viernes, 17 de julio de 2015

Tomás Eloy Martínez / José Bianco


Tomás Eloy Martínez
QUERÍAMOS TANTO A PEPE
En la vida de toda persona siempre hay un momento de derrota, en el que la felicidad parece haber terminado sin remedio. A veces, sin embargo, ese momento se transfigura en una epifanía, en la revelación de luces que yacían dentro del ser y que se creían muertas.
Nadie esperaba en 1961 que José Bianco fuera algo diferente de lo que había sido hasta entonces: el discreto hombre de letras que durante más de veinte años dirigió junto a Victoria Ocampo la revista Sur, y a quien el ejercicio de ese periodismo literario, ya en vías de extinguirse, había permitido escribir sólo unas pocas ficciones. La obra de Bianco era entonces parca (no más de trescientas páginas en total, aun contando sus artículos ocasionales) y daba la impresión de haberse agotado: un libro de cuentos publicado en 1932, La pequeña Gyaros; una novela breve compuesta a instancias de Jorge Luis Borges para que pudiera ser incluida en la Antología de la literatura fantástica y que terminó llamándose Sombras suele vestir (1941), y un relato apenas más largo, Las ratas (1943), que varias veces había estado a punto de ser llevado al cine.
Hasta los adversarios de Sur admiraban a Bianco y admitían su inquebrantable honestidad intelectual, pero ya nadie esperaba nada de él, salvo la inteligencia de sus conversaciones, su corrosivo sentido del humor, la nobleza de su juicio. En 1953 se pensó que estaba a punto de terminar otra novela cuando el suplemento literario de La Nación publicó “Trelles”, extenso fragmento de un relato inconcluso, pero la continuación (si la había) se perdió en el limbo. Bianco corregía sus textos maniáticamente, se declaraba insatisfecho con todo lo que había escrito, y ese camino parecía llevarlo a ninguna parte.
Para colmo, su desinterés por toda forma de militancia política lo situaba al margen de los debates intelectuales que encumbraban a escritores más jóvenes y menos talentosos que él. “De la época en que vivía mi padre proviene mi poco interés por la política”, le diría a Antonio Prieto Taboada[1]. “Yo oía hablar demasiado de política en casa, de política electoral sobre todo, porque mi padre era radical y a los radicales les hacían fraudes. Entonces me cansó la política. A mí me trae sólo malos recuerdos.”
Fue sin embargo la política la que acudió a salvarlo de la rutina en 1961, bajo la forma de una invitación a La Habana para participar como jurado del premio Casa de las Américas. Bianco había salido poco de Buenos Aires: sólo unos meses a España durante la adolescencia, y luego año y medio a París, entre 1946 y 1947, con una beca exigua del gobierno francés. La modestia monacal con que vivía tornaba impensable la idea de otro viaje. Pero no fue por eso que decidió partir. Lo hizo porque ansiaba ver de nuevo a sus amigos José Rodríguez Feo y Virgilio Piñera, quienes, tras exiliarse en Buenos Aires durante la dictadura de Batista, estaban de vuelta en Cuba luego del triunfo de Fidel Castro.
Días antes de que le llegara la invitación, Bianco —Pepe, como le decían todos— empezó a soñar con la muerte. Esos sueños lo inquietaban tanto que duplicó las dosis de láudano y embutal con que mitigaba sus tenaces insomnios. Nada cambió: de todos modos soñaba. Una noche soñó que su padre le regalaba una caja llena de fotos y papeles viejos. Era un padre imponente, con una voz de trueno, en nada parecido al padre verdadero. Este padre del sueño lo hizo tomar asiento en una silla de niño y, de pie frente a él, leyó con tono imperativo las cartas que había escrito a la madre antes de que se casaran. Eran cartas obscenas, con muchos párrafos copiados de las que Joyce envió a Nora Barnacle en 1909, cuando vivía atormentado por la idea de que Nora le era infiel. El padre del sueño le mostró luego unas fotos tomadas en la playa, donde la madre se besaba con otros hombres. Uno de esos hombres se parecía a él, a Bianco, pero en la foto era muchísimo más viejo y estaba muriendo.
“Los sueños son un anuncio”, le dijo a Victoria Ocampo. “Este año voy a morir.” Le parecía un hecho natural, por el que no sentía miedo ni tristeza ni compasión: sólo la vaga impresión de que no estaba en ninguna parte.
La carta que le cambiaría la vida llegó a fines de octubre, en 1960. Estaba leyendo un párrafo del editorial que había escrito Victoria para celebrar el trigésimo aniversario de Sur cuando le entregaron el paquete de la correspondencia. A su lado, Juan José Hernández, el poeta tucumano que se había convertido en su amigo íntimo, corregía “El ahijado”, uno de sus cuentos.
“Pepe recibía cientos de cartas por mes”, recordó Hernández treinta y cinco años más tarde. “Catálogos de editoriales, poemas y cuentos enviados espontáneamente por autores de provincias, invitaciones a comer de señoras maduras, avisos de exposiciones. Le llegaban revistas del mundo entero, casi todas inútiles. Aquella tarde, en Sur, recorrió distraído los sobres de la correspondencia y los arrojó al cesto de la basura, sin abrirlos. A través de la ventana se veían las luces anaranjadas de la tarde y las ráfagas de hollín que ensombrecían Buenos Aires. ‘Hay una carta de Casa de las Américas’, me dijo Pepe. ‘Ha de traer propaganda de libros, como siempre’. Por curiosidad recuperé el sobre y leí la carta. ‘Te invitan a viajar a La Habana, como jurado del concurso de cuentos. Quieren que vayas a fines de enero’ ”.
Sin pensarlo dos veces, Pepe llamó por teléfono a Victoria Ocampo y le dio la noticia. En el editorial sobre el trigésimo aniversario de Sur que él acababa de leer, Victoria se pronunciaba a la vez contra “la dictadura del dólar de los Estados Unidos” y los mots d’ordre así, en un viaje a La Habana no le haría ninguna gracia, pero el gerente de la editorial Sur, H. A. Murena, acababa de viajar a Washington invitado por el Departamento de Estado y nada había ocurrido. [Bianco y Murena] “son personalidades muy distintas y muy acentuadas”, había escrito Victoria en el editorial. “No siempre estoy de acuerdo con ellos ni ellos conmigo, pero creo que hemos llegado a respetar mutuamente nuestras diferencias.”
Para evitar toda discusión, Pepe anunció de entrada que la decisión de viajar ya estaba tomada.
—Ni se le ocurra hacerlo —ordenó Victoria con un tono inapelable—. El gobierno de Fidel Castro se ha plegado al comunismo, y si usted viaja compromete a la revista.
Bianco no dio el brazo a torcer. Insistió en que lo habían invitado a título personal, y Victoria lo amenazó con publicar en Sur una nota en la que deslindaba posiciones.
—¿Para qué? —observó Bianco—. Las aclaraciones me parecen ridículas. Me invitan no por la revista, sino por ser quien soy. Si publica la nota, renuncio.
—Como le parezca —respondió Victoria, creyendo que se trataba de un desplante.
Ambos eran tercos. En el número 269 de Sur, la directora incluyó una carta en la que informaba que el viaje de Bianco a Cuba nada tenía que ver con la revista “donde trabaja, desde hace años, con tanta eficacia”. Y, tal como había dicho, el jefe de redacción entregó la renuncia al día siguiente de su regreso.
Nadie vio en ese gesto un acto de solidaridad con la revolución cubana, porque no lo era. Se lo juzgó como algo mucho más infrecuente: un acto de independencia intelectual, de coraje, de respeto por el pensamiento ajeno.
Una noche de marzo, en 1961, Victoria se cruzó con Juan José Hernández a la entrada del diario La Prensa.
—¿Qué opina sobre lo que me ha hecho Pepe? —le dijo—. Tanta alharaca por una aclaración sin importancia.
—Si la aclaración no tenía importancia, no la hubiera publicado, Victoria —replicó Juan José.
A partir de aquel momento de conflicto, la imagen que Bianco proyectó fue distinta de la que se había cristalizado durante casi tres décadas: no habría de ser ya el oscuro monje medieval que en el edificio de la calle Viamonte —donde Sur tenía sus oficinas— “clarificaba” y hasta reescribía en silencio los manuscritos de los maestros, bajo la mirada vigilante de la madre abadesa, sino un creador que se adelantaba a comprender hacia dónde soplaban los vientos de la literatura.
Aunque los escritores europeos —y sobre todo los franceses e ingleses— siguieron siendo la pasión de Bianco, él fue de los pocos argentinos en advertir que “por primera vez en la historia cultural de América latina, los acontecimientos del continente eran de mayor importancia que las tendencias de Europa”[2]. Descubrió a los poetas uruguayos decadentes de comienzos de siglo —Herrera y Reissig, Roberto de las Carreras— y advirtió, con extrañeza, que una página de García Márquez o de Alejo Carpentier podían conmoverlo tanto como una de Henry James. Era como si a la realidad, hasta entonces tan simple, le brotara todos los días una hermana melliza.
De su desencuentro con Sur nacieron años de maravillosa y desconocida fertilidad: traducciones, ensayos, una novela de casi cuatrocientas páginas, becas, honores, viajes.
Mientras en México y Venezuela le consagraban ediciones especiales, lo condecoraban en Francia, y en Estados Unidos lo traducían y lo estudiaban en las universidades, en la Argentina seguía pesando sobre su obra un incomprensible silencio que todavía no ha cesado.


Borges solía advertir que para un escritor es tan importante escribir la propia obra como hacer de sí mismo un personaje memorable. Oscar Wilde, Baudelaire, Pound, deben su posteridad no tanto a lo que dijeron como a lo que lograron que se dijera de ellos. Con Bianco sucedió a la inversa: la voluntad de ser una persona sin estridencias eclipsó durante mucho tiempo el valor de sus narraciones, a las que especialistas tan dispares como los mexicanos Héctor Manjarrez y Octavio Paz, el venezolano Juan Liscano y la argentina María Luisa Bastos —quien lo sucedió como jefe de redacción en Sur— consideran ya clásicos de la lengua.
A la vida de Bianco le pasaron pocas cosas. Había nacido en 1908 en una zona de Buenos Aires —el barrio norte, de edificios altos y ruidosos como pajareras— de la que nunca quiso moverse. A los catorce o quince años empezó a escribir cuentos que consideraba “artificiales”. Con uno de ellos, “El gong”, visitó en 1925 a Horacio Quiroga, al que los argentinos reverenciaban como un maestro comparable a Kipling y a Conrad. Quiroga lo alentó, ponderó su imaginación, y esa leve inclinación de cabeza bastó para que Bianco no se apartara ya de la literatura.
El sótano de la casa familiar estaba lleno de libros y él se alimentaba allí sin censuras: Cervantes, Voltaire, Proust, Gide. Comenzó a escribir reseñas en la revista Nosotros y en La Nación. A los veintiún años logró que el suplemento dominical de ese diario le publicara algunos cuentos en rápida sucesión —“La visitante”, “Rosalba”, “El límite”—, y las voces de aprobación que oía lo animaron a reunirlos en un volumen que editó por su cuenta. La obra, aparecida en 1932, se llamó La pequeña Gyaros, en alusión a la isla griega donde se castiga a los parricidas. Vivió un fugaz momento de felicidad cuando un jurado de escritores notables concedió a ese librito —del que después abjuraría— el premio “Biblioteca del Jockey Club”.
Los años que sobrevinieron fueron desdichados. Su padre, un radical amigo de Marcelo de Alvear, quedó encargado del bufete del ex presidente durante el régimen militar de José Felix Uriburu. Pagó esa amistad con fugas a Montevideo, persecuciones y por fin, al comenzar el gobierno de Agustín P. Justo, el exilio. “Los radicales tuvieron que elegir entre Europa y la cárcel de Tierra de Fuego”, contaría Bianco. “Mi padre eligió Europa y allí murió. Era amigo del rector de la Universidad d Barcelona y fue a presenciar una cátedra de Derecho Político. Le pidieron que tomara la palabra y él dijo algunas frases de gratitud a España, que era tierra de libertad en aquella época de la república. Cuando terminó, se sentó y tuvo un ataque al corazón. Así murió.”
Sin recursos, Pepe aceptó un empleo en la biblioteca de Obras Sanitarias de la Nación. Distraído, con esa torpeza que se torna extrema en quienes deben hacer lo que no les interesa, sufrió lo indecible en su celda de burócrata. La situación empeoró cuando le encomendaron la traducción de artículos técnicos y se hizo insoportable más tarde, en la asesoría legal de la empresa. Que Victoria Ocampo lo convocara para trabajar en Sur fue para él una bendición inesperada, aunque el ínfimo sueldo de la revista seguía forzándolo a retener el trabajo de Obras Sanitarias.
Desde Sur reinventó la literatura argentina: concedió a Borges un lugar de privilegio en casi todos los números de la revista, abrió el camino a jóvenes iconoclastas como H. A. Murena y Juan José Sebreli, cobijó con generosidad la poesía de Alberto Girri y discutió de igual sus criterios de trabajo con escritores de los que podría haber sido el padre.
Una generosidad tan extrema sólo podía provenir de alguien seguro de su talento. Cierto día de 1957, Juan José Hernández le llevó su segundo libro de poemas, Claridad vencida, con la esperanza de que Pepe ordenara alguna reseña en Sur. Hizo más que eso: se convirtió en su consejero, en su maestro. “Se lo puede llamar así, maestro”, ha dicho Hernández, “porque era capaz de admirar lo que menos se le parecía”.
Bianco convirtió a Hernández en su heredero: le dejó la inmensa biblioteca familiar y el departamento de la calle Juncal donde vivió tres décadas y murió en abril de 1986. Hernández trasladó allí sus talleres para escritores, pero sólo por unos pocos meses. El incesante ruido del tránsito —que Pepe mitigaba poniéndose algodones en los oídos— y los cuartos sombríos lo forzaron a mudarse a tres cuadras más al norte. En el austero living de su nueva casa enumeró, diez años después de la muerte de Pepe, algunas de las injusticias que cometieron contra él en Buenos Aires: no recibió otro premio que el municipal y la Sociedad Argentina de Escritores no le confirió nunca su Gran Premio de Honor. “Culpa de los mediocres”, observa. “Los mediocres hacen siempre carrera en las instituciones.”


Al poco tiempo de entrar en Sur, Bianco escribió dos ficciones tal vez perfectas: Sombras suele vestir y Las ratas, en las que el autor siempre parece saber más de lo que dice y el lector parece estar siempre mirando más cosas de las que puede. En la primera, el amante de una joven que se ha prostituido para sostener a su familia sigue viéndola como si estuviera viva aun mucho después de que ella se suicida. En Las ratas, un adolescente envenena a su medio hermano para poder descifrarlo. La realidad en Bianco es siempre esquiva, múltiple, como si el sentido (y los sentidos) estuviera en muchas partes a la vez.
Casi desde el mismo momento en que terminó Las ratas, Pepe se puso a trabajar en La pérdida del reino, la obra que sólo publicaría treinta años más tarde, en 1972. También allí la narración se mueve como un juego de espejos que se corrigen a sí mismos. Rufino Velázquez ha dejado al morir una colección de cajas que contienen fragmentos de una novela fracasada, pero esa colección sirve no sólo de para que la novela asuma alguna forma sino, sobre todo, para que la vida de Rufino pueda ser narrada. Todo es sustituible y desmentible, todo lo que se lee y se oye es el fragmento o el eco de algo que se desvanece.
Entre 1962 y 1966 Bianco trabajó en la Editorial Universitaria de Buenos Aires junto al legendario Boris Spivacow como director de una colección sobre la vida y obra de clásicos latinoamericanos —Genio y Figura— que aún ahora se vende a precio de oro en las librerías de viejo. Casi inadvertidamente reconstruyó durante aquellos años su inquebrantable amistad con Victoria. Ella lo visitó en el departamento de la calle Juncal un atardecer de otoño, en 1964, cuando supo que la madre de Pepe estaba enferma de gravedad, y al domingo siguiente él fue a tomar el té en la esquina de San Isidro donde Victoria le preparó las crêpes con mermelada de frambuesa que le gustaban tanto. A través de Pepe, ella se acercó por primera vez a las ficciones de Vargas Llosa, de Carlos Fuentes, de Juan Rulfo, y se dejó seducir por la originalidad con que los tres narraban el mundo con palabras y paisajes que a nadie se le había ocurrido antes. “Cuando hablo con Pepe”, me dijo Victoria un domingo de 1966, “me siento una persona extraña que está viviendo en otra parte”. “Ha de ser incómodo”, le comenté. “No; es muy agradable”, replicó ella. “Es como si entráramos a un teatro y viéramos pasar la vida sin ningún compromiso.”
Victoria solía imitar con fruición el acento nasal de Pepe, que según ella era una marca de familia. “Todos los Bianco hablan con esos códigos nasales, y a veces emiten sonidos que sólo ellos entienden”, decía. A su vez, Pepe se divertía remedando las poses autoritarias de Victoria, con las manos en la cintura y el mentón imperioso, mussoliniano.
Vi a Bianco muchas veces entre 1967 y 1969, cuando él estaba sumido en la escritura de La Pérdida del reino. Un mediodía de verano le conté que yo también iba a viajar a La Habana. Me habían pedido que entrevistara a José Lezama Lima y sentía curiosidad por entender esa revolución que Sartre describía como una hazaña en la que se conciliaban la libertad y la justicia. Pepe insistió en que no dejara de ver allí a sus amigos del alma —Virgilio Piñera y José Rodríguez Feo— y, como la isla padecía uno de sus crónicos desabastecimientos, llenó mi valija de regalos: cajas de leche en polvo, latas de corned beef, jamones, paquetes de frutas abrillantadas y dulce de membrillo. Le conté, al volver, que me habían decomisado todos los víveres en el aeropuerto y que, en compensación por la pérdida, Piñera me había llevado a pasear por viejos almacenes cercanos a la catedral, de cuyos techos habían colgado tantos jamones en el pasado que todavía el olor seguía persistiendo.
Después pasé casi diez años sin verlo. El aire argentino estaba emponzoñado por las dictaduras cada vez más ciegas y por turbulencias de las guerrillas. En 1973 supe que Bianco había ido a Montreal y que, al pasar por Nueva York, lo había desmayado un cólico sorpresivo. Le descubrieron cálculos en la vesícula y debieron operarlo de urgencia. En el hospital tuvo el presentimiento de que los sueños de muerte regresarían y, en verdad, empezaron a presentársele poco a poco. Se soñaba convertido en una caverna de celdillas donde las abejas almacenaban la cera, desfigurándolo. Despertaba asfixiado, con un desasosiego que le duraba el día entero y que sólo se apagaba con tranquilizantes. Valium, Mesontil, éter. A fines de aquel año lo derribó un infarto, al que sobrevivió sin cicatrices, y luego otro, más leve.
Cuando hablaba, lo acometían toses repentinas. Todo se le atragantaba: la saliva, los sorbos de té, la conciencia de que era un ser vivo y respiraba. Se distraía traduciendo. Volvió a los cuentos de Ambrose Bierce, de Melville y de Henry James que tanto placer le habían deparado en otros tiempos. Suprimía los adjetivos, descarnaba las frases, trataba de que las vocales castellanas remedaran la aspereza de las consonantes inglesas. Como casi no tenía fuerzas para sentarse a la máquina, escribía a mano. Su caligrafía era enrevesada, minúscula, como el rastro de una hormiga perdida. El único que entendía su letra era Juan José Hernández, peor no siempre podía descifrarla por completo.
A comienzos de abril de 1986 reunió a sus amigos más cercanos en el departamento de la calle Juncal. “Tengo tanto miedo de soñar que ya no quiero dormir”, les dijo. “Anoche soñé que era otra vez José Bianco y que para seguir viviendo tenía que escribir de nuevo todo lo que ya escribí en la vida. Esa sola idea me volvió a matar.”
Juan José Hernández vio que, en verdad, el presentimiento de la muerte le había afilado la cara y le aconsejó que se internara cuanto antes en el Instituto del Diagnóstico para una revisión general. A Pepe le pareció inútil. “¿De qué sirve?”, dijo. “Lo que me ha enfermado son los sueños, y los sueños no tienen cura.” Otro de los amigos, el novelista Héctor Libertella, trató de animarlo leyéndole el prólogo que Borges había escrito para un nuevo libro de Pepe, Ficción y reflexión, en el que se compilaba casi toda su obra. “José Bianco”, dictaminaba Borges, es uno de los primeros escritores argentinos y uno de los menos famosos. La explicación es fácil. Bianco nunca cuidó su fama…” Pepe interrumpió la lectura. “Este es un año de yeta”, dijo. Yeta era una de sus palabras favoritas. Si la usaba, era una señal de que ya no se opondría a ninguna adversidad.
Le descubrieron un enfisema pulmonar. Tenía los bronquios tan obstruidos que ni siquiera podía apagar un fósforo. Empezó a desaparecer cada vez más, día tras día. Por la tarde perdía la memoria de lo que había sucedido en la mañana y a la mañana siguiente le regresaban los recuerdos de una semana atrás pero no los de la infancia y la juventud, de los que había brotado su obra entera. Él, que sabía recitar a libro cerrado Las flores del mal, todos los poemas de Verlaine y de Rimbaud y las cinco grandes tragedias de Shakespeare, de pronto no se acordaba de ningún verso. Trataba de atrapar las palabras perdidas con tanta desesperación que le dolían los pensamientos. “Ya no soy más yo”, decía. “La yeta me ha convertido en un cero a la izquierda.”
Un domingo, el 20 de abril de 1986, los médicos lo dieron de alta. Atravesado por un laberinto de tubos, jeringas y máscaras de oxígeno, Pepe regresó al departamento de la calle Juncal. Con ese atavío de víctima se instaló en su escritorio y reescribió, a mano, el prólogo que veinte años atrás había compuesto para una colección de cuentos de Ambrose Bierce. El esfuerzo lo dejó exhausto. Llamó por teléfono a Juan José Hernández y le pidió que dactilografiara el borrador.
—Quiero morir —le dijo, con una voz de ceniza.
—¿Para qué? —replicó Juan José— Estás mejorando tanto que ni siquiera tenés malos sueños.
—Ni buenos ni malos. —corrigió Pepe—. Si no sueño más es porque me queda sólo un sueño, y ése va a ser el último.
El miércoles por la noche, el amigo pasó a verlo, con el prólogo ya pasado en limpio. Pepe le pidió que se sentara junto a la cama, lo tomó de la mano y se la retuvo un largo rato.
—Mañana vuelvo a verte —le dijo Hernández.
—¿Mañana? —preguntó Pepe—. Te espero.
A las dos de la madrugada del jueves 24, la enfermera que cuidaba a Bianco le quitó la máscara de oxígeno para darle un sorbo de agua. Le sorprendió que le sonriera. Luego, lo vio respirar profundamente y llevarse la mano al corazón. Un último infarto lo había derrotado.
En todas las fotos se ve sonreír a Bianco. Siempre sonreía, con mordacidad y con ternura. Sonreía ante las torpezas del mundo y ante sus propias torpezas, descreía de los raros bienes materiales que pasaban por sus manos, amaba la parquedad, la discreción, el pudor, y sabía ponerse en el lugar del otro con una sabiduría de la que pocos hombres son capaces. Como muchas otras grandezas de este siglo, también la de Pepe pasó inadvertida.
(1996)


[1] Entrevista de Prieto Taboada en Nueva York a fines de 1980 y en Buenos Aires entre abril y mayo de 1981. Fragmentos de esa conversación fueron publicados en Maryland por la revista “Hispamérica” en 1988.
[2] John King, Sur, Fondo de Cultura Económica, p.215



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