Juan Gabriel, el patriotismo del corazón
La música representó algo más que una vocación o un oficio para el Divo de Juárez. Cantar y componer fueron su mandato, la forma de vida que le estaba reservada, el virus permanente y el fármaco esencial, la dosis necesaria de sus días. Juan Villoro escribe sobre el cantautor mexicano con motivo del estreno de su disco póstumo ‘México con escalas en mi corazón’
Las leyendas tienen modesto origen. Alberto Aguilera Valadez nació en 1950 en Parácuaro, Michoacán, en el seno de una familia campesina. A causa de un padecimiento mental, su padre fue llevado al hospital psiquiátrico de La Castañeda, en la Ciudad de México, donde tuvo un final que se desconoce. La madre emigró con sus hijos a Ciudad Juárez, que se convertiría en el escenario fundamental de un cantautor fascinado por las mezclas y los contrabandos culturales.
A los cinco años, Alberto fue llevado a un internado del que escaparía ocho años después. El futuro renovador de la música popular sobrevivió vendiendo artesanías de hojalata y burritos en compañía de su madre y de su hermana. Porque nada tenía, lo quería todo. La precariedad fue su combustible y la lucha contra los prejuicios, su incendio. Decidido a sacar fuerzas de su debilidad, se reinventó como Juan Gabriel y cantó con desarmante sencillez: “No tengo dinero ni nada que dar/ Lo único que tengo es amor para dar”.
La cultura de masas se mide en estadísticas. ¿Cómo no rendirse ante esta evidencia?: 1.800 canciones compuestas, 150 millones de discos vendidos, la mayor asistencia a un concierto en el Zócalo (350.000 personas), llenos en el Rose Bowl, el Hollywood Bowl, el Estadio Azteca y la Plaza México. Capaz de eternizar instantes, en 2005 el showmanque no conocía el descanso dio un concierto de cinco horas 33 minutos en el Auditorio Nacional.
Los biógrafos buscan las claves privadas de las figuras públicas. En el caso de Juan Gabriel los sufrimientos y las privaciones estaban a la vista. La lírica amorosa surge de las heridas, del abandono, del cariño que no fue correspondido. Era evidente lo que sentía y era innecesario saber por quién lo hacía. ¿Se trataba de un hombre o una mujer? ¿Qué orientación erótica lo definía? Maestro de la ambigüedad, el cantante volvió innecesarias las definiciones sexuales: “Lo que se ve no se pregunta”, dijo con aplomo. Al cantar, su amor fue evidente, descarado, irrestricto: no requería de nombre propio porque abarcaba a todos.
Lo mismo se puede decir de su pasión por el canto. Cuando la directora de teatro Jesusa Rodríguez y su pareja, la cantante y compositora Liliana Felipe, recibieron una invitación para pasar un fin de semana en casa de Juan Gabriel, pensaron que tendrían un sensacional atisbo a su vida privada (o por lo menos doméstica). Y, en efecto, conocieron al astro en su intimidad, lo cual significa que lo oyeron cantar en la casa, en el supermercado, en la cocina y en el coche. Convivieron con una persona invadida de música, que no se daba tregua porque su relación con el mundo incluía una inagotable playlist.
La música representó algo más que una vocación o un oficio para Juan Gabriel. Cantar y componer fueron su mandato, la forma de vida que le estaba reservada, el virus permanente y el fármaco esencial, la dosis necesaria de sus días. No se preocupó en quedar bien con la tradición porque su ímpetu no admitía lecciones ni academias. De acuerdo con Carlos Monsiváis, logró que la sinceridad se impusiera al refinamiento. ¿Para qué ser sutil si la pasión es verdadera?
La franqueza sin concesiones alejó a Juan Gabriel del miedo al ridículo (el reductor “qué dirán”) y le permitió transformar el caos de las influencias en un estilo propio. Si el kitsch es una distorsión cursi de la elegancia, él no se comparó con nada ni se sometió a otro sistema de medida que su intuición. Así conectó con millones de personas. Sólo se universaliza lo que es irrepetible.
De manera paradójica, su originalidad provino del deseo de escapar de su propia piel. Pero la metamorfosis de Alberto en JuanGa no eliminó su pasado como admirador de otros cantantes. En cada concierto cautivaba al público, pero también recordaba al muchacho que había sido y que recuperaba en escena. Era, al mismo tiempo, la celebridad y el fan.
Flashback: El imitador de sí mismo
En la Argentina de los años sesenta un joven llamado Roberto Sánchez era apasionado de la fonomímica, actividad opuesta al karaoke: ponía un disco y simulaba cantar con vistosos ademanes. Un día el tocadiscos se descompuso y el histrión cantó por su cuenta, con descomunal talento. Así nació Sandro de América.
Años más tarde, en el cabaret Noa Noa de Ciudad Juárez, Alberto Aguilera Valadez ofrecía un vasto rango de imitaciones, de María Félix a su modelo favorito: Sandro. La teatralidad del argentino que declamaba con labios trémulos “yo te amo” se fundaba en un hecho insólito: de tanto copiar a los demás, había creado su propio personaje.
Sandro se liberó de sus simulacros para ser el inagotable imitador de sí mismo. El sociólogo Horacio González escribió al respecto: “El simulador es quien le dice al mundo que la vida es triste y todos podemos ser actores imaginándonos tener otra vida”.
Si Sandro era el novio excesivo –“¡Ahí viene el frenético!”, exclamaban sus seguidoras, conocidas como “Las Nenas”–, JuanGa fue el novio imposible. Las mujeres podían cortejarlo sin recato porque sabían que no les haría caso y los hombres mostraban ante él la jotería esencial del machismo mexicano: “¡Dejo a mi esposa y te pongo departamento!”, le gritaban desde la enfebrecida galería.
Tanto Sandro como Juan Gabriel alzaron un muro para proteger su vida privada; padecieron enfermedades que parecían el peaje de su intensa sensibilidad y murieron casi a la misma edad (Sandro a los 64, el Divo de Juárez a los 66).
La incontenible seducción escénica de JuanGa se apoyó en composiciones que conforman una enciclopedia del eclecticismo musical. Decir que fue “versátil” es decir muy poco, pues no pasaba de un género a otro; los ejercía al mismo tiempo. Fue nuestro indiscutible Rey Híbrido. Creador de la balada ranchera, compuso rumbas texmex y cumbias con mariachi de discoteca; de manera aún más arriesgada, combinó en las letras el lamento del amor adulto (“yo jamás sufrí, yo vivía muy bien…hasta que… te conocí”) con la ternura de la canción de cuna (“eso me enseñó mamá”).
El último refugio de las tragedias amorosas es la figura materna: “Su homenaje reiterativo al matriarcado en un país supermachista y homófobo lo encumbró”, escribió con acierto Elena Poniatowska.
La autenticidad versátil
Si Alberto Aguilera Valadez podía tener limitaciones, Juan Gabriel surgió para no tener ninguna. Así cumplió la consigna de nuestro más exaltado poeta, Amado Nervo: fue “arquitecto de su propio destino”.
Asumir otra identidad es un complejo desafío de carácter. Relato una anécdota que podría parecer una mera curiosidad de la industria del disco, pero que entraña una sugerente moraleja. Durante un tiempo, el músico Diego Herrera, miembro del grupo Caifanes, se alejó de los escenarios para incursionar en la producción musical. La disquera donde trabajaba tenía los derechos de Juan Gabriel; sin embargo, por diversas complicaciones, el Divo de Juárez llevaba años sin grabar. Para convencerlo de que volviera a los estudios, Herrera le propuso la edición de su vasto repertorio en cinco cajas de discos compactos que integrarían un bloque total de 25 obras, con un diseño de Roger Gorman, que había trabajado con David Bowie en el proyecto Sound+Vision, por el que ganó un Grammy al mejor arte gráfico. La propuesta resultaba tentadora, pero JuanGa se limitó a decir: “Lo voy a pensar, Fernando”. “Me llamo Diego”, contestó el rockero convertido en productor. “Hasta que vea resultados, te voy a decir Fernando”, sonrió el Divo.
Lo que parecía una travesura o un capricho era una enseñanza: el verdadero nombre no se recibe; se merece. Cuando los 25 discos estuvieron listos, al artista que sabía lo que vale crearse a sí mismo dijo con entusiasmo: “Gracias, Diego”.
Hay muchos modos de asumir una identidad. Los superhéroes tienen una condición bipolar que los obliga a ser de dos modos extremos. Juan Gabriel encontró la forma de asumir una identidad múltiple al servicio de una voz única.
Por el impacto que han tenido en los oyentes, la música popular mexicana reconoce a cuatro compositores esenciales: Agustín Lara, José Alfredo Jiménez, Armando Manzanero y Juan Gabriel. Cada uno fue dueño de una personalidad inimitable, pero sólo JuanGa merece el rango de monstruo escénico, pues componía para encarnar teatralmente sus canciones. Los gestos, las piruetas, los quiebres de cintura, los eléctricos ademanes contribuyeron a transformar su catálogo de estudio en epopeyas en vivo.
Sin llegar a los excesos de vestuario de Liberace o de Elvis en su época de Las Vegas, JuanGa encontró una manera pop de ser mexicano; renovó las posibilidades de la taleguilla taurina y del pantalón ranchero acampanado. Si la etiqueta charra se funda en un coqueto sentido de la masculinidad —el jinete con botones de plata—, él fue más allá; se despojó de los paños oscuros y salió a escena con ropas color merengue o helado de vainilla, como el caporal de un campo donde se cosechan flores azules.
Sus letras no fueron tan elaboradas como las de Lara ni tan citables como las de José Alfredo, pero la hondura de su mensaje se incorporó al sentido común. ¿Quién de nosotros no ha dicho alguna vez: “¿pero qué necesidad? / ¿para qué tanto problema?”.
Nada de eso habría sido posible sin una voz singular. Los grandes de la canción deben ser reconocibles. José José, Lola Beltrán, Alejandro Fernández, Lucha Villa y Luis Miguel se han basado en la calidad de su voz, pero sobre todo en su tono personal. En ocasiones, ese timbre incluso permite que el artista desafine con estilo. Nadie canta a Bob Dylan como Bob Dylan.
El antiguo imitador de Ciudad Juárez asumió una tesitura tan auténtica que pudo convertir cualquier pieza en una canción suya. Maestro de los tonos agudos, transformó el grito en melodía.
Respecto a las letras, el poeta Hernán Bravo Varela opina: “Si el amor y el desamor son al mismo tiempo obsesivos e incomunicables, ¿para qué ordenar sus sensaciones, para qué dotarlos de elocuencia? […] De ahí que Juan Gabriel trabajara con materias residuales […] El sentido, ausente de muchos estribillos y coros, se revela en trabalenguas de gran economía conceptual y torrencialidad emotiva: ‘No sé por qué realmente tú a mí ya no me interesas’, ‘Cómo quieres tú que te olvide si estás tú, / siempre tú, tú, tú, siempre en mi mente’, ‘No tengo nada-nada-nada-nada-nada-nada-nada-nada, / que no, que no’. La legibilidad y la retórica, parecía decirnos Juan Gabriel, son vanos empeños de los que nada tienen que decir, fábulas para soportar el peso de las historias sin palabras”.
Quienes asistimos al concierto en Bellas Artes de 1990 fuimos testigos de un momento que pulverizó los límites entre lo culto y lo popular. Ante la Orquesta Sinfónica Nacional, dirigida por Enrique Patrón de Rueda, el artista capaz de hacer un medley con Toda la vida con, Twist and Shouts, y Qué te pasa, rindió tributo a los “compositores divinos” que lo habían precedido en esa sala y mencionó con naturalidad a sus colegas Mozart y a Beethoven. En el frenesí de la música que nació para bailarse, la sección de cuerdas hizo girar sus contrabajos y el coro entrenado para entonar el Himno a la alegría con letra de Schiller cantó Adiós, amor. ¿Es posible romper con toda jerarquía artística? Por supuesto, siempre y cuando la operación se base en un criterio emocional. ¿Puedes quejarte de que algo es cursi si te está haciendo llorar? La respuesta se halla en una letra de nuestro gurú sentimental:
Te pareces tanto a mí
que no puedes engañarme.
Nada ganas con mentir.
Fui testigo de su cambiante manera de dominar al público en palenques, el estadio de béisbol de Mazatlán y el Auditorio Nacional. Entre los variados formatos del seductor de multitudes mi memoria atesora un show en el centro nocturno Premier. JuanGa salió al escenario acompañado de un pianista. A sus espaldas caía un espeso telón. Con amabilidad, anunció que estaba dispuesto a cantar lo que le pidieran a condición de que no fuera suyo. “Es la noche de las complacencias”, dijo, y explicó que deseaba pagar tributo a los maestros que lo habían precedido. A solicitud del público, durante hora y media cantó a Álvaro Carrillo, Guty Cárdenas, Consuelito Velázquez, Armando Manzanero, Agustín Lara, José Alfredo Jiménez y los demás. El público se sorprendió de esa muestra de generosidad y del vasto dominio del repertorio. El gran imitador del Noa Noa estaba ante nosotros. Sin embargo, poco a poco surgió una preocupación: ¿Era ése el cantante que queríamos ver? Una voz resumió los anhelos colectivos: “¡Canta una tuya!”. JuanGa insistió en rendir tributo a sus mayores, lo cual acrecentó la tensión hasta que la gente comenzó a gritar: “¡No queremos a Lara, no queremos a José Alfredo: te queremos a ti!”, la pasión por los ídolos históricos se había transformado en repudio: “¡Canta una tuya!”.
Con sonrisa seductora, JuanGa dijo: “Sólo quería saber si de veras me querían”. El telón se abrió para descubrir a un mariachi que entonó Se me olvidó otra vez. Reforzada por la expectativa, llegó la estrofa:
Por eso aún estoy
En el lugar de siempre
En la misma ciudad y con la misma gente
Para que tú al volver
No encuentres nada extraño
Y sea como ayer
Y nunca más dejarnos.
Se me olvidó otra vez es nuestra Odisea romántica. Ahí sólo importa que alguien vuelva.
Otra de sus piezas maestras, Amor eterno, rinde tributo a la pasión constante más allá de la muerte. Nada, ni siquiera la aniquilación, acaba con la inquebrantable voluntad de sentir.
“Mi corazón, leal, se amerita en la sombra”, escribió Ramón López Velarde. Durante siglos, los poetas privilegiaron el crepúsculo y los jardines tocados por la luz de la luna. Juan Gabriel no necesitó de un ambiente especial para explorar sus emociones. Todos los climas, todos los paisajes y todos los lugares le fueron propicios.
Su ameritado corazón dejó de latir el 28 de agosto de 2016, en su casa de Santa Mónica, California. El fallecimiento constató que la devoción por el Divo de Juárez tenía rango histórico.
Según informa Carlos Monsiváis, el entierro de Amado Nervo, en 1919, fue el más concurrido en la Ciudad de México: una tercera parte de la población siguió el cortejo fúnebre de la Universidad Nacional a la entonces Rotonda de los Hombres Ilustres. El récord se mantuvo durante casi un siglo.
Ni Pedro Infante, ni Agustín Lara, ni Cantinflas, ni María Félix, ni el Chavo del Ocho congregaron a tanta gente. Algo dice de nuestro país que la mayor devoción necrológica haya sido conferida a un poeta. De manera emblemática, un país lleno de carencias opta por las promesas que no pertenecen a este mundo y sólo llegan en los versos.
No fue sino hasta 2016 cuando se celebró un sepelio capaz de superar al de Amado Nervo. Las razones fueron bastante parecidas, entre otras cosas porque, acaso sin saberlo, el fallecido era su discípulo.
Juan Gabriel actualizó los magníficos calvarios del amor, “el divino penar de adorarte”, como diría Agustín Lara.
El funeral en Bellas Artes fue visitado por 700.000 personas, que habrían sido más en caso de haberse prolongado.
Resurrección: 2023, el ídolo viaja de nuevo
De manera apropiada, en septiembre de 2023, mes de la Patria, la campaña publicitaria para promover el disco póstumo de JuanGa comenzó con el despegue de un avión color de rosa rumbo a la morada eterna del cantautor, el cielo donde suenan sus canciones. México con escalas en mi corazón comienza con un mensaje que parece obvio pero intriga por la tipografía: “MeXXIco es todo”. La equis, que define caprichosamente nuestra toponimia, se duplica para aludir al siglo XXI.
El amor fue para el compositor una energía poliforma que abarcaba por igual lo masculino y lo femenino, lo infantil y lo maternal o paternal. Ese fervor versátil y difuso incluyó al país entero.
La fe no necesita de evidencias para profesarse. “Dichosos los que creen sin haber visto”, dice Jesús en el Evangelio de San Juan. El Divo de Juárez no apeló a datos económicos ni a índices del progreso para elogiar su patria sentimental. En su asombroso disco póstumo, canta: “México es mi religión”. Si el filósofo alemán Jürgen Habermas propuso un “patriotismo de la Constitución”, nuestro filósofo popular propone algo más cercano a: un patriotismo del corazón.
La pieza Méxxico es todo exalta nuestra pasión por la esdrújula. El país que a la menor provocación dice “híjole”, “llégale” y “órale”, es acertadamente definido como “católico, político y poético”, o bien “mítico, auténtico y prolífico”. Todas las mezclas que el astro cultivó en vida se funden en esta melodía.
El mensaje testamentario no es ajeno al humor ni a la picardía. Con gozoso desparpajo, JuanGa puede decir: “Lo más bonito de San Diego es Tijuana”, o bien: “En China saben que este México es pacífico, verídico e histórico”. ¿Es eso cierto? Poco importa. El disco no apela a la veracidad sino a la ilusión. En el pop, las afirmaciones se vuelven sentimentalmente correctas cuando las acompaña el estribillo “u-oh-u-oh”.
Juan Gabriel sintoniza a la perfección con la condición festiva del patriotismo mexicano. Aunque la realidad sea un desastre, el 15 de septiembre llenamos las plazas públicas para dar el Grito y exclamamos al compás de la trompeta y la matraca: “¡Viva México!”. Lo hacemos sin el menor ánimo defensivo o patriotero. No estamos ahí, cubiertos de serpentinas, comiendo elotes y pepitas, para pedir que nos devuelvan Texas o recuperar la posesión virreinal de Guatemala, sino para echar relajo y celebrarnos a nosotros mismos. Cuando decimos “¡Como México no hay dos!” eso no es exagerado porque no estamos hablando del Producto Interno Bruto, sino del sentido de pertenencia y las benditas ganas de estar juntos.
Juan Gabriel deja como legado la pista sonora del jolgorio nacional; las notas caen como una nube de confeti tricolor; ser de aquí se convierte en una oportunidad para la fiesta. Todo se funde en un mismo llamado: “Quiero oírte cantar”. En beneficio de la esdrújula, un país variopinto es descrito como “dogmático”, “indígena”, “mítico”, “étnico”, “jerárquico” y “orgánico”. JuanGa canta, JuanGa baila, JuanGa grita, y nada más importa. En la patria convocada por el Divo todo es posible y el sonido de discoteca alterna con trompetas de banda de guerra.
“No se te olvide que tú eres yo”, advierte el cantante al comienzo de su disco. Estamos ante una singular recuperación del tema del doble: el artista encuentra a su gemelo en el espejo, pero no ve su rostro, sino el singular país que tiene en mente. Su identificación con la geografía no deja lugar a dudas: “Ciudad Juárez yo: Juan Gabriel”.
En vez de recitar la historia patria, inventa una manera de gozarla. En pleno paroxismo, define al país con la lucidez de quien conoce el valor de la ambigüedad: “Es un patriarca que es matriarca”. ¡Un bonus track para El laberinto de la soledad!
Su fervor es tan grande que incluso elogia a la selección nacional: “es un futbol tan auténtico como yo soy al cantar”. En la canción El Tremendo llega a Parral y no encuentra a nadie en la calle porque todos están en sus casas viendo el partido México-Brasil. Su pronóstico no responde a la estadística: México va a ganar porque así lo dicta la ilusión. Con ello no comente un despropósito; se une a la generosa tribu que llena los estadios para gritar: “¡Sí se puede!”. De ahí, el cantautor salta al prócer asesinado en esa ciudad: Pancho Villa. ¿Hay lógica en esto? Por supuesto que sí: los futbolistas que “juegan como nunca y pierden como siempre” pertenecen al país donde los héroes vencidos se convierten en ídolos. José Emilio Pacheco señaló que Villa perdió la Revolución pero ganó la literatura. El arte corrige lo que no pudo ser.
Las mezclas vuelven a ser insólitas en Obregón es Obregón, la tautología del título anuncia con eficacia que escucharemos ritmos que dependen de la repetición: la música disco, el rap y el hip hop. Para perfeccionar este homenaje a lo que se reitera sin cesar, la voz se duplica con un eco. Por si fuera poco, la canción comienza con un lamento que recuerda la llamada al rezo de un moacín en un minarete árabe. Todas las geografías llevan a Ciudad Obregón.
Hablar de la patria es, necesariamente, hablar del padre. Juan Gabriel recuerda al suyo, el arriero que apenas conoció, en De sol a sol. La canción comienza con un aire españolado que poco a poco se rinde a un eufónico nombre purépecha: Parácuaro, Michoacán.
Imposible detenerse en todas las piezas póstumas; sin embargo, vale la pena mencionar La tía Chuchu, que aborda una disyuntiva nacional: bajarle o subirle al radio. En un país que nació para comunicarse, donde el más tímido es chismoso y hasta el tartamudo propaga rumores, la música se ha vuelto omnipresente, lo cual causa controversias. El personaje de la tía Chuchu identifica la alegría con el alto volumen. Obviamente, Juan Gabriel toma partido por ella. Quienes llevan su música a todas partes y no soportan los remansos de silencio tienen en esta canción un himno a su medida.
El disco surgió de una necesidad escénica. El compositor decidió homenajear a las ciudades donde se presentaba. Otros artistas hubieran hecho una pieza-comodín, adaptable a distintos sitios, o nuevas versiones de canciones vernáculas. Pero Juan Gabriel era tan prolífico que de inmediato tuvo listas 11 canciones para una gira. Con ese material en su equipaje, resultó lógico pensar en un disco, al que se agregaron 13 piezas más. Lo significativo es que cada composición fue diseñada como un inesperado regalo para el público local, el apoteósico cierre de un concierto. De manera apropiada, estas despedidas integran el adiós póstumo del cantante.
México con escalas en mi corazón ofrece el mapa bailable de un país donde “la equis significa abrazo”. La autobiografía melódica de Juan Gabriel va de Puebla a Morelia, de Hermosillo a Cancún, de Tijuana a Tulum, de Uruapan a Guaymas. Si Los Del Río rindieron tributo a su linaje andaluz con la canción emblemática de Sevilla, el patriota emocional encuentra inspiración en todas las ciudades mexicanas. Consciente de que se dirige al público del lugar, elogia en plan superlativo: “Puebla es la más bonita ciudad de la Tierra entera” y “California sólo es una y es de acá”.
El compositor no se ocupa de las costumbres ni los problemas locales, sino de la forma en que la gente y el paisaje contribuyen al sentimiento.
A las muchas estadísticas que determinaron su gloria le faltaba una: convertir 1.973 millones de kilómetros cuadrados de territorio en el electrocardiograma de sus latidos. El resultado es México con escalas en mi corazón.
En 2023, Juan Gabriel regresó al modo de los mitos: para confirmar que no se ha ido.
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