James Salter |
LA ÚLTIMA NOCHE
Por Rodrigo Fresán
En una conversación con el escritor Dan Pope primero publicada en la revista The Believer y más tarde incluida en el imprescindible Believer Book of Writers Talking to Writers (2005), James Salter (nacido James Horowitz en Nueva York, 1925) se refiere a lo que para él constituye lo mejor y lo peor del oficio de escritor.
Lo peor es “Tener que hacerlo. Cualquiera te responderá lo mismo. O haberlo hecho y haber fallado”. Lo mejor es “La grandeza de ese mundo y sentirte parte de él. Hay una realidad en el mundo de la escritura que es mucho más grande que otras realidades aunque no pueda reemplazarlas. Cuando lees algo que te parece maravilloso no existe esa incómoda sensación de haber agotado algo. Siempre estará allí, esperando a que regreses. La emoción jamás desaparece”.
Dicho esto, cabe celebrar que Salter haya vuelto a hacerlo (lo más difícil y agotador) para que nosotros (lo más sencillo y gratificante) podamos experimentar una y otra vez la maravilla de la precisión y el lirismo de todos y cada uno de los relatos reunidos en La última noche.
Continuación natural ya desde su título de Anochecer (su único otro libro de relatos, editado en Estados Unidos en 1988), podría afirmarse que el tema más o menos común que relaciona a los diez cuentos de La última noche es la súbita revelación de un secreto, la dolorosa admisión de una oportunidad perdida o de un súbito giro hacia el camino equivocado, la iluminación de una zona más o menos oscura que, una vez alumbrada, aunque sea a la luz de una cerilla, ya nunca volverá a ser igual. O –mejor aún– en las palabras de Salter, en la conversación ya citada: “Todo el tiempo pasamos por situaciones de descubrimiento a lo largo de nuestras vidas. De pronto sabemos más de alguien o algo acerca de nosotros mismos”. La última noche –sus “héroes” no vencidos pero sí resignados– da cuenta también, según Salter, “no de la caída de los ídolos sino de la desaparición de un mundo, cuando todo lo que conoces es viejo… Es como haber cruzado toda una galaxia. Después de un tiempo empiezas a comprender de qué se trata…” Pero estos súbitos esclarecimientos salterianos poco y nada tienen que ver con los modales del satori zen o del resplandor chejoviano o de la epifanía joyceana. Lejos están también de los arranques casi místicos con los que John Cheever solía cerrar sus relatos o de los terminales principios con los que Raymond Carver abría la puerta de un momento de una historia. Lo de Salter –tal vez junto con Norman Mailer, luego del reciente fallecimiento de William Styron, el último exponente de un “modelo” de escritor Made in USA vitalista, bon-vivant, curtido por la experiencia pero sin perder nunca la elegancia– es algo raro, impreciso, y que pareciera empezar y terminar en sí mismo. Alguna vez afirmé que “Mientras que Hemingway es un artista de ‘lo macho’ y Fitzgerald de ‘lo masculino’, Salter, en cambio, es un artista de ‘la hombría’. Lo mismo pero diferente y –digámoslo rápido y en voz baja– tal vez mejor escrito”. No me desdigo ahora. También sigo pensando que Salter funciona como una mutación aventajada de los anteriores, al tiempo que se propone, tal vez sin pensarlo, como un virtual eslabón perdido entre la Generación Perdida y el Realismo Sucio. La suya es una delicadeza ruda que también se encuentra en los libros inspirados en sus misiones como soldado volador en la guerra de Corea (Piloto de caza, de 1956, The Arm of Flesh, de 1961 reescrito como Cassada en el 2001 y la auto-antología Gods of Tin, 2004) y, de una manera todavía más admirable y misteriosa en las novelas “civiles” que pueden ocuparse tanto de la poco confiable mirada del testigo más o menos cercano que teoriza sobre el amor de una pareja de desconocidos (la magistral Juego y distracción, de 1967), el inexorable fin de un matrimonio (Años luz, de 1975) o los ascensos casi existencialistas de dos escaladores de montañas (En solitario, de 1979) y que vuelve a disfrutarse aquí una vez más con la certeza de que Salter sabe lo que hace y que lo hace como ninguno. Compañero de juergas y hermano de armas de gente como Irwin Shaw y James Jones y George The Paris Review Plimpton, a quien está dedicado La última noche (¿para cuándo la necesaria traducción de esa granmemoir salteriana, publicada en 1997, que es Burning the Days?), alabado por nombres y estilos tan diversos y admirables como los de Susan Sontag y John Irving y Richard Ford y Michael Herr y Harold Bloom, comparado con Camus y con Monet, basta la lectura del cuento que da título a este libro, el último de la decena, para comprender lo incomprensible del genio de Salter. Una pequeña y terrible y crepuscular anécdota que otros narrarían como humorada color negro oscuro o como bestial leyenda urbana y doméstica. Salter, en cambio, opta por el camino en apariencia más sencillo pero en realidad más difícil: contar la historia con las palabras justas, un tono parejo y sin turbulencias, la calma de quien vuela por encima de las nubes de tormenta pero que también sabe que deberá volver a atravesarlas para poder aterrizar. Buenos reflejos y clase o, según Salter, “eso que llaman mi estilo y que no es más que la insistencia, por lo general inconsciente, en unas diez mil palabras que acaban configurando una suerte de huella digital y que determinan la naturaleza de lo que hago”. El que el lector sienta, con este último relato, lo mismo que ya sintió con los nueve anteriores no da lugar a dudas o permite pensar en milagros esporádicos: Salter –quien declaró estar escribiendo la que será su novela del adiós: “Mi piano todavía suena afinado y me gustaría hacer sonar una última nota. Ya saben, los escritores nunca se retiran. El único modo de detenerlos es arrastrarlos afuera y pegarles un tiro”– tiene muy buena puntería. Sobre todo cuando se trata de escribir “sobre ciertas personas y cosas porque sabes algo sobre ellas y quieres contarlas. La escritura es la consecuencia del deseo de contar. Y yo no soy uno de esos escritores que se dicen a merced de sus personajes. Yo tengo claro lo que les sucedió a ellos y más o menos sé cómo fue que eso les sucedió, no hay ninguna sorpresa para mí. Yo siempre he creído que las apuestas en la vida son en contra de uno, y por eso me gusta la gente que se lanza en busca de algo grande aunque esa grandeza en realidad no exista. Supongo que el estoicismo también tiene algo que ver. No es algo que yo intente analizar muy a menudo, pero eso no me funciona tan bien como el buscar ejemplos y ponerlos por escrito. Sí, de lo que se trata es de alcanzar la cima”.
Hecho entonces.
La cumbre de la grandeza del mundo, al otro extremo de la galaxia.
Allí, aquí arriba, donde no ha llegado nadie salvo él, James Salter ha clavado –ha regresado y ha vuelto a clavar– la huella digital de su inconfundible e inimitable bandera. ~
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