tienen suficiente ya con apretar el gatillo desde la cubierta del barco homicida. Ni siquiera les tiembla el pulso.
Hubo otras épocas, sin embargo, en las que no lo tuvieron tan fácil. Los marineros embarcaban entonces en incómodos veleros, arriaban precipitadamente los botes, remaban sin descanso hacia donde estaba la ballena y, cuando la tenían a tiro, lanzaban los crueles arpones y confiaban en su buena suerte.
Aquellas cacerías, sin embargo, acababan muchas veces en tragedia. Fue en uno de esos lances, por ejemplo, donde el enigmático protagonista de esta novela, el capitán Ahab, perdió una pierna, la sustituyó por otra de marfil y concibió un odio mortal hacia aquella colosal ballena blanca y solitaria que sembraba el terror por mares sin civilizar.
Lo que deberíamos hacer ahora, sin embargo, es determinar las razones de ese odio inextinguible. Seamos cautos y no aventuremos hipótesis precipitadas. Puede que la mutilación de Ahab no tuviese nada que ver porque todos sabemos que hay odios que encuentran sus más secretas motivaciones mucho más allá de las cosas que han sucedido en este mundo y que actúan sobre nosotros a nivel inconsciente.
Para despejar la incógnita deberíamos tal vez indagar sobre la verdadera naturaleza de Moby Dick. ¿Qué representa realmente ese monstruo? ¿Qué simboliza esa ballena omnidestructiva e invencible, a quien el marino mutilado escupe desde el corazón del Infierno?
Para la mayoría, Moby Dick es la encarnación marina de Leviatán «que hace hervir los mares como una cacerola», según nos dice lord Bacon en su versión de los Salmos. No es de extrañar, pues, que cuando el herrero se dispone a templar el acero del arpón destinado a la gran ballena y pide que le acerquen un tonel de agua, Ahab le niega el agua y ofrece en su lugar la sangre donada por tres arponeros.
«Yo no te bautizo en el nombre del Padre, sino en el nombre del Diablo», ruge Ahab, cuando el mortal arpón está a punto.
Luego está también la ballena que se tragó a Jonas. Porque así como estuvo Jonás en el vientre del gran pez tres días y tres noches —puede leerse en los Salmos—, así estará el Hijo del Hombre en el corazón de la tierra tres días y tres noches.
Pura ficción dramática, dicen los exégetas de la Biblia. El héroe desaparece en el oeste durante una tormenta engullido por un gran pez. Durante toda la noche el pez navega con el héroe de sus entrañas y al día siguiente lo vomita en una playa del este. El héroe, es decir, el Sol, reaparece siempre por oriente.
Algunos van un poco más allá y ven en Moby Dick a la personificación del mal, pero dentro de los planes divinos, es decir, ven a la gran ballena blanca convertida en ministro de Dios que, dentro del predestinacionismo puritano que tanto angustia al capitán Ahab, tiene la misión de castigar a los que deben ser condenados. Si aceptamos esa hipótesis, Moby Dick sería la mano izquierda de Dios y Ahab el soberbio pecador que debe ser castigado. ¿No hubo acaso en la Biblia un rey rebelde contra Dios, esposo de Jezabel, que se llamó también Ahab?
Las interpretaciones de Moby Dick podrían ser todavía mucho más variadas, pero preferimos seguir las recomendaciones de uno de sus mejores traductores, José María Valverde, cuando escribe que «no caeremos en creer que quepa una explicación unívoca y clara, conscientes del margen de ambivalencia y aun polivalencia que hay en toda obra literaria».
Lo que también sorprende es el color de Moby Dick. ¿Existen realmente ballenas de color blanco? Todos hemos oído hablar de la beluga, cetáceo de unos cinco metros de longitud que vive en los helados mares árticos, pero que raras veces desciende hacia el sur. Cuando son jóvenes las belugas tienen la piel gris, pero cuando son adultas se vuelven blancas. Esa es la razón de que se las conozca también con el sobrenombre de ballenas blancas. ¿Qué fue, pues, Moby Dick? Sólo una beluga anormalmente desarrollada?
Se nos presenta, además, un contrasentido. El blanco es el color de la verdad absoluta. Sólo el blanco refleja todos los rayos luminosos, es la unidad de la que emanan los colores primigenios y los mil tonos que dan color a la naturaleza. Si realmente Moby Dick es el símbolo del mal, ¿por qué Ahab no la llamó Ballena Negra, si el negro es la negación de la luz y el símbolo del error y, en última instancia, del mismísimo Diablo?
Nos da una explicación el propio Melville, en el capítulo 42 de su ópera magna: «La idea de blancura, si se separa de asociaciones más benignas y se une con cualquier objeto que en sí mismo sea terrible, eleva ese terror hasta los últimos límites».
De cualquier modo, lo que sí podríamos decir es que en Moby Dick se narra la historia de la lucha de un hombre contra su terrible obsesión. La novela, que apareció en el año 1851, no fue bien recibida por la crítica ni tampoco por el público. Fue preciso esperar hasta los «felices años veinte» para que la novela fuese debidamente valorada. Moby Dick está hoy considerada corno una de las mejores obras de la llamada Edad de Oro de la narrativa norteamericana. Vale de verdad la pena navegar por sus páginas.
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