CINCUENTA SOMBRAS DE GREY
2
El corazón me late muy deprisa. El ascensor llega a la planta baja y salgo en
cuanto se abren las puertas. Doy un traspié, pero por suerte no me doy de
bruces contra el inmaculado suelo de piedra. Corro hacia las grandes puertas de
vidrio y por fin salgo al tonificante, limpio y húmedo aire de Seattle. Levanto
la cara y agradezco la lluvia, que me refresca. Cierro los ojos y respiro
hondo, dejo que el aire me purifique e intento recuperar la poca serenidad que
me queda.
Ningún hombre me había
impactado como Christian Grey, y no entiendo por qué. ¿Porque es guapo?
¿Educado? ¿Rico? ¿Poderoso? No entiendo mi reacción irracional. Suspiro
profundamente aliviada. ¿De qué diablos va esta historia? Me apoyo en una
columna de acero del edificio y hago un gran esfuerzo por tranquilizarme y
ordenar mis pensamientos. Muevo ligeramente la cabeza. ¿Qué ha pasado? Mi
corazón recupera su ritmo habitual y puedo volver a respirar normalmente. Me
dirijo al coche.
Dejo atrás la ciudad repasando mentalmente la entrevista y empiezo a sentirme idiota y avergonzada. Seguro que estoy reaccionando desproporcionadamente a algo que solo existe en mi cabeza. De acuerdo, es muy atractivo, seguro de sí mismo, dominante y se siente cómodo consigo mismo, pero por otra parte es arrogante y, por impecables que sean sus modales, es dictador y frío. Bueno, a primera vista. Un involuntario escalofrío me recorre la espina dorsal. Puede ser arrogante, pero tiene derecho a serlo, porque ha conseguido grandes cosas y es todavía muy joven. No soporta a los imbéciles, pero ¿por qué iba a hacerlo? Vuelvo a enfadarme al pensar que Kate no me proporcionó una breve biografía.
Mientras recorro la
interestatal 5, mi mente sigue divagando. Me deja de verdad perpleja que haya
gente tan empeñada en triunfar. Algunas respuestas suyas han sido muy
crípticas, como si tuviera una agenda oculta. Y las preguntas de Kate… ¡Uf! La
adopción y que si era gay… Se me ponen los pelos de punta. No me puedo creer
que le haya preguntado algo así. ¡Tierra, trágame! De ahora en adelante, cada
vez que recuerde esta pregunta me moriré de vergüenza. ¡Maldita sea Katherine
Kavanagh!
Echo un vistazo al
indicador de velocidad. Conduzco con más precaución de la habitual, y sé que es
porque tengo en mente esos penetrantes ojos grises que me miran y una voz seria
que me dice que conduzca con cuidado. Muevo la cabeza y me doy cuenta de que
Grey parece tener el doble de edad de la que tiene.
Olvídalo, Ana, me regaño a
mí misma. Llego a la conclusión de que, en el fondo, ha sido una experiencia
muy interesante, pero que no debería darle más vueltas. Déjalo correr. No tengo
que volver a verlo. La idea me reconforta. Enciendo la radio, subo el volumen,
me reclino hacia atrás y escucho el ritmo del rock indie mientras piso
el acelerador. Al surcar la interestatal 5 me doy cuenta de que puedo conducir
todo lo deprisa que quiera.
Vivimos en una pequeña comunidad de casas pareadas cerca del campus de la Universidad Estatal de Washington, en Vancouver. Tengo suerte. Los padres de Kate le compraron la casa, así que pago una miseria de alquiler. Llevamos cuatro años viviendo aquí. Aparco el coche sabiendo que Kate va a querer que se lo cuente todo con pelos y señales, y es obstinada. Bueno, al menos tiene la grabadora. Espero no tener que añadir mucho más a lo dicho en la entrevista.
—¡Ana! Ya estás aquí.
Kate está sentada en el
salón, rodeada de libros. Es evidente que ha estado estudiando para los
exámenes finales, aunque todavía lleva puesto el pijama rosa de franela de
conejitos, el que reserva para cuando ha roto con un novio, para todo tipo de
enfermedades y para cuando está deprimida en general. Se levanta de un salto y
corre a abrazarme.
—Empezaba a preocuparme.
Pensaba que volverías antes.
—Pues yo creo que es
pronto teniendo en cuenta que la entrevista se ha alargado…
Le doy la grabadora.
—Ana, muchísimas gracias.
Te debo una, lo sé. ¿Cómo ha ido? ¿Cómo es?
Oh, no, ya estamos con la
santa inquisidora Katherine Kavanagh.
Me cuesta contestarle.
¿Qué puedo decir?
—Me alegro de que haya
acabado y de no tener que volver a verlo. Ha estado bastante intimidante, la
verdad. —Me encojo de hombros—. Es muy centrado, incluso intenso… y joven. Muy
joven.
Kate me mira con expresión
cándida. Frunzo el ceño.
—No te hagas la inocente.
¿Por qué no me pasaste una biografía? Me ha hecho sentir como una idiota por no
tener idea de nada.
Kate se lleva una mano a
la boca.
—Vaya, Ana, lo siento… No
lo pensé.
Resoplo.
—En general ha sido
amable, formal y un poco estirado, como un viejo precoz. No habla como un tipo
de veintitantos años. Por cierto, ¿cuántos años tiene?
—Veintisiete. Ana, lo
siento. Tendría que haberte contado un poco, pero estaba muy nerviosa. Bueno,
me llevo la grabadora y empezaré a transcribir la entrevista.
—Parece que estás mejor.
¿Te has tomado la sopa? —le pregunto para cambiar de tema.
—Sí, y estaba riquísima,
como siempre. Me encuentro mucho mejor.
Me sonríe agradecida. Miro
el reloj.
—Salgo pitando. Creo que
llego a mi turno en Clayton’s.
—Ana, estarás agotada.
—Estoy bien. Nos vemos
luego.
Trabajo en Clayton’s desde que empecé en la universidad, hace cuatro años. Como es la ferretería más grande de la zona de Portland, he llegado a saber bastante sobre los artículos que vendemos, aunque, paradójicamente, soy un desastre para el bricolaje. Esto se lo dejo a mi padre.
Me alegra llegar a tiempo, porque así tendré algo en lo que pensar que no sea Christian Grey. Tenemos mucho trabajo. Como acaba de empezar la temporada de verano, todo el mundo anda redecorando su casa. La señora Clayton parece aliviada al verme.
—¡Ana! Pensaba que hoy no
vendrías.
—La cita ha durado menos
de lo que pensaba. Puedo hacer un par de horas.
—Me alegro mucho de verte.
Me manda al almacén a
reponer estanterías, y no tardo en centrarme en mi trabajo.
Más tarde, cuando vuelvo a casa, Katherine lleva puestos unos auriculares y trabaja en su portátil. Todavía tiene la nariz roja, pero está metida de lleno en su artículo, muy concentrada y tecleando frenéticamente. Yo estoy agotada, rendida por el largo viaje en coche, por la dura entrevista y por no haber parado de aquí para allá en Clayton’s. Me dejo caer en el sofá pensando en el trabajo de la facultad que tengo que terminar y en que no he podido estudiar nada porque estaba con… él.
—Lo que me has traído está
genial, Ana. Lo has hecho muy bien. No puedo creerme que no aceptaras su oferta
de enseñarte el edificio. Está claro que quería pasar más rato contigo.
Me lanza una fugaz mirada
burlona.
Me ruborizo e
inexplicablemente mis pulsaciones se aceleran. Seguro que no era por eso. Solo
quería mostrarme el edificio para que viera que era el amo y señor de todo
aquello. Soy consciente de que estoy mordiéndome el labio y confío en que Kate
no se dé cuenta, pero mi amiga parece estar concentrada en la transcripción.
—Ya entiendo lo que
quieres decir con eso de formal. ¿Tomaste notas? —me pregunta.
—Mmm… No.
—No pasa nada. Con lo que
hay me basta para un buen artículo. Lástima que no tengamos fotos propias. El
hijo de puta está bueno, ¿no?
Me ruborizo.
—Supongo.
Intento dar a entender que
me da igual, y creo que lo consigo.
—Vamos, Ana… Ni siquiera
tú puedes ser inmune a su atractivo.
Me mira y alza una ceja
perfecta.
¡Mierda! Siento que me
arden las mejillas, así que la distraigo haciéndole la pelota, que siempre
funciona.
—Seguramente tú le habrías
sacado mucho más.
—Lo dudo, Ana. Vamos… casi
te ha ofrecido trabajo. Teniendo en cuenta que te lo endosé en el último
minuto, lo has hecho muy bien.
Me mira interrogante. Me
retiro corriendo a la cocina.
—Dime, ¿qué te ha
parecido?
Maldita sea, no para de
preguntar. ¿Por qué no lo deja de una vez? Piensa algo, rápido.
—Es muy tenaz, controlador
y arrogante… Da miedo, pero es muy carismático. Entiendo que pueda fascinar —le
digo sinceramente con la esperanza de que se calle de una vez por todas.
—¿Tú, fascinada por un
hombre? Qué novedad —me dice riéndose.
Como estoy preparándome un
bocadillo, no puede verme la cara.
—¿Por qué querías saber si
era gay? Por cierto, ha sido la pregunta más incómoda. Casi me muero de
vergüenza, y a él le ha molestado que se lo preguntara.
Frunzo el ceño al
recordarlo.
—Cuando aparece en la
prensa, siempre va solo.
—Ha sido muy incómodo.
Todo ha sido incómodo. Me alegro de no tener que volver a verlo.
—Venga, Ana, no puede
haber ido tan mal. Creo que le has caído muy bien.
¿Que le he caído bien?
Kate alucina.
—¿Quieres un bocadillo?
—Sí, por favor.
Para mi tranquilidad, esta noche no seguimos hablando de Christian Grey. Después de comer puedo sentarme a la mesa del comedor con Kate y, mientras ella trabaja en su artículo, yo sigo con mi trabajo sobre Tess, la de los d’Urberville. Maldita sea. Esta mujer estuvo en el lugar equivocado y en el momento equivocado del siglo equivocado. Cuando termino son las doce de la noche y hace ya mucho rato que Kate se ha ido a dormir. Me voy a mi habitación agotada, pero contenta de haber trabajado tanto para ser un lunes.
Me meto en mi cama de
hierro de color blanco, me envuelvo en la colcha de mi madre, cierro los ojos y
me quedo dormida al instante. Sueño con lugares oscuros, suelos blancos,
inhóspitos y fríos, y ojos grises.
El resto de la semana me sumerjo en mis estudios y en mi trabajo en Clayton’s. Kate también está muy ocupada organizando su última edición de la revista de la facultad antes de ceder su puesto al nuevo responsable, y además también está estudiando para los exámenes. Hacia el miércoles se encuentra mucho mejor y ya no tengo que seguir soportando la visión de su pijama rosa de franela lleno de conejitos. Llamo a mi madre, que vive en Georgia, para saber cómo está y para que me desee suerte en los exámenes. Empieza a contarme su última aventura: está aprendiendo a hacer velas. Mi madre se pasa la vida emprendiendo nuevos negocios. Básicamente se aburre y necesita hacer lo que sea para ocupar su tiempo, pero le es imposible centrarse en algo mucho tiempo. La semana que viene será otra cosa. Me preocupa. Espero que no haya hipotecado la casa para financiar este último proyecto. Y espero que Bob —su relativamente nuevo marido, aunque es mucho mayor que ella— la controle un poco ahora que yo ya no estoy en casa. Parece mucho más responsable que el marido número tres.
—¿Cómo te va todo, Ana?
Dudo un segundo, y mi
madre centra toda su atención en mí.
—Muy bien.
—¿Ana? ¿Has conocido a
algún chico?
Uf, ¿cómo se le ocurre? Es
evidente que está entusiasmada.
—No, mamá, no pasa nada.
Si conozco a un chico, serás la primera en saberlo.
—Ana, cariño, tienes que
salir más. Me preocupas.
—Mamá, estoy bien. ¿Qué
tal Bob?
Como siempre, la mejor
táctica es la distracción.
Esa noche, más tarde,
llamo a Ray, mi padrastro, el marido número dos de mi madre, el hombre al que
considero mi padre y cuyo apellido llevo. La conversación es breve. En
realidad, ni siquiera es una conversación, sino una serie de gruñidos en
respuesta a mis discretos intentos. Ray no es muy hablador. Pero es muy activo,
sigue viendo el fútbol en la tele (y cuando no está viendo el fútbol, juega a
los bolos, pesca o hace muebles). Ray es un buen carpintero, y gracias a él sé
diferenciar una espátula de un serrucho. Parece que todo le va bien.
El viernes por la noche Kate y yo estamos comentando qué hacer —queremos descansar un poco del estudio, el trabajo y las revistas de la facultad— cuando llaman a la puerta. En los escalones de la entrada está mi buen amigo José con una botella de champán en las manos.
—¡José! ¡Qué alegría
verte! —Lo abrazo—. Pasa.
José es la primera persona
a la que conocí cuando llegué a la universidad, y parecía tan perdido y solo
como yo. Aquel día nos dimos cuenta de que éramos almas gemelas, y desde
entonces somos amigos. No solo compartimos el sentido del humor, sino que
descubrimos que Ray y el padre de José estuvieron juntos en el ejército, y a
partir de ahí nuestros padres se hicieron también muy amigos.
José estudia ingeniería.
Es el primero de su familia que va a la universidad. Es un tipo brillante, pero
su auténtica pasión es la fotografía. Tiene un ojo estupendo para hacer fotos.
—Tengo buenas noticias
—dice sonriendo con sus brillantes ojos oscuros.
—No me lo digas: también
esta semana te las has arreglado para que no te despidan… —bromeo.
Simula burlonamente
ponerme mala cara.
—La Portland Place Gallery
va a exponer mis fotos el mes que viene.
—Increíble… ¡Felicidades!
Me alegro mucho por él y
vuelvo a abrazarlo. Kate también le sonríe.
—¡Buen trabajo, José!
Tendré que incluirlo en la revista. No se me ocurre nada mejor para un viernes
por la noche que hacer cambios editoriales de última hora —dice riéndose.
—Vamos a celebrarlo.
Quiero que vengas a la inauguración.
José me mira fijamente y
me ruborizo.
—Las dos, claro —añade
mirando nervioso a Kate.
José y yo somos buenos
amigos, pero en el fondo sé que le gustaría que fuéramos algo más. Es mono y
divertido, pero no es mi tipo. Es más bien el hermano que nunca he tenido.
Katherine suele chincharme diciéndome que me falta el gen de buscar novio, pero
la verdad es que no he conocido a nadie que… bueno, alguien que me atraiga,
aunque una parte de mí desea que me tiemblen las piernas, se me dispare el
corazón y sienta mariposas en el estómago.
A veces me pregunto si me
pasa algo. Quizá he dedicado demasiado tiempo a mis románticos héroes
literarios, y por eso mis ideales y mis expectativas son excesivamente
elevados. Pero en la vida real nadie me ha hecho sentir así.
Hasta hace muy poco,
murmura la inoportuna vocecita de mi subconsciente. ¡NO! Destierro de inmediato
la idea. No voy a planteármelo, no después de aquella dolorosa entrevista. «¿Es
usted gay, señor Grey?» Me estremezco al recordarlo. Sé que desde entonces he
soñado con él casi todas las noches, pero seguramente es porque tengo que purgar
de mi cabeza la espantosa experiencia.
Observo a José abriendo la
botella de champán. Lleva vaqueros y una camiseta. Es alto, ancho de hombros y
musculoso, de piel morena, pelo negro y ardientes ojos oscuros. Sí, José está
bastante bueno, pero creo que por fin está entendiendo el mensaje: somos solo
amigos. El corcho sale disparado, y José alza la mirada y sonríe.
El sábado es una pesadilla en la ferretería. Nos invaden los manitas que quieren acicalar su casa. El señor y la señora Clayton, John, Patrick —los otros dos empleados— y yo nos pasamos la jornada atendiendo a los clientes. Pero al mediodía se calma un poco, y mientras estoy sentada detrás del mostrador de la caja, comiéndome discretamente el bocadillo, la señora Clayton me pide que compruebe unos pedidos. Me concentro en la tarea, compruebo que los números de catálogo de los artículos que necesitamos se corresponden con los que hemos encargado y paso la mirada del libro de pedidos a la pantalla del ordenador, y viceversa, para asegurarme de que las entradas cuadran. De repente, no sé por qué, alzo la vista… y me quedo atrapada en la descarada mirada gris de Christian Grey, que me observa fijamente desde el otro lado del mostrador.
Casi me da un infarto.
—Señorita Steele, qué
agradable sorpresa —me dice. Su mirada es firme e intensa.
Maldita sea. ¿Qué narices
está haciendo aquí, todo despeinado y vestido con ese jersey grueso de lana de
color crema, vaqueros y botas? Creo que me he quedado boquiabierta, y no
encuentro ni el cerebro ni la voz.
—Señor Grey —murmuro,
porque no puedo hacer otra cosa.
Sus labios esbozan una
sonrisa y sus ojos parecen divertidos, como si estuviera disfrutando de alguna
broma de la que no me entero.
—Pasaba por aquí —me dice
a modo de explicación—. Necesito algunas cosas. Es un placer volver a verla,
señorita Steele.
Su voz es cálida y ronca
como un bombón de chocolate y caramelo… o algo así.
Muevo la cabeza intentando
bajar de las nubes. El corazón me aporrea el pecho a un ritmo frenético, y por
alguna razón me arden las mejillas ante su firme mirada escrutadora. Verlo
delante de mí me ha dejado totalmente desconcertada. Mis recuerdos de él no le
han hecho justicia. No es solo guapo, no. Es la belleza masculina
personificada, arrebatador, y está aquí, en la ferretería Clayton’s. Quién lo
iba a decir. Recupero por fin mis funciones cognitivas y vuelvo a conectar con
el resto de mi cuerpo.
—Ana. Me llamo Ana
—murmuro—. ¿En qué puedo ayudarle, señor Grey?
Sonríe, y de nuevo es como
si tuviera conocimiento de algún gran secreto. Es muy desconcertante. Respiro
hondo y pongo mi cara de llevar cuatro años trabajando en la tienda y ser una
profesional. Yo puedo.
—Necesito un par de cosas.
Para empezar, bridas para cables —murmura con expresión fría y divertida a la
vez.
¿Bridas para cables?
—Tenemos varias medidas.
¿Quiere que se las muestre? —susurro con voz titubeante.
Cálmate, Steele.
Un ligero fruncimiento
estropea las cejas de Grey, que son bastante bonitas.
—Sí, por favor. La
acompaño, señorita Steele —me dice.
Salgo de detrás del
mostrador fingiendo despreocupación, pero lo cierto es que me concentro al
máximo en no desplomarme. De repente mis piernas parecen de plastilina. Me
alegro mucho de haber decidido ponerme mis mejores vaqueros esta mañana.
—Están con los artículos
de electricidad, en el pasillo número ocho —le digo en un tono de voz demasiado
elevado.
Lo miro y me arrepiento
casi de inmediato. ¡Qué guapo es!
—La sigo —murmura haciendo
un gesto con su mano de largos dedos y uñas perfectamente arregladas.
Con el corazón casi
estrangulándome —porque me ha subido hasta la garganta e intenta salírseme por
la boca— me meto en un pasillo en dirección a la sección de electricidad. ¿Por
qué está en Portland? ¿Por qué ha venido a Clayton’s? Y de una diminuta parte
de mi cerebro que apenas utilizo —seguramente por debajo del bulbo raquídeo,
cerca de donde habita mi subconsciente— surge una idea: Ha venido a verte.
¡Imposible! La descarto de inmediato. ¿Por qué iba a querer verme este hombre
guapo, poderoso y sofisticado? Es una idea absurda, así que me la quito de la
cabeza.
—¿Ha venido a Portland por
negocios? —le pregunto.
Mi voz suena demasiado
aguda, como si me hubiera pillado un dedo en una puerta. ¡Basta! ¡Intenta
calmarte, Ana!
—He ido a visitar el
departamento de agricultura de la universidad, que está en Vancouver. En estos
momentos financio una investigación sobre rotación de cultivos y ciencia del
suelo —me contesta con total naturalidad.
¿Lo ves? Ni por asomo ha
venido a verte, se burla a gritos mi orgullosa subconsciente. Me ruborizo solo
de pensar en las tonterías que se me pasan por la cabeza.
—¿Forma parte de su plan
para alimentar al mundo? —lo provoco.
—Algo así —admite
esbozando una media sonrisa.
Echa un vistazo a nuestra
sección de bridas para cables. ¿Para qué querrá eso? No me lo imagino haciendo
bricolaje. Desliza los dedos por las cajas de la estantería, y por alguna
inexplicable razón tengo que apartar la mirada. Se inclina y coge una caja.
—Estas me irán bien —me
dice con su sonrisa de estar guardando un secreto.
—¿Algo más?
—Quisiera cinta adhesiva.
¿Cinta adhesiva?
—¿Está decorando su casa?
Las palabras salen de mi
boca antes de que pueda detenerlas. Seguro que contrata a trabajadores o tiene
personal que se la decora.
—No, no estoy decorándola
—me contesta rápidamente.
Sonríe, y me da la extraña
sensación de que está riéndose de mí.
¿Tan divertida soy? ¿Por
qué le hago tanta gracia?
—Por aquí —murmuro
incómoda—. La cinta está en el pasillo de la decoración.
Miro hacia atrás y veo que
me sigue.
—¿Lleva mucho tiempo
trabajando aquí? —me pregunta en voz baja, mirándome fijamente.
Me ruborizo. ¿Por qué
demonios tiene este efecto sobre mí? Me siento como una cría de catorce años,
torpe, como siempre, y fuera de lugar. ¡Mirada al frente, Steele!
—Cuatro años —murmuro
mientras llegamos a nuestro destino.
Por hacer algo, me agacho
y cojo las dos medidas de cinta adhesiva que tenemos.
—Me llevaré esta —dice
Grey golpeando suavemente el rollo de cinta que le tiendo.
Nuestros dedos se rozan un
segundo, y ahí está de nuevo la corriente, que me recorre como si hubiera
tocado un cable suelto. Jadeo involuntariamente al sentirla desplazándose hasta
algún lugar oscuro e inexplorado en lo más profundo de mi vientre. Intento
desesperadamente serenarme.
—¿Algo más? —le pregunto
con voz ronca y entrecortada.
Abre ligeramente los ojos.
—Un poco de cuerda.
Su voz, también ronca,
replica la mía.
—Por aquí.
Agacho la cabeza para
ocultar mi rubor y me dirijo al pasillo.
—¿Qué tipo de cuerda
busca? Tenemos de fibra sintética, de fibra natural, de cáñamo, de cable…
Me detengo al ver su
expresión impenetrable. Sus ojos parecen más oscuros. ¡Madre mía!
—Cinco metros de la de
fibra natural, por favor.
Mido rápidamente la cuerda
con dedos temblorosos, consciente de su ardiente mirada gris. No me atrevo a
mirarlo. No podría sentirme más cohibida. Saco el cúter del bolsillo trasero de
mi pantalón, corto la cuerda, la enrollo con cuidado y hago un nudo. Es un
milagro que haya conseguido no amputarme un dedo con el cúter.
—¿Iba usted a las scouts?
—me pregunta frunciendo divertido sus perfilados y sensuales labios.
¡No le mires la boca!
—Las actividades en grupo
no son lo mío, señor Grey.
Arquea una ceja.
—¿Qué es lo suyo,
Anastasia? —me pregunta en voz baja y con su sonrisa secreta.
Lo miro y me siento
incapaz de expresarme. El suelo son placas tectónicas en movimiento. Intenta
tranquilizarte, Ana, me suplica de rodillas mi torturada subconsciente.
—Los libros —susurro.
Pero mi subconsciente
grita: ¡Tú! ¡Tú eres lo mío! Lo aparto inmediatamente de un manotazo,
avergonzada de los delirios de grandeza de mi mente.
—¿Qué tipo de libros? —me
pregunta ladeando la cabeza.
¿Por qué le interesa
tanto?
—Bueno, lo normal. Los
clásicos. Sobre todo literatura inglesa.
Se frota la barbilla con
el índice y el pulgar considerando mi respuesta. O quizá sencillamente está
aburridísimo e intenta disimularlo.
—¿Necesita algo más?
Tengo que cambiar de tema…
Esos dedos en esa cara son cautivadores.
—No lo sé. ¿Qué me
recomendaría?
¿Qué le recomendaría? Ni
siquiera sé lo que va a hacer.
—¿De bricolaje?
Asiente con mirada
burlona. Me ruborizo y mi mirada se desplaza a los vaqueros ajustados que
lleva.
—Un mono de trabajo —le
contesto.
Me doy cuenta de que ya no
controlo lo que sale de mi boca.
Vuelve a alzar una ceja,
divertido.
—No querrá que se le
estropee la ropa… —le digo señalando sus vaqueros.
—Siempre puedo quitármela
—me contesta sonriendo.
—Ya.
Siento que mis mejillas
vuelven a teñirse de rojo. Deben de parecer la cubierta del Manifiesto
comunista. Cállate. Cállate de una vez.
—Me llevaré un mono de
trabajo. No vaya a ser que se me estropee la ropa —me dice con frialdad.
Intento apartar la
inoportuna imagen de él sin vaqueros.
—¿Necesita algo más? —le
pregunto en tono demasiado agudo mientras le tiendo un mono azul.
No contesta a mi pregunta.
—¿Cómo va el artículo?
Por fin me ha preguntado
algo normal, sin indirectas ni juegos de palabras… Una pregunta que puedo
responder. Me agarro a ella con las dos manos, como si fuera una tabla de
salvación, y apuesto por la sinceridad.
—No estoy escribiéndolo
yo, sino Katherine. La señorita Kavanagh, mi compañera de piso. Está muy
contenta. Es la editora de la revista y se quedó destrozada por no haber podido
hacerle la entrevista personalmente. —Siento que he remontado el vuelo, por fin
un tema de conversación normal—. Lo único que le preocupa es que no tiene
ninguna foto suya original.
—¿Qué tipo de fotografías
quiere?
Muy bien. No había
previsto esta respuesta. Niego con la cabeza, porque sencillamente no lo sé.
—Bueno, voy a estar por
aquí. Quizá mañana…
—¿Estaría dispuesto a
hacer una sesión de fotos?
Vuelve a salirme la voz de
pito. Kate estará encantada si lo consigo. Y podrás volver a verlo mañana, me
susurra seductoramente ese oscuro lugar al fondo de mi cerebro. Descarto la
idea. Es estúpida, ridícula…
—Kate estará encantada… si
encontramos a un fotógrafo.
Estoy tan contenta que le
sonrío abiertamente. Él abre los labios, como si quisiera respirar hondo, y
parpadea. Por una milésima de segundo parece algo perdido, la Tierra cambia
ligeramente de eje y las placas tectónicas se deslizan hacia una nueva
posición.
¡Dios mío! La mirada
perdida de Christian Grey.
—Dígame algo mañana —me
dice metiéndose la mano en el bolsillo trasero y sacando la cartera—. Mi
tarjeta. Está mi número de móvil. Tendría que llamarme antes de las diez de la
mañana.
—Muy bien —le contesto
sonriendo.
Kate se pondrá
contentísima.
—¡Ana!
Paul aparece al otro lado
del pasillo. Es el hermano menor del señor Clayton. Me habían dicho que había
vuelto de Princeton, pero no esperaba verlo hoy.
—Discúlpeme un momento,
señor Grey.
Grey frunce el ceño
mientras me vuelvo.
Paul siempre ha sido un
amigo, y en este extraño momento en que me las veo con el rico, poderoso,
asombrosamente atractivo y controlador obsesivo Grey, me alegra hablar con
alguien normal. Paul me abraza muy fuerte, y me pilla por sorpresa.
—¡Ana, cuánto me alegro de
verte! —exclama.
—Hola, Paul. ¿Cómo estás?
¿Has venido para el cumpleaños de tu hermano?
—Sí. Estás muy guapa, Ana,
muy guapa.
Sonríe y se aparta un poco
para observarme. Luego me suelta, pero deja un brazo posesivo por encima de mis
hombros. Me separo un poco, incómoda. Me alegra ver a Paul, pero siempre se
toma demasiadas confianzas.
Cuando miro a Christian
Grey, veo que nos observa atentamente, con ojos impenetrables y pensativos, y
expresión seria, impasible. Ha dejado de ser el cliente extrañamente atento y
ahora es otra persona… alguien frío y distante.
—Paul, estoy con un
cliente. Tienes que conocerlo —le digo intentando suavizar la animadversión que
veo en la expresión de Grey.
Tiro de Paul hasta donde
está Grey, y ambos se observan detenidamente. El aire podría cortarse con un
cuchillo.
—Paul, te presento a
Christian Grey. Señor Grey, este es Paul Clayton, el hermano del dueño de la
tienda. —Y por alguna razón poco comprensible, siento que debo darle más
explicaciones—. Conozco a Paul desde que trabajo aquí, aunque no nos vemos muy
a menudo. Ha vuelto de Princeton, donde estudia administración de empresas.
Estoy diciendo chorradas…
¡Basta!
—Señor Clayton.
Christian le tiende la
mano con mirada impenetrable.
—Señor Grey —lo saluda
Paul estrechándole la mano—. Espera… ¿No será el famoso Christian Grey? ¿El de
Grey Enterprises Holdings?
Paul pasa de mostrarse
hosco a quedarse deslumbrado en una milésima de segundo. Grey le dedica una
educada sonrisa.
—Uau… ¿Puedo ayudarle en
algo?
—Se ha ocupado Anastasia,
señor Clayton. Ha sido muy atenta.
Su expresión es impasible,
pero sus palabras… es como si estuviera diciendo algo totalmente diferente. Es
desconcertante.
—Estupendo —le responde
Paul—. Nos vemos luego, Ana.
—Claro, Paul.
Lo observo desaparecer
hacia el almacén.
—¿Algo más, señor Grey?
—Nada más.
Su tono es distante y
frío. Maldita sea… ¿Lo he ofendido? Respiro hondo, me vuelvo y me dirijo a la
caja. ¿Qué le pasa ahora?
Marco el precio de la
cuerda, el mono, la cinta adhesiva y los sujetacables.
—Serán cuarenta y tres
dólares, por favor.
Miro a Grey, pero me
arrepiento inmediatamente. Está observándome fijamente. Me pone de los nervios.
—¿Quiere una bolsa? —le
pregunto cogiendo su tarjeta de crédito.
—Sí, gracias, Anastasia.
Su lengua acaricia mi
nombre, y el corazón se me vuelve a disparar. Apenas puedo respirar. Meto
deprisa lo que ha comprado en una bolsa de plástico.
—Ya me llamará si quiere
que haga la sesión de fotos.
Vuelve a ser el hombre de
negocios. Asiento, porque de nuevo me he quedado sin palabras, y le devuelvo la
tarjeta de crédito.
—Bien. Hasta mañana,
quizá. —Se vuelve para marcharse, pero se detiene—. Ah, una cosa, Anastasia… Me
alegro de que la señorita Kavanagh no pudiera hacerme la entrevista.
Sonríe y sale de la tienda
a grandes zancadas y con renovada determinación, colgándose la bolsa del hombro
y dejándome como una masa temblorosa de embravecidas hormonas femeninas. Paso
varios minutos mirando la puerta cerrada por la que acaba de marcharse antes de
volver a pisar la Tierra.
De acuerdo. Me gusta. Ya
está, lo he admitido. No puedo seguir escondiendo mis sentimientos. Nunca antes
me había sentido así. Me parece atractivo, muy atractivo. Pero sé que es una
causa perdida y suspiro con un pesar agridulce. Ha sido solo una coincidencia
que viniera. Pero, bueno, puedo admirarlo desde la distancia, ¿no? No tiene
nada de malo. Y si encuentro a un fotógrafo, mañana lo admiraré a mis anchas.
Me muerdo el labio pensándolo y me descubro a mí misma sonriendo como una
colegiala. Tengo que llamar a Kate para organizar la sesión fotográfica.
Las cincuenta sombras de Grey llenaron el bolsillo de E.L. James
Triunfo Arciniegas / Cincuenta sombras de Grey / Reseña
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