viernes, 13 de septiembre de 2024

El joven Kawabata






El joven Kawabata

“En La bailarina de Izu se asoman los ejes en torno a los que girará la obra a la que Yasunari Kawabata dedicará los próximos 46 años de su vida”, escribe María José Ferrada, estudiosa de la literatura japonesa y prologuista de ocho libros que editorial Emecé vuelve a poner en circulación en nuestro país. Reproducimos el texto que antecede La bailarina de Izu, que fue la primera novela en traspasar las fronteras de Japón y en la que el autor prefigura el universo que lo haría merecedor del Premio Nobel de Literatura en 1968: “El problema de la mortalidad; la soledad como condición fundamental, lo efímero de la existencia de los seres y las cosas. Nada escapa al ciclo de la disolución”.


 María José Ferrada

12 de septiembre de 2019


“Las obras de Kawabata unen la delicadeza con el vigor, la elegancia con la conciencia de lo más bajo de la naturaleza humana; su claridad encierra una insondable tristeza. Son modernas, aunque directamente inspiradas en la filosofía solitaria de los monjes del Japón medieval. La manera en la que el escritor elige sus palabras demuestra qué sutileza, qué grado de estremecedora sensibilidad puede alcanzar la lengua japonesa; su estilo único, con una agilidad infalible, es capaz de ir directo al corazón de un hombre para extraer su sustancia, ya se trate de la inocencia de una jovencita o de la horrorosa misantropía de un anciano”.

Con estas palabras comienza la carta con la que Yukio Mishima, el discípulo terrible, recomendará a quien en el año 1968 se convirtió en el primer premio Nobel japonés. La respuesta de la academia sueca sería igualmente precisa: el premio fue concedido a quien se considera que ha desarrollado una escritura capaz de ejemplificar, como ninguna otra, las complejidades de la mente japonesa.

Pero falta para eso. Estamos recién en 1926 y Yasunari Kawabata, que ya en su época de estudiante de literatura inglesa de la Universidad Imperial de Tokio ha llamado la atención de sus contemporáneos, tiene en sus manos el primer ejemplar de su primera novela: La bailarina de Izu. Donald Keene, uno de los primeros occidentales dedicado a la literatura japonesa moderna, describe a Kawabata, tras su primer encuentro, como un ciervo asustado por un repentino destello de luz. Es así como lo imaginaremos.

En ese, el primer libro que el joven sostiene en sus manos, ya se asoman los ejes en torno a los que girará la obra a la que dedicará los próximos cuarenta y seis años de su vida. El problema de la mortalidad, la soledad como condición fundamental, lo efímero de la existencia de los seres y las cosas. Nada escapa al ciclo de la disolución. Lo supo mil años antes Murasaki Shikibu, autora del Genji Monogatari —obra clásica de la literatura japonesa a la que el Kawabata maduro volverá una y otra vez— y comienza a descubrirlo el joven Kawabata.

Su biografía fue la primera maestra. Nacido el año 1899 en Osaka, quedó huérfano a los tres años y a partir de ahí perdió, en una sucesión de tragedias, a cada uno de los miembros de su familia. Como si de un cuento que insiste en su final triste se tratara, a la muerte de la abuela, cuando el niño cuenta con apenas ocho años, la sigue, dos años más tarde, la muerte de la hermana. Tal como lo registra “Diario de mi decimosexto año”, un trabajo escrito en su adolescencia y publicado en 1924, incluido en esta edición, el joven Kawabata quedará a cargo de su único pariente, un abuelo ciego, que despierta en él la compasión y la repulsión en igual medida.

Ya lo habían notado las mujeres de la corte Heian que diez siglos antes escribieron los diarios de vida que serían el antecedente de los primeros trabajos de ficción: el corazón es un órgano capaz de sostener a un ser humano y también de albergar toda la luz, toda la oscuridad. Solo es cosa de mirar, parecen decir estas mujeres que registraron lo que entendieron como la naturaleza de las relaciones y de la vida: nacimiento, florecimiento, caducidad y muerte. Nada escapa al ciclo de la impermanencia. Cuando más tarde Kawabata retome la tarea, la mirada se agudizará hasta volverse quirúrgica.

Un joven estudiante –tal como solía hacerlo el autor– visita la península de Izu y se une a un grupo de artistas ambulantes. Atraído por una de sus integrantes, una joven que toca el tambor, ve su anhelo destruido ante la visión del cuerpo que surge desnudo del agua: se trata de una niña. El equívoco, el amor posible solo como construcción ficticia y la consumación del deseo que aparece incompatible con la conservación del objeto deseado, asoman en la literatura del autor y ya no la abandonarán.

“Maestro de funerales”, lo llamará Mishima —cuya ceremonia final, aún no lo sabe, también presidirá—, pero no solo de muertes personales, porque Kawabata —ahora lo imaginaremos caminando tranquilo y desapegado, como se describió a sí mismo en sus recorridos por el barrio Asakusa tras los incendios ocurridos luego del terremoto de 1923— será testigo de otra muerte: la de Japón como se le conoció hasta 1868 cuando, tras siglos de asilamiento, el país abrió sus puertas a Occidente. Los costos de la modernización serán definitivos. Tradiciones como la ceremonia del té, los jardines, el go como arte —y no mera competencia— que según leemos en su discurso de recepción del Premio Nobel, son consideradas por el autor como expresiones del espíritu japonés, serán registradas en sus escritos en una atmósfera brumosa. “Caminamos sobre el infierno/contemplando las flores”, dijo dos siglos antes otro maestro, también caminante.

Pero volvamos al joven Kawabata, a la primera novela. Un joven estudiante visita la península de Izu —tal como solía hacerlo el autor— y se une a un grupo de artistas ambulantes. Atraído por una de sus integrantes, una joven que toca el tambor, ve su anhelo destruido ante la visión del cuerpo que surge desnudo del agua: se trata de una niña. El equívoco, el amor posible solo como construcción ficticia y la consumación del deseo que aparece incompatible con la conservación del objeto deseado, asoman en la literatura del autor y ya no la abandonarán. Obras como Lo bello y lo triste, Mil grullas yLa casa de las bellas durmientes serán variantes de la misma pregunta, mejor dicho, de la misma y temprana respuesta: el tiempo del deseo avanza paralelo a su desgaste.

La bailarina de Izu no solo fue la primera novela publicada en Japón, sino también la primera en ser traducida a un idioma occidental. Su versión en alemán fue publicada 1942 y estuvo a cargo de Oscar Benl, pero fue la traducción de este mismo trabajo, realizada en 1955 por Edwuard Seidensticker —también traductor del Genji Monogatari— la que llamó la atención de los lectores extranjeros.

Al momento de su escritura, Kawabata se encontraba profundamente involucrado en la Escuela de la Nueva Sensibilidad (Shinkankaku Ha), que buscaba una alternativa frente a la novela confesional y a los escritos realistas de la corriente proletaria de entreguerras. Fuertemente inspirados en movimientos europeos como el futurismo, el expresionismo y el dadaísmo, los integrantes de esta corriente, cuyos puntos de vista se proclamaron desde la revista Edad Literaria(Bungei Jidai) entre 1924 y 1927, intentaban una escritura que se sostuviera en el ritmo, las imágenes y el simbolismo.

“Estamos cansados de la literatura inmutable como el sol que sale del Este, hoy, exactamente como lo hizo ayer” diría Kawabata, quien hasta el final de sus días se preguntaría si la novela seguía siendo —o no— la forma literaria más adecuada a su tiempo, llegando incluso a afirmar que era posible que el género e incluso la literatura misma estuviera llegando a su fin.

El joven que sostiene el primer ejemplar de La bailarina de Izu en sus manos aún no lo sabe, pero en su búsqueda de libertad expresiva se convertirá también en el guionista de cine experimental para la película Una página de locura, cuyo guión escribirá en conjunto con el director Teinosuke Kinugasa. Habitaciones de manicomio, muros pintados de plateado, ramas que rompen ventanas. Todo eso cabe en la mente de quien no vería contradiccion entre el elogio de la belleza triste del antiguo Japón y la adopción de formas expresivas propias de la vanguardia.

‘Se ha dicho que mis obras expresan el vacío’, dirá Kawabata, y es que su obra crecerá siempre desconfiada de las palabras, la razón y el argumento. Como él mismo lo explicó a propósito de la búsqueda que emprende el discípulo zen, existe una nada ­–­diferente a la conocida por Occidente– en la que todo se comunica libremente con todo. La verdad, recalcó, está en la exclusión de las palabras.

“Se ha dicho que mis obras expresan el vacío”, dirá Kawabata, y es que su obra crecerá siempre desconfiada de las palabras, la razón y el argumento. Como él mismo lo explicó a propósito de la búsqueda que emprende el discípulo zen, existe una nada —diferente a la conocida por Occidente— en la que todo se comunica libremente con todo. La verdad, recalcó, está en la exclusión de las palabras. Lo comprende desde algún lugar anterior a los conceptos el monje, y también parece comprenderlo el escritor: frente a esa herramienta —el lenguaje— que se sabe engañosa, solo queda la posibilidad de lo inacabado. Escritura de la elusión y el delineamiento, diremos desde este lado del mundo, siempre empeñado en los nombres.

Entre los años 1921 y 1972 el autor escribió cerca de ciento cincuenta obras breves que denominó “relatos que caben en la palma de una mano”. Algunos trabajos de esta narrativa concentrada y cercana al haiku japonés son incluidos en este volumen. Kawabata no permite al lector el engaño: la realidad solo permite la visión del destello.

El joven que sostiene el ejemplar de la primera novela no lo sabe, pero tras dedicar toda una vida a la literatura, su último trabajo consistirá en la reducción del que fue considerado uno de sus escritos más importantes, País de nieve, a su mínima expresión: un par de páginas.

El 16 de abril de 1972 Kawabata se dirigió a un departamente con vista al mar en el balneario de Hayama, donde acostumbraba a acudir para revisar sus manuscritos, y se suicidó sin dejar ninguna nota. Muchos de sus contemporáneos vieron en esa muerte un desenlace que en poco se diferenciaba de la muerte natural. Sin embargo, como sugiere Keene, es posible que algunos de ellos se sintieran decepcionados de que ni siquiera la belleza que el escritor logró descubrir en la naturaleza, las mujeres y el arte japonés le impidieran internarse para siempre en el paisaje más desconocido de todos.

En una de sus últimas conferencias, pronunciada en la Universidad de Hawái, Kawabata se extiende largamente en la visión de un conjunto de vasos brillantes a la luz del sol matutino, que ha descubierto en el restaurante del hotel.

“Vi esta belleza con toda claridad. Me encontré con ella, por primera vez. Pensé que nunca la había visto hasta ese momento. ¿No es precisamente este tipo de encuentro la esencia misma de la literatura y también de la vida humana?”, se preguntará el autor tras excusarse por haber hablado demasiado acerca de su descubrimiento. “Esto también es un signo de la crudeza de mi literatura y mi vida, algo característico en mí”, dirá Yasunari Kawabata, y luego continuará con su exposición. El discurso final y la primera novela: volvemos a la imagen del caminante de las ruinas, el ciervo deslumbrado.



REVISTA SANTIAGO




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