E.L. James
CINCUENTA SOMBRAS DE GREY
3
Kate se pone loca de contenta.
—Pero ¿qué hacía en
Clayton’s?
Su curiosidad rezuma por
el teléfono. Estoy al fondo del almacén e intento que mi voz suene
despreocupada.
—Pasaba por aquí.
—Me parece demasiada
casualidad, Ana. ¿No crees que ha ido a verte?
El corazón me da un brinco
al planteármelo, pero la alegría dura poco. La triste y decepcionante realidad
es que había venido por trabajo.
—Ha venido a visitar el
departamento de agricultura de la universidad. Financia una investigación
—murmuro.
—Sí, sí. Ha concedido al
departamento una subvención de dos millones y medio de dólares.
Uau.
—¿Cómo lo sabes?
—Ana, soy periodista y he
escrito un artículo sobre este tipo. Mi obligación es saberlo.
—Vale, Carla Bernstein, no
te sulfures. Bueno, ¿quieres esas fotos?
—Pues claro. El problema
es quién va a hacerlas y dónde.
—Podríamos preguntarle a
él dónde. Ha dicho que se quedaría por la zona.
—¿Puedes contactar con él?
—Tengo su móvil.
Kate pega un grito.
—¿El soltero más rico, más
escurridizo y más enigmático de todo el estado de Washington te ha dado su
número de móvil?
—Bueno… sí.
—¡Ana! Le gustas. No tengo
la menor duda —afirma categóricamente.
—Kate, solo pretende ser
amable.
Pero incluso mientras lo
digo sé que no es verdad. Christian Grey no es amable. Es educado, quizá. Y una
vocecita me susurra: Tal vez Kate tiene razón. Se me eriza el vello solo de
pensar que quizá, solo quizá, podría gustarle. Después de todo, es cierto que
me ha dicho que se alegraba de que Kate no le hubiera hecho la entrevista. Me
abrazo a mí misma con silenciosa alegría y giro a derecha e izquierda considerando
la posibilidad de que por un instante pueda gustarle. Kate me devuelve al
presente.
—No sé cómo podremos hacer
la sesión. Levi, nuestro fotógrafo habitual, no puede. Ha ido a Idaho Falls a
pasar el fin de semana con su familia. Se mosqueará cuando sepa que ha perdido
la ocasión de fotografiar a uno de los empresarios más importantes del país.
—Mmm… ¿Y José?
—¡Buena idea! Pídeselo tú.
Haría cualquier cosa por ti. Luego llamas a Grey y le preguntas dónde quiere
que vayamos.
Kate es insufriblemente
desdeñosa con José.
—Creo que deberías
llamarlo tú.
—¿A quién? ¿A José? —me
pregunta en tono de burla.
—No, a Grey.
—Ana, eres tú la que tiene
trato con él.
—¿Trato? —exclamo subiendo
el tono varias octavas—. Apenas conozco a ese tipo.
—Al menos has hablado con
él —dice implacable—. Y parece que quiere conocerte mejor. Ana, llámalo y
punto.
Y me cuelga. A veces es
muy autoritaria. Frunzo el ceño y le saco la lengua al teléfono.
Estoy dejándole un mensaje
a José cuando Paul entra en el almacén a buscar papel de lija.
—Ana, tenemos trabajo ahí
fuera —me dice sin acritud.
—Sí, perdona —murmuro, y
me doy la vuelta para salir.
—¿De qué conoces a
Christian Grey?
Paul intenta mostrarse
indiferente, pero no lo consigue.
—Tuve que entrevistarlo
para la revista de la facultad. Kate no se encontraba bien.
Me encojo de hombros
intentando no darle importancia, pero no lo hago mucho mejor que él.
—Christian Grey en
Clayton’s. Imagínate —resopla Paul sorprendido. Mueve la cabeza, como si
quisiera aclararse las ideas—. Bueno, ¿te apetece que salgamos a tomar algo
esta noche?
Cada vez que vuelve a casa
me propone salir, y siempre le digo que no. Es un ritual. Nunca me ha parecido
buena idea salir con el hermano del jefe, y además Paul es mono como podría
serlo el vecino de al lado, pero, por más imaginación que le eches no puede ser
un héroe literario. ¿Lo es Grey?, me pregunta mi subconsciente alzando su
imaginaria ceja. La hago callar.
—¿No tenéis cena familiar
por el cumpleaños de tu hermano?
—Mañana.
—Quizá otro día, Paul.
Esta noche tengo que estudiar. Tengo exámenes finales la semana que viene.
—Ana, un día de estos me
dirás que sí —me dice sonriendo.
Y vuelvo a la tienda.
—Pero yo hago paisajes, Ana, no retratos —refunfuña José.
—José, por favor —le suplico.
Con el móvil en la mano,
recorro el salón de casa contemplando la luz del atardecer al otro lado de la
ventana.
—Dame el teléfono.
Kate me lo quita
retirándose bruscamente el pelo rubio rojizo del hombro.
—Escúchame, José
Rodríguez, si quieres que nuestra revista cubra la inauguración de tu
exposición, nos harás la sesión mañana, ¿entendido?
Kate puede ser
increíblemente dura.
—Bien. Ana volverá a
llamarte para decirte dónde y a qué hora. Nos vemos mañana.
Y cuelga el móvil.
—Solucionado. Ahora lo único
que nos queda es decidir dónde y cuándo. Llámalo.
Me tiende el teléfono.
Siento un nudo en el estómago.
—¡Llama a Grey ahora
mismo!
La miro ceñuda y saco la
tarjeta de Grey del bolsillo trasero de mis pantalones. Respiro larga y
profundamente, y marco el número con dedos temblorosos.
Contesta al segundo tono
con voz tranquila y fría.
—Grey.
—¿Se… Señor Grey? Soy
Anastasia Steele.
No reconozco mi propia
voz. Estoy muy nerviosa. Grey se queda un segundo en silencio. Estoy temblando.
—Señorita Steele. Un
placer tener noticias suyas.
Le ha cambiado la voz.
Creo que se ha sorprendido, y suena muy… cálido. Incluso seductor. Se me corta
la respiración y me ruborizo. De pronto me doy cuenta de que Katherine Kavanagh
está observándome boquiabierta, así que salgo disparada hacia la cocina para
evitar su inoportuna mirada escrutadora.
—Bueno… Nos gustaría hacer
la sesión fotográfica para el artículo.
Respira, Ana, respira. Mis
pulmones absorben una rápida bocanada de aire.
—Mañana, si no tiene
problema. ¿Dónde le iría bien?
Casi puedo oír su sonrisa
de esfinge al otro lado del teléfono.
—Me alojo en el hotel
Heathman de Portland. ¿Le parece bien a las nueve y media de la mañana?
—Muy bien, nos vemos allí.
Estoy pletórica y sin
aliento. Parezco una cría, no una mujer adulta que puede votar y beber alcohol
en el estado de Washington.
—Lo estoy deseando,
señorita Steele.
Veo el destello malévolo
en sus ojos grises. ¿Cómo consigue que tan solo cinco palabras encierren una
promesa tan tentadora? Cuelgo. Kate está en la cocina, observándome con una
mirada de total y absoluta consternación.
—Anastasia Rose Steele.
¡Te gusta! Nunca te había visto ni te había oído tan… tan… alterada por nadie.
Te has puesto roja.
—Kate, ya sabes que me
pongo roja por nada. Lo hago por deporte. No seas ridícula —le contesto
enfadada.
Kate parpadea sorprendida.
Es muy raro que yo me enrabie, y si lo hago, se me pasa enseguida.
—Me intimida… Eso es todo.
—En el Heathman, nada
menos —murmura Kate—. Voy a llamar al gerente para negociar con él un lugar
para la sesión.
—Yo voy a hacer la cena.
Luego tengo que estudiar.
Abro un armario para
empezar a preparar la cena, sin poder disimular que estoy mosqueada con ella.
Esa noche estoy intranquila, no paro de moverme y de dar vueltas en la cama. Sueño con ojos grises, monos de trabajo, piernas largas, dedos largos y lugares muy oscuros e inexplorados. Me despierto dos veces con el corazón latiéndome a toda velocidad. Si no pego ojo, mañana voy a tener una pinta estupenda, me regaño a mí misma. Doy un golpe sobre la almohada e intento calmarme.
El Heathman está en el centro de Portland. Terminaron el impresionante edificio de piedra marrón justo a tiempo para el crack de finales de los años veinte. José, Travis y yo vamos en mi Escarabajo, y Kate en su CLK, porque en mi coche no cabemos todos. Travis es amigo y ayudante de José, y ha venido a echarle una mano con la iluminación. Kate ha conseguido que nos dejen utilizar una habitación del Heathman a cambio de mencionar el hotel en el artículo. Cuando explica en la recepción que hemos venido a fotografiar al empresario Christian Grey, nos suben de inmediato a una suite. Pero a una normal, porque al parecer el señor Grey está alojado en la suite más grande del edificio. Un responsable de marketing demasiado entusiasta nos muestra la suite. Es jovencísimo y por alguna razón está muy nervioso. Sospecho que la belleza de Kate y su aire autoritario lo desarman, porque hace con él lo que quiere. Las habitaciones son elegantes, sobrias y con muebles de calidad.
Son las nueve. Tenemos
media hora para prepararlo todo. Kate va de un lado a otro.
—José, creo que lo
colocaremos delante de esta pared. ¿Estás de acuerdo? —No espera a que le
responda—. Travis, retira las sillas. Ana, ¿puedes pedir que nos traigan unos
refrescos? Y dile a Grey que estamos aquí.
Sí, ama. Es tan dominanta…
Pongo los ojos en blanco, pero hago lo que me pide.
Media hora después
Christian Grey entra en nuestra suite.
¡Madre mía! Lleva una
camisa blanca con el cuello abierto y unos pantalones grises de franela que le
caen de forma muy seductora sobre las caderas. Todavía lleva el pelo mojado. Al
mirarlo se me seca la boca… Está alucinantemente bueno. Entra en la suite
acompañado de un hombre de treinta y pico años, con el pelo rapado, un elegante
traje negro y corbata, que se queda en silencio en una esquina. Sus ojos
castaños nos miran impasibles.
—Señorita Steele, volvemos
a vernos.
Grey me tiende la mano,
que estrecho mientras parpadeo rápidamente. ¡Dios mío!… Está realmente… Cuando
le toco la mano, siento esa agradable corriente que me recorre el cuerpo
entero, me enciende y hace que me ruborice. Estoy convencida de que todo el
mundo puede oír mi respiración irregular.
—Señor Grey, le presento a
Katherine Kavanagh —susurro señalando a Kate, que se acerca y lo mira
directamente a los ojos.
—La tenaz señorita
Kavanagh. ¿Qué tal está? —Sonríe ligeramente y parece realmente divertido—.
Espero que se encuentre mejor. Anastasia me dijo que la semana pasada estuvo
enferma.
—Estoy bien, gracias,
señor Grey.
Le estrecha la mano con
fuerza sin pestañear. Me recuerdo a mí misma que Kate ha ido a las mejores
escuelas privadas de Washington. Su familia tiene dinero, así que ha crecido
segura de sí misma y de su lugar en el mundo. No se anda con tonterías. A mí me
impresiona.
—Gracias por haber
encontrado un momento para la sesión —le dice con una sonrisa educada y
profesional.
—Es un placer —le contesta
Grey lanzándome una mirada.
Vuelvo a ruborizarme.
Maldita sea.
—Este es José Rodríguez,
nuestro fotógrafo —le digo.
Y sonrío a José, que me
devuelve una sonrisa cariñosa y luego mira a Grey con frialdad.
—Señor Grey —lo saluda con
un movimiento de cabeza.
—Señor Rodríguez.
La expresión de Grey
también cambia mientras observa a José.
—¿Dónde quiere que me
coloque? —le pregunta Grey en tono ligeramente amenazador.
Pero Katherine no está
dispuesta a dejar que José lleve la voz cantante.
—Señor Grey, ¿puede
sentarse aquí, por favor? Tenga cuidado con los cables. Y luego haremos también
unas cuantas de pie.
Le indica una silla
colocada contra una pared.
Travis enciende las luces,
que por un momento ciegan a Grey, y susurra una disculpa. Luego él y yo nos
quedamos atrás y observamos a José mientras toma las fotografías. Hace varias
con la cámara en la mano, pidiéndole a Grey que se gire a un lado, al otro, que
mueva un brazo y que vuelva a bajarlo. Luego coloca la cámara en el trípode y
sigue haciendo fotos de Grey sentado, posando pacientemente y con naturalidad,
durante unos veinte minutos. Mi deseo se ha hecho realidad: admiro a Grey desde
una distancia no tan larga. En dos ocasiones nuestros ojos se encuentran y
tengo que apartar la mirada de la suya, tan inextricable.
—Ya tenemos bastantes
sentado —interrumpe Katherine—. ¿Puede ponerse de pie, señor Grey?
Se levanta y Travis corre
a retirar la silla. El obturador de la Nikon de José empieza a chasquear de
nuevo.
—Creo que ya tenemos
suficientes —anuncia José cinco minutos después.
—Muy bien —dice Kate—.
Gracias de nuevo, señor Grey.
Le estrecha la mano, y
también José.
—Me encantará leer su
artículo, señorita Kavanagh —murmura Grey, y se vuelve hacia mí, que estoy
junto a la puerta—. ¿Viene conmigo, señorita Steele? —me pregunta.
—Claro —le contesto
totalmente desconcertada.
Miro nerviosa a Kate, que
se encoge de hombros. Veo que José, que está detrás de ella, pone mala cara.
—Que tengan un buen día
—dice Grey abriendo la puerta y apartándose a un lado para que yo salga
primero.
Pero… ¿De qué va todo
esto? ¿Qué quiere? Me detengo en el pasillo y me muevo nerviosa mientras Grey
sale de la habitación seguido por el tipo rapado y trajeado.
—Enseguida le aviso,
Taylor —murmura al rapado.
Taylor se aleja por el
pasillo y Grey dirige su ardiente mirada gris hacia mí. Mierda… ¿He hecho algo
mal?
—Me preguntaba si le
apetecería tomar un café conmigo.
El corazón se me sube de
golpe a la boca. ¿Una cita? Christian Grey está pidiéndome una cita. Está
preguntándote si quieres un café. Quizá piensa que todavía no te has
despertado, me suelta mi subconsciente en tono burlón. Carraspeo e intento
controlar los nervios.
—Tengo que llevar a todos
a casa —murmuro en tono de disculpa retorciendo las manos y los dedos.
—¡Taylor! —grita.
Pego un bote. Taylor, que
se había quedado esperando al fondo del pasillo, se vuelve y regresa con
nosotros.
—¿Van a la universidad?
—me pregunta Grey en voz baja.
Asiento, porque estoy
demasiado aturdida para contestar.
—Taylor puede llevarlos.
Es mi chófer. Tenemos un 4 x 4 grande, así que puede llevar también el equipo.
—¿Señor Grey? —pregunta
Taylor cuando llega hasta nosotros con rostro inexpresivo.
—¿Puede llevar a su casa
al fotógrafo, su ayudante y la señorita Kavanagh, por favor?
—Por supuesto, señor —le
contesta Taylor.
—Arreglado. ¿Puede ahora
venir conmigo a tomar un café?
Grey sonríe dándolo por
hecho.
Frunzo el ceño.
—Verá… señor Grey… esto…
la verdad… Mire, no es necesario que Taylor los lleve. —Lanzo una rápida mirada
a Taylor, que sigue estoicamente impasivo—. Puedo intercambiar el coche con
Kate, si me espera un momento.
Grey me dedica una sonrisa
de oreja a oreja deslumbrante y natural. Madre mía… Abre la puerta de la suite
y la sostiene para que pase. Entro deprisa y encuentro a Katherine en plena
discusión con José.
—Ana, creo que no hay duda
de que le gustas —me dice sin el menor preámbulo.
José me mira ceñudo.
—Pero no me fío de él
—añade Kate.
Levanto la mano con la
esperanza de que se calle, y milagrosamente lo hace.
—Kate, ¿puedes llevarte a
Wanda y dejarme tu coche?
—¿Por qué?
—Christian Grey me ha
pedido que vaya a tomar un café con él.
Se queda boquiabierta, sin
saber qué decir. Disfruto del momento. Me coge del brazo y me arrastra hasta el
dormitorio, al fondo de la sala de estar de la suite.
—Ana, es un tipo raro —me
advierte—. Es muy guapo, de acuerdo, pero creo que es peligroso. Especialmente
para alguien como tú.
—¿Qué quieres decir con
eso de alguien como yo? —le pregunto ofendida.
—Una inocente como tú,
Ana. Ya sabes lo que quiero decir —me contesta un poco enfadada.
Me ruborizo.
—Kate, solo es un café.
Empiezo los exámenes esta semana y tengo que estudiar, así que no me alargaré
mucho.
Arruga los labios, como si
estuviera considerando mi petición. Al final se saca las llaves del bolsillo y
me las da. Le doy las mías.
—Nos vemos luego. No
tardes, o pediré que vayan a rescatarte.
—Gracias.
La abrazo.
Salgo de la suite y
encuentro a Christian Grey esperándome apoyado en la pared. Parece un modelo
posando para una sofisticada revista de moda.
—Ya está. Vamos a tomar un
café —murmuro enrojeciendo de nuevo.
Sonríe.
—Usted primero, señorita Steele.
Se incorpora y hace un
gesto para que pase delante. Avanzo por el pasillo con las piernas temblando,
el estómago lleno de mariposas y el corazón latiéndome violentamente. Voy a
tomar un café con Christian Grey… y odio el café.
Caminamos juntos por el
amplio pasillo hacia el ascensor. ¿Qué puedo decirle? De pronto el temor me
paraliza la mente. ¿De qué vamos a hablar? ¿Qué tengo yo en común con él? Su
voz cálida me sobresalta y me aparta de mis pensamientos.
—¿Cuánto hace que conoce a
Katherine Kavanagh?
Bueno, una pregunta fácil
para empezar.
—Desde el primer año de
facultad. Somos buenas amigas.
—Ya —me contesta evasivo.
¿Qué está pensando?
Pulsa el botón para llamar
al ascensor y casi de inmediato suena el pitido. Las puertas se abren y
muestran a una joven pareja abrazándose apasionadamente. Se separan de golpe,
sorprendidos e incómodos, y miran con aire de culpabilidad en cualquier
dirección menos la nuestra. Grey y yo entramos en el ascensor.
Intento que no cambie mi
expresión, así que miro al suelo al sentir que las mejillas me arden. Cuando
levanto la mirada hacia Grey, parece que ha esbozado una sonrisa, pero es muy
difícil asegurarlo. La joven pareja no dice nada. Descendemos a la planta baja
en un incómodo silencio. Ni siquiera suena uno de esos terribles hilo musicales
para distraernos.
Las puertas se abren y,
para mi gran sorpresa, Grey me coge de la mano y me la sujeta con sus dedos
largos y fríos. Siento la corriente recorriendo mi cuerpo, y mis ya rápidos
latidos se aceleran. Mientras tira de mí para salir del ascensor, oímos a
nuestras espaldas la risita tonta de la pareja. Grey sonríe.
—¿Qué pasa con los
ascensores? —masculla.
Cruzamos el amplio y
animado vestíbulo del hotel en dirección a la entrada, pero Grey evita la
puerta giratoria. Me pregunto si es porque tendría que soltarme la mano.
Es un bonito domingo de
mayo. Brilla el sol y apenas hay tráfico. Grey gira a la izquierda y avanza
hacia la esquina, donde nos detenemos a esperar que cambie el semáforo. Estoy
en la calle y Christian Grey me lleva de la mano. Nunca he paseado de la mano
de nadie. La cabeza me da vueltas, y un cosquilleo me recorre todo el cuerpo.
Intento reprimir la ridícula sonrisa que amenaza con dividir mi cara en dos.
Intenta calmarte, Ana, me implora mi subconsciente. El hombrecillo verde del
semáforo se ilumina y seguimos nuestro camino.
Andamos cuatro manzanas
hasta llegar al Portland Coffee House, donde Grey me suelta para sujetarme la
puerta.
—¿Por qué no elige una
mesa mientras voy a pedir? ¿Qué quiere tomar? —me pregunta, tan educado como
siempre.
—Tomaré… eh… un té negro.
Alza las cejas.
—¿No quiere un café?
—No me gusta demasiado el
café.
Sonríe.
—Muy bien, un té negro.
¿Dulce?
Me quedo un segundo
perpleja, pensando que se refiere a mí, pero por suerte aparece mi
subconsciente frunciendo los labios. No, tonta… Que si lo quieres con azúcar.
—No, gracias.
Me miro los dedos nudosos.
—¿Quiere comer algo?
—No, gracias.
Niego con la cabeza y Grey
se dirige a la barra.
Levanto un poco la vista y
lo miro furtivamente mientras espera en la cola a que le sirvan. Podría pasarme
el día mirándolo… Es alto, ancho de hombros y delgado… Y cómo le caen los
pantalones… Madre mía. Un par de veces se pasa los largos y bonitos dedos por
el pelo, que ya está seco, aunque sigue alborotado. Ay, cómo me gustaría
hacerlo a mí. La idea se me pasa de pronto por la cabeza y me arde la cara. Me
muerdo el labio y vuelvo a mirarme las manos. No me gusta el rumbo que están
tomando mis caprichosos pensamientos.
—Un dólar por sus
pensamientos.
Grey ha vuelto y me mira
fijamente.
Me pongo colorada. Solo
estaba pensando en pasarte los dedos por el pelo y preguntándome si sería
suave. Niego con la cabeza. Grey lleva una bandeja en las manos, que deja en la
pequeña mesa redonda chapada en abedul. Me tiende una taza, un platillo, una
tetera pequeña y otro plato con una bolsita de té con la etiqueta TWININGS
ENGLISH BREAKFAST, mi favorito. Él se ha pedido un café con un bonito dibujo de
una hoja impreso en la espuma de leche. ¿Cómo lo hacen?, me pregunto distraída.
También se ha pedido una magdalena de arándanos. Coloca la bandeja a un lado,
se sienta frente a mí y cruza sus largas piernas. Parece cómodo, muy a gusto
con su cuerpo. Lo envidio. Y aquí estoy yo, desgarbada y torpe, casi incapaz de
ir de A a B sin caerme de morros.
—¿Qué está pensando?
—insiste.
—Que este es mi té
favorito.
Hablo en voz baja y
entrecortada. Sencillamente, no me puedo creer que esté con Christian Grey en
una cafetería de Portland. Frunce el ceño. Sabe que estoy escondiéndole algo.
Introduzco la bolsita de té en la tetera y casi inmediatamente la retiro con la
cucharilla. Grey ladea la cabeza y me mira con curiosidad mientras dejo la
bolsita de té en el plato.
—Me gusta el té negro muy
flojo —murmuro a modo de explicación.
—Ya veo. ¿Es su novio?
Pero ¿qué dice?
—¿Quién?
—El fotógrafo. José
Rodríguez.
Me río nerviosa, aunque
con curiosidad. ¿Por qué le ha dado esa impresión?
—No. José es un buen amigo
mío. Eso es todo. ¿Por qué ha pensado que era mi novio?
—Por cómo se sonríen.
Me sostiene la mirada. Es
desconcertante. Quiero mirar a otra parte, pero estoy atrapada, embelesada.
—Es como de la familia
—susurro.
Grey asiente, al parecer
satisfecho con mi respuesta, y dirige la mirada a su magdalena de arándanos.
Sus largos dedos retiran el papel con destreza, y yo lo contemplo fascinada.
—¿Quiere un poco? —me
pregunta.
Y recupera esa sonrisa
divertida que esconde un secreto.
—No, gracias.
Frunzo el ceño y vuelvo a
contemplarme las manos.
—Y el chico al que me
presentó ayer, en la tienda… ¿No es su novio?
—No. Paul es solo un
amigo. Se lo dije ayer.
¿Qué tonterías son estas?
—¿Por qué me lo pregunta?
—le digo.
—Parece nerviosa cuando
está con hombres.
Maldita sea, es algo
personal. Solo me pongo nerviosa cuando estoy con usted, Grey.
—Usted me resulta
intimidante.
Me pongo colorada, pero
mentalmente me doy palmaditas en la espalda por mi sinceridad y vuelvo a
contemplarme las manos. Lo oigo respirar profundamente.
—De modo que le resulto
intimidante —me contesta asintiendo—. Es usted muy sincera. No baje la cabeza,
por favor. Me gusta verle la cara.
Lo miro y me dedica una
sonrisa alentadora, aunque irónica.
—Eso me da alguna pista de
lo que puede estar pensando —me dice—. Es usted un misterio, señorita Steele.
¿Un misterio? ¿Yo?
—No tengo nada de
misteriosa.
—Creo que es usted muy
contenida —murmura.
¿De verdad? Uau… ¿cómo lo
consigo? Es increíble. ¿Yo, contenida? Imposible.
—Menos cuando se ruboriza,
claro, cosa que hace a menudo. Me gustaría saber por qué se ha ruborizado.
Se mete un trozo de
magdalena en la boca y empieza a masticarlo despacio, sin apartar los ojos de
mí. Y, como no podía ser de otra manera, me ruborizo. ¡Mierda!
—¿Siempre hace comentarios
tan personales?
—No me había dado cuenta
de que fuera personal. ¿La he ofendido? —me pregunta en tono sorprendido.
—No —le contesto
sinceramente.
—Bien.
—Pero es usted un poco
arrogante.
Alza una ceja y, si no me
equivoco, también él se ruboriza ligeramente.
—Suelo hacer las cosas a
mi manera, Anastasia —murmura—. En todo.
—No lo dudo. ¿Por qué no
me ha pedido que lo tutee?
Me sorprende mi osadía.
¿Por qué la conversación se pone tan seria? Las cosas no están yendo como
pensaba. No puedo creerme que esté mostrándome tan hostil hacia él. Como si él
intentara advertirme de algo.
—Solo me tutea mi familia
y unos pocos amigos íntimos. Lo prefiero así.
Todavía no me ha dicho:
«Llámame Christian». Es sin duda un obseso del control, no hay otra
explicación, y parte de mí está pensando que quizá habría sido mejor que lo
entrevistara Kate. Dos obsesos del control juntos. Además, ella es casi rubia
—bueno, rubia rojiza—, como todas las mujeres de su empresa. Y es guapa, me
recuerda mi subconsciente. No me gusta imaginar a Christian y a Kate juntos.
Doy un sorbo a mi té, y Grey se pone otro trozo de magdalena en la boca.
—¿Es usted hija única? —me
pregunta.
Vaya… Ahora cambia de
conversación.
—Sí.
—Hábleme de sus padres.
¿Por qué quiere saber
cosas de mis padres? Es muy aburrido.
—Mi madre vive en Georgia
con su nuevo marido, Bob. Mi padrastro vive en Montesano.
—¿Y su padre?
—Mi padre murió cuando yo
era una niña.
—Lo siento —musita.
Por un segundo la
expresión de su cara se altera.
—No me acuerdo de él.
—¿Y su madre volvió a
casarse?
Resoplo.
—Ni que lo jure.
Frunce el ceño.
—No cuenta demasiado de su
vida, ¿verdad? —me dice en tono seco frotándose la barbilla, como pensativo.
—Usted tampoco.
—Usted ya me ha
entrevistado, y recuerdo algunas preguntas bastante personales —me dice
sonriendo.
¡Vaya! Está recordándome
la pregunta de si era gay. Vuelvo a morirme de vergüenza. Sé que en los
próximos años voy a necesitar terapia intensiva para no sentirme tan mal cada
vez que recuerde ese momento. Suelto lo primero que se me ocurre sobre mi
madre, cualquier cosa para apartar ese recuerdo.
—Mi madre es genial. Es
una romántica empedernida. Ya se ha casado cuatro veces.
Christian alza las cejas
sorprendido.
—La echo de menos —sigo
diciéndole—. Ahora está con Bob. Espero que la controle un poco y recoja los
trozos cuando sus descabellados planes no vayan como ella esperaba.
Sonrío con cariño. Hace
mucho que no veo a mi madre. Christian me observa atentamente, dando sorbos a
su café de vez en cuando. La verdad es que no debería mirarle la boca. Me
perturba.
—¿Se lleva bien con su
padrastro?
—Claro. Crecí con él. Para
mí es mi padre.
—¿Y cómo es?
—¿Ray? Es… taciturno.
—¿Eso es todo? —me
pregunta Grey sorprendido.
Me encojo de hombros. ¿Qué
espera este hombre? ¿La historia de mi vida?
—Taciturno como su
hijastra —me suelta Grey.
Me contengo para no soltar
un bufido.
—Le gusta el fútbol, sobre
todo el europeo, y los bolos, y pescar, y hacer muebles. Es carpintero. Estuvo
en el ejército.
Suspiro.
—¿Vivió con él?
—Sí. Mi madre conoció a su
marido número tres cuando yo tenía quince años. Yo me quedé con Ray.
Frunce el ceño, como si no
lo entendiera.
—¿No quería vivir con su
madre? —me pregunta.
Francamente, a él qué le
importa.
—El marido número tres
vivía en Texas. Yo tenía mi vida en Montesano. Y… bueno, mi madre acababa de
casarse.
Me callo. Mi madre nunca habla
de su marido número tres. ¿Qué pretende Grey? No es asunto suyo. Yo también
puedo jugar a su juego.
—Cuénteme cosas sobre sus
padres —le pido.
Se encoge de hombros.
—Mi padre es abogado, y mi
madre, pediatra. Viven en Seattle.
Vaya… Ha crecido en una
familia acomodada. Pienso en una exitosa pareja que adopta a tres niños, y uno
de ellos llega a ser un hombre guapo que se mete en el mundo de los negocios y
lo conquista sin ayuda de nadie. ¿Qué lo llevó por ese camino? Sus padres deben
de estar orgullosos.
—¿A qué se dedican sus
hermanos?
—Elliot es constructor, y
mi hermana pequeña está en París estudiando cocina con un famoso chef francés.
Sus ojos se nublan
enojados. No quiere hablar de su familia ni de él.
—Me han dicho que París es
preciosa —murmuro.
¿Por qué no quiere hablar
de su familia? ¿Porque es adoptado?
—Es bonita. ¿Ha estado?
—me pregunta olvidando su enojo.
—Nunca he salido de
Estados Unidos.
Volvemos a las
trivialidades. ¿Qué esconde?
—¿Le gustaría ir?
—¿A París? —exclamo.
Me he quedado desconcertada.
¿A quién no le gustaría ir a París?
—Por supuesto —le
contesto—. Pero a donde de verdad me gustaría ir es a Inglaterra.
Ladea un poco la cabeza y
se pasa el índice por el labio inferior… ¡Madre mía!
—¿Por?
Parpadeo. Concéntrate,
Steele.
—Porque allí nacieron
Shakespeare, Austen, las hermanas Brontë, Thomas Hardy… Me gustaría ver los
lugares que les inspiraron para escribir libros tan maravillosos.
Al mencionar a estos
grandes literatos recuerdo que debería estar estudiando. Miro el reloj.
—Voy a marcharme. Tengo
que estudiar.
—¿Para los exámenes?
—Sí. Empiezan el martes.
—¿Dónde está el coche de
la señorita Kavanagh?
—En el parking del hotel.
—La acompaño.
—Gracias por el té, señor
Grey.
Esboza su extraña sonrisa
de guardar un gran secreto.
—No hay de qué, Anastasia.
Ha sido un placer. Vamos —me dice tendiéndome una mano.
La cojo, perpleja, y salgo
con él de la cafetería.
Caminamos hasta el hotel,
y me gustaría decir que en amigable silencio. Al menos, él parece tan tranquilo
como siempre. En cuanto a mí, me desespero intentando analizar cómo ha ido
nuestro café matutino. Me siento como si me hubieran entrevistado para un
trabajo, pero no estoy segura de por qué.
—¿Siempre lleva vaqueros?
—me pregunta sin venir a cuento.
—Casi siempre.
Asiente. Hemos llegado al
cruce, al otro lado de la calle del hotel. Todo me da vueltas. Qué pregunta tan
rara… Y soy consciente de que nos queda muy poco tiempo juntos. Esto es todo.
Esto ha sido todo, y lo he fastidiado, lo sé. Quizá sale con alguien.
—¿Tiene novia? —le suelto.
¡Maldita sea! ¿Lo he dicho
en voz alta?
Sus labios se arrugan
formando una media sonrisa y me mira fijamente.
—No, Anastasia. Yo no
tengo novias —me contesta en voz baja.
¿Qué quiere decir? No es
gay. Ay, quizá sí lo es. Seguramente me mintió en la entrevista. Por un momento
creo que va a darme alguna explicación, alguna pista sobre su enigmática frase,
pero no lo hace. Tengo que marcharme. Tengo que poner mis ideas en orden. Tengo
que alejarme de él. Doy un paso adelante, tropiezo y salgo precipitada hacia la
carretera.
—¡Mierda, Ana! —grita
Grey.
Tira de mi mano con tanta
fuerza que acabo cayendo encima de él justo cuando pasa a toda velocidad un
ciclista contra dirección, y no me atropella de milagro.
Todo sucede muy deprisa.
De pronto estoy cayéndome, y en cuestión de segundos estoy entre sus brazos y
me aprieta fuerte contra su pecho. Respiro su aroma limpio y saludable. Huele a
ropa recién lavada y a gel caro. Es embriagador. Inhalo profundamente.
—¿Está bien? —me susurra.
Con un brazo me mantiene
sujeta, pegada a él, y con los dedos de la otra mano me recorre suavemente la
cara para asegurarse de que no me he hecho daño. Su pulgar me roza el labio
inferior y contiene la respiración. Me mira fijamente a los ojos, y por un
momento, o quizá durante una eternidad, le sostengo la mirada inquieta y
ardiente, pero al final centro la atención en su bonita boca. Y por primera vez
en veintiún años quiero que me besen. Quiero sentir su boca en la mía.
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