miércoles, 1 de julio de 2015

James Salter / En solitario / Reseña de Rodrigo Fresán


James Salter

La montaña trágica


RODRIGO FRESAN 15 ENE 2005

La aventura de un ex marine convertido en escalador sirve a James Salter para desplegar una reflexión sobre las obsesiones. En solitario nació de un encargo de Robert Redford que no llegó a convertirse en película.
Escriba sobre lo que escriba James Salter -el comienzo del amor en Juego y distracción, los cielos peligrosos de la guerra de Corea en Pilotos de caza, el crepúsculo de un matrimonio en Años luz o las traiciones y alianzas en los relatos de Anochecer- en realidad siempre nos está contando lo mismo. O mejor dicho: Salter nos lo cuenta con esos mismos modales que le han valido comparaciones tanto con Camus como con Monet. Porque por delante de las tramas -en las que hombres y mujeres parecen plácidamente suspendidos en el ámbar de turbulentas existencias- lo que prima en Salter es la exquisitez impresionista del lenguaje; la desafiante voluntad de contarlo todo con las palabras justas y exactas; y el magistral logro de conseguirlo sin que se note el esfuerzo detrás de la sólo en apariencia sencillez del trazo. Alguna vez interrogado acerca de cómo había alcanzado lo que para muchos -entre ellos John Irving, Richard Ford, Susan Sontag, Michael Herr y Harold Bloom- era la perfección, Salter le restó mérito al asunto con un "eso que llaman mi estilo no es más que la insistencia, por lo general inconsciente, en unas 10.000 palabras que acaban configurando una suerte de huella digital y que determinan la naturaleza de lo que hago".

EN SOLITARIO

James Salter
Traducción de Concha Cardeñoso Sáenz de Miera
El Aleph. Barcelona, 2005
220 páginas. 19,90 euros
En solitario -surgida de un proyecto frustrado por encargo de Robert Redford, para quien Salter ya había escrito, en 1969, el guión con esquiador existencialista de la aclamada El descenso de la muerte, de Michael Ritchie- no es la excepción a esa regla y huella. Y es una suerte que así sea. Volvemos a tener entonces a un héroe romántico en el mejor sentido de la palabra, a sus amores imposibles porque suceden a ras del suelo, a sus retos íntimos y públicos. Y, seguro, en algún lugar Hemingway sonríe satisfecho -o quizá se retuerce de furia- ante el talento de este alumno que superó con creces al maestro a la hora del diálogo lacónico, la descripción reveladora y la aplicación de la teoría del iceberg que aquí se convierte en la teoría de la montaña.

Lo que narra En solitario -de la que ya hubo una edición argentina a principios de los ochenta como Cimas solitarias- es la odisea física y mental de Vern Rand. Un exmarine, restaurador de tejados de iglesias y compulsivo escalador -inspirado libremente en el mítico alpinista Gary Hemmings- empeñado en conquistar la cima del Dru, en los Alpes franceses y, de paso, a sí mismo. El arriesgado rescate de un par de italianos lo convierte en celebridad fugaz y fugitiva así como en ídolo a derrocar para sus camaradas. Pero lo que verdaderamente importa es lo que sucededentro de Rand: lo que piensa y siente acerca de sus mujeres, de sus rivales y amigos, y del monumental paisaje que lo rodea en el que el indomable pico nevado adquiere la misma potencia individual y metafórica de una escurridiza ballena blanca o de un paraíso perdido a recuperar: "La roca es como la superficie del mar, constante pero nunca igual. No hay dos escaladores que hagan la misma ruta de la misma manera. La forma de agarrarse, la confianza, el deseo de cada cual nunca son iguales. A veces, la vía se estrecha, escasean los agarres, no hay donde escoger -la montaña es inflexible en sus exigencias-, pero en general, cada cual escala a su gusto. Naturalmente, existen unos principios".

Salter habita y hace suya la mística y la patología de los escaladores -la trágica épica de hombres buscando desesperadamente los espacios abiertos para así poder encerrarse todavía más en ellos- sin que esto signifique que En solitario sea un obsesivo exposé de tribu al estilo Tom Wolfe. Todo lo contrario. Aquí pesan más los elocuentes silencios de las cimas o la eléctrica descripción de un hombre alcanzado por un relámpago que el bombardeo de datos o la estática de la jerga. Y lo que termina imponiéndose es la determinada resignación de Rand al que -habiendo subido a lo más alto- sólo le resta desaparecer a nivel del mar, transfigurado y redimido, para que sólo así pueda ascender su leyenda sin retorno: "A pesar de todo, hablaban de él, que era lo que siempre había querido. Los hechos mismos se superan, pero el personaje singular pervive. Finalmente llegó el día en que comprendieron que jamás sabrían nada con certeza. Rand lo había logrado aunque no supieran cómo... Se había ido".
Redford se lo perdió. Mejor para nosotros. La película jamás habría sido tan buena como esta novela.

En las alturas

"LA FUERZA AÉREA: yo me la comí y me la bebí, estuve a su lado sin considerar el día o el clima, recité su discurso infinito, le entregué mi corazón", escribió James Salter (bautizado James Horowitz en Nueva York, 1925) a la hora de recordar lo que originalmente fue: un piloto de combate que un día descubrió que había sido "contaminado por el agente patógeno de la literatura". Y sí: Irwin Shaw y Norman Mailer y Joseph Heller y James Jones y Kurt Vonnegut fueron a la guerra y vivieron para contarlo; pero ninguno de ellos lo hizo con el estoico lirismo de James Salter. A partir de 1956, Salter -alguna vez definido como "el más secreto de los escritores secretos"- se convirtió en escritor, guionista de cine, bon vivant y leyenda reverenciada por sus colegas. Y allí sigue estando. Meses atrás publicó Gods of Tin: un librito sobre el acto de volar a partir de extractos de sus dos primeras novelas -Pilotos de caza (1956) y el corregido The Arm of Flesh (1961, reeditado como Cassada en 2000)-, fragmentos de su deslumbrante autobiografía Burning the Days (1997) y un diario de combate inédito hasta la fecha.
Y -buenas noticias- Salter está a punto de publicar, el próximo abril, una nueva novela: Last Night. Para decirlo con sus palabras: "Mi piano todavía suena afinado y me gustaría hacer sonar una última nota. Ya saben, los escritores nunca se retiran. El único modo de detenerlos es arrastrarlos afuera y pegarles un tiro".

                        EL PAÍS


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