E.L. James
CINCUENTA SOMBRAS DE GREY
1
Me miro en el espejo y frunzo el ceño, frustrada. Qué asco de pelo. No hay
manera con él. Y maldita sea Katherine Kavanagh, que se ha puesto enferma y me
ha metido en este lío. Tendría que estar estudiando para los exámenes finales,
que son la semana que viene, pero aquí estoy, intentando hacer algo con mi
pelo. No debo meterme en la cama con el pelo mojado. No debo meterme en la cama
con el pelo mojado. Recito varias veces este mantra mientras intento una vez más
controlarlo con el cepillo. Me desespero, pongo los ojos en blanco, después
observo a la chica pálida, de pelo castaño y ojos azules exageradamente grandes
que me mira, y me rindo. Mi única opción es recogerme este pelo rebelde en una
coleta y confiar en estar medio presentable.
Kate es mi compañera de
piso, y ha tenido que pillar un resfriado precisamente hoy. Por eso no puede ir
a la entrevista que había concertado para la revista de la facultad con un
megaempresario del que yo nunca había oído hablar. Así que va a tocarme a mí.
Tengo que estudiar para los exámenes finales, tengo que terminar un trabajo y
se suponía que a eso iba a dedicarme esta tarde, pero no. Lo que voy a hacer
esta tarde es conducir más de doscientos kilómetros hasta el centro de Seattle
para reunirme con el enigmático presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.
Como empresario excepcional y principal mecenas de nuestra universidad, su
tiempo es extraordinariamente valioso —mucho más que el mío—, pero ha concedido
una entrevista a Kate. Un bombazo, según ella. Malditas sean sus actividades
extraacadémicas.
—Ana, lo siento. Tardé
nueve meses en conseguir esta entrevista. Si pido que me cambien el día, tendré
que esperar otros seis meses, y para entonces las dos estaremos graduadas. Soy
la responsable de la revista, así que no puedo echarlo todo a perder. Por
favor… —me suplica Kate con voz ronca por el resfriado.
¿Cómo lo hace? Incluso
enferma está guapísima, realmente atractiva, con su pelo rubio rojizo
perfectamente peinado y sus brillantes ojos verdes, aunque ahora los tiene
rojos y llorosos. Paso por alto la inoportuna punzada de lástima que me
inspira.
—Claro que iré, Kate.
Vuelve a la cama. ¿Quieres una aspirina o un paracetamol?
—Un paracetamol, por
favor. Aquí tienes las preguntas y la grabadora. Solo tienes que apretar aquí.
Y toma notas. Luego ya lo transcribiré todo.
—No sé nada de él —murmuro
intentando en vano reprimir el pánico, que es cada vez mayor.
—Te harás una idea por las
preguntas. Sal ya. El viaje es largo. No quiero que llegues tarde.
—Vale, me voy. Vuelve a la
cama. Te he preparado una sopa para que te la calientes después.
La miro con cariño. Solo
haría algo así por ti, Kate.
—Sí, lo haré. Suerte. Y
gracias, Ana. Me has salvado la vida, para variar.
Cojo el bolso, le lanzo
una sonrisa y me dirijo al coche. No puedo creerme que me haya dejado
convencer, pero Kate es capaz de convencer a cualquiera de lo que sea. Será una
excelente periodista. Sabe expresarse y discutir, es fuerte, convincente y
guapa. Y es mi mejor amiga.
Apenas hay tráfico cuando salgo de Vancouver, Washington, en dirección a la interestatal 5. Es temprano y no tengo que estar en Seattle hasta las dos del mediodía. Por suerte, Kate me ha dejado su Mercedes CLK. No tengo nada claro que pudiera llegar a tiempo con Wanda, mi viejo Volkswagen Escarabajo. Conducir el Mercedes es muy agradable. Piso con fuerza el acelerador, y los kilómetros pasan volando.
Me dirijo a la sede
principal de la multinacional del señor Grey, un enorme edificio de veinte
plantas, una fantasía arquitectónica, todo él de vidrio y acero, y con las
palabras GREY HOUSE en un discreto tono metálico en las puertas acristaladas de
la entrada. Son las dos menos cuarto cuando llego. Entro en el inmenso —y
francamente intimidante— vestíbulo de vidrio, acero y piedra blanca, muy
aliviada por no haber llegado tarde.
Desde el otro lado de un
sólido mostrador de piedra me sonríe amablemente una chica rubia, atractiva y
muy arreglada. Lleva la americana gris oscura y la falda blanca más elegantes
que he visto jamás. Está impecable.
—Vengo a ver al señor
Grey. Anastasia Steele, de parte de Katherine Kavanagh.
—Discúlpeme un momento,
señorita Steel —me dice alzando las cejas.
Espero tímidamente frente
a ella. Empiezo a pensar que debería haberme puesto una americana de vestir de
Kate en lugar de mi chaqueta azul marino. He hecho un esfuerzo y me he puesto
la única falda que tengo, mis cómodas botas marrones hasta la rodilla y un
jersey azul. Para mí ya es ir elegante. Me paso por detrás de la oreja un
mechón de pelo que se me ha soltado de la coleta fingiendo no sentirme
intimidada.
—Sí, tiene cita con la
señorita Kavanagh. Firme aquí, por favor, señorita Steel. El último ascensor de
la derecha, planta 20.
Me sonríe amablemente, sin
duda divertida, mientras firmo.
Me tiende un pase de
seguridad que tiene impresa la palabra VISITANTE. No puedo evitar sonreír. Es
obvio que solo estoy de visita. Desentono completamente. No pasa nada, suspiro
para mis adentros. Le doy las gracias y me dirijo hacia los ascensores, más
allá de los dos vigilantes, ambos mucho más elegantes que yo con su traje negro
de corte perfecto.
El ascensor me traslada a
la planta 20 a una velocidad de vértigo. Las puertas se abren y salgo a otro
gran vestíbulo, también de vidrio, acero y piedra blanca. Me acerco a otro
mostrador de piedra y me saluda otra chica rubia vestida impecablemente de
blanco y negro.
—Señorita Steele, ¿puede
esperar aquí, por favor? —me pregunta señalándome una zona de asientos de piel
de color blanco.
Detrás de los asientos de
piel hay una gran sala de reuniones con las paredes de vidrio, una mesa de
madera oscura, también grande, y al menos veinte sillas a juego. Más allá, un
ventanal desde el suelo hasta el techo que ofrece una vista de Seattle hacia el
Sound. La vista es tan impactante que me quedo momentáneamente paralizada. Uau.
Me siento, saco las
preguntas del bolso y les echo un vistazo maldiciendo por dentro a Kate por no
haberme pasado una breve biografía. No sé nada del hombre al que voy a
entrevistar. Podría tener tanto noventa años como treinta. La inseguridad me
mortifica y, como estoy nerviosa, no paro de moverme. Nunca me he sentido
cómoda en las entrevistas cara a cara. Prefiero el anonimato de una charla en
grupo, en la que puedo sentarme al fondo de la sala y pasar inadvertida. Para
ser sincera, lo que me gusta es estar sola, acurrucada en una silla de la
biblioteca del campus universitario leyendo una buena novela inglesa, y no
removiéndome en el sillón de un enorme edificio de vidrio y piedra.
Suspiro. Contrólate,
Steele. A juzgar por el edificio, demasiado aséptico y moderno, supongo que
Grey tendrá unos cuarenta años. Un tipo que se mantiene en forma, bronceado y
rubio, a juego con el resto del personal.
De una gran puerta a la
derecha sale otra rubia elegante, impecablemente vestida. ¿De dónde sale tanta
rubia inmaculada? Parece que las fabriquen en serie. Respiro hondo y me
levanto.
—¿Señorita Steele? —me
pregunta la última rubia.
—Sí —le contesto con voz
ronca y carraspeo—. Sí —repito, esta vez en un tono algo más seguro.
—El señor Grey la recibirá
enseguida. ¿Quiere dejarme la chaqueta?
—Sí, gracias —le contesto
intentando con torpeza quitarme la chaqueta.
—¿Le han ofrecido algo de
beber?
—Pues… no.
Vaya, ¿estaré metiendo en
problemas a la rubia número uno?
La rubia número dos frunce
el ceño y lanza una mirada a la chica del mostrador.
—¿Quiere un té, café,
agua? —me pregunta volviéndose de nuevo hacia mí.
—Un vaso de agua, gracias
—le contesto en un murmullo.
—Olivia, tráele a la
señorita Steele un vaso de agua, por favor —dice en tono serio.
Olivia sale corriendo de
inmediato y desaparece detrás de una puerta al otro lado del vestíbulo.
—Le ruego que me disculpe,
señorita Steele. Olivia es nuestra nueva empleada en prácticas. Por favor,
siéntese. El señor Grey la atenderá en cinco minutos.
Olivia vuelve con un vaso
de agua muy fría.
—Aquí tiene, señorita
Steele.
—Gracias.
La rubia número dos se
dirige al enorme mostrador. Sus tacones resuenan en el suelo de piedra. Se
sienta y ambas siguen trabajando.
Quizá el señor Grey
insista en que todos sus empleados sean rubios. Estoy distraída, preguntándome
si eso es legal, cuando la puerta del despacho se abre y sale un afroamericano
alto y atractivo, con el pelo rizado y vestido con elegancia. Está claro que no
podría haber elegido peor mi ropa.
Se vuelve hacia la puerta.
—Grey, ¿jugamos al golf
esta semana?
No oigo la respuesta. El
afroamericano me ve y sonríe. Se le arrugan las comisuras de los ojos. Olivia
se ha levantado de un salto para ir a llamar al ascensor. Parece que destaca en
eso de pegar saltos de la silla. Está más nerviosa que yo.
—Buenas tardes, señoritas
—dice el afroamericano metiéndose en el ascensor.
—El señor Grey la recibirá
ahora, señorita Steele. Puede pasar —me dice la rubia número dos.
Me levanto tambaleándome
un poco e intentando contener los nervios. Cojo mi bolso, dejo el vaso de agua
y me dirijo a la puerta entornada.
—No es necesario que
llame. Entre directamente —me dice sonriéndome.
Empujo la puerta, tropiezo
con mi propio pie y caigo de bruces en el despacho.
Mierda, mierda. Qué
patosa… Estoy de rodillas y con las manos apoyadas en el suelo en la entrada
del despacho del señor Grey, y unas manos amables me rodean para ayudarme a
levantarme. Estoy muerta de vergüenza, ¡qué torpe! Tengo que armarme de valor
para alzar la vista. Madre mía, qué joven es.
—Señorita Kavanagh —me
dice tendiéndome una mano de largos dedos en cuanto me he incorporado—. Soy
Christian Grey. ¿Está bien? ¿Quiere sentarse?
Muy joven. Y atractivo,
muy atractivo. Alto, con un elegantísimo traje gris, camisa blanca y corbata
negra, con un pelo rebelde de color cobrizo y brillantes ojos grises que me
observan atentamente. Necesito un momento para poder articular palabra.
—Bueno, la verdad…
Me callo. Si este tipo
tiene más de treinta años, yo soy bombera. Le doy la mano, aturdida, y nos
saludamos. Cuando nuestros dedos se tocan, siento un extraño y excitante
escalofrío por todo el cuerpo. Retiro la mano a toda prisa, incómoda. Debe de
ser electricidad estática. Parpadeo rápidamente, al ritmo de los latidos de mi
corazón.
—La señorita Kavanagh está
indispuesta, así que me ha mandado a mí. Espero que no le importe, señor Grey.
—¿Y usted es…?
Su voz es cálida y parece
divertido, pero su expresión impasible no me permite asegurarlo. Parece
ligeramente interesado, pero sobre todo muy educado.
—Anastasia Steele. Estudio
literatura inglesa con Kate… digo… Katherine… bueno… la señorita Kavanagh, en
la Estatal de Washington.
—Ya veo —se limita a
responderme.
Creo ver el esbozo de una
sonrisa en su expresión, pero no estoy segura.
—¿Quiere sentarse? —me
pregunta señalándome un sofá blanco de piel en forma de L.
Su despacho es
exageradamente grande para una sola persona. Delante de los ventanales
panorámicos hay una mesa de madera oscura en la que podrían comer cómodamente
seis personas. Hace juego con la mesita junto al sofá. Todo lo demás es blanco
—el techo, el suelo y las paredes—, excepto la pared de la puerta, en la que
treinta y seis cuadros pequeños forman una especie de mosaico cuadrado. Son
preciosos, una serie de objetos prosaicos e insignificantes, pintados con tanto
detalle que parecen fotografías. Pero, colgados juntos en la pared, resultan
impresionantes.
—Un artista de aquí.
Trouton —me dice el señor Grey cuando se da cuenta de lo que estoy observando.
—Son muy bonitos. Elevan
lo cotidiano a la categoría de extraordinario —murmuro distraída, tanto por él
como por los cuadros.
Ladea la cabeza y me mira
con mucha atención.
—No podría estar más de
acuerdo, señorita Steele —me contesta en voz baja.
Y por alguna inexplicable
razón me ruborizo.
Aparte de los cuadros, el
resto del despacho es frío, limpio y aséptico. Me pregunto si refleja la
personalidad del Adonis que está sentado con elegancia frente a mí en una silla
blanca de piel. Bajo la cabeza, alterada por la dirección que están tomando mis
pensamientos, y saco del bolso las preguntas de Kate. Luego preparo la
grabadora con tanta torpeza que se me cae dos veces en la mesita. El señor Grey
no abre la boca. Aguarda pacientemente —eso espero—, y yo me siento cada vez
más avergonzada y me pongo más roja. Cuando reúno el valor para mirarlo, está
observándome, con una mano encima de la pierna y la otra alrededor de la
barbilla y con el largo dedo índice cruzándole los labios. Creo que intenta
ahogar una sonrisa.
—Pe… Perdón —balbuceo—. No
suelo utilizarla.
—Tómese todo el tiempo que
necesite, señorita Steele —me contesta.
—¿Le importa que grabe sus
respuestas?
—¿Me lo pregunta ahora,
después de lo que le ha costado preparar la grabadora?
Me ruborizo. ¿Está
bromeando? Eso espero. Parpadeo, no sé qué decir, y creo que se apiada de mí,
porque acepta.
—No, no me importa.
—¿Le explicó Kate… digo…
la señorita Kavanagh para dónde era la entrevista?
—Sí. Para el último número
de este curso de la revista de la facultad, porque yo entregaré los títulos en
la ceremonia de graduación de este año.
Vaya. Acabo de enterarme.
Y por un momento me preocupa que alguien no mucho mayor que yo —vale, quizá
seis o siete años, y vale, un megatriunfador, pero aun así— me entregue el
título. Frunzo el ceño e intento centrar mi caprichosa atención en lo que tengo
que hacer.
—Bien —digo tragando
saliva—. Tengo algunas preguntas, señor Grey.
Me coloco un mechón de
pelo detrás de la oreja.
—Sí, creo que debería
preguntarme algo —me contesta inexpresivo.
Está burlándose de mí. Al
darme cuenta de ello, me arden las mejillas. Me incorporo un poco y estiro la
espalda para parecer más alta e intimidante. Pulso el botón de la grabadora
intentando parecer profesional.
—Es usted muy joven para
haber amasado este imperio. ¿A qué se debe su éxito?
Le miro y él esboza una
sonrisa burlona, pero parece ligeramente decepcionado.
—Los negocios tienen que
ver con las personas, señorita Steele, y yo soy muy bueno analizándolas. Sé
cómo funcionan, lo que les hace ser mejores, lo que no, lo que las inspira y
cómo incentivarlas. Cuento con un equipo excepcional, y les pago bien. —Se
calla un instante y me clava su mirada gris—. Creo que para tener éxito en
cualquier ámbito hay que dominarlo, conocerlo por dentro y por fuera, conocer
cada uno de sus detalles. Trabajo duro, muy duro, para conseguirlo. Tomo
decisiones basándome en la lógica y en los hechos. Tengo un instinto innato
para reconocer y desarrollar una buena idea, y seleccionar a las personas
adecuadas. La base es siempre contar con las personas adecuadas.
—Quizá solo ha tenido
suerte.
Este comentario no está en
la lista de Kate, pero es que es tan arrogante… Por un momento la sorpresa
asoma a sus ojos.
—No creo en la suerte ni
en la casualidad, señorita Steele. Cuanto más trabajo, más suerte tengo.
Realmente se trata de tener en tu equipo a las personas adecuadas y saber
dirigir sus esfuerzos. Creo que fue Harvey Firestone quien dijo que la labor
más importante de los directivos es que las personas crezcan y se desarrollen.
—Parece usted un maniático
del control.
Las palabras han salido de
mi boca antes de que pudiera detenerlas.
—Bueno, lo controlo todo,
señorita Steele —me contesta sin el menor rastro de sentido del humor en su
sonrisa.
Lo miro y me sostiene la
mirada, impasible. Se me dispara el corazón y vuelvo a ruborizarme.
¿Por qué tiene este
desconcertante efecto sobre mí? ¿Quizá porque es irresistiblemente atractivo?
¿Por cómo me mira fijamente? ¿Por cómo se pasa el dedo índice por el labio
inferior? Ojalá dejara de hacerlo.
—Además, decirte a ti
mismo, en tu fuero más íntimo, que has nacido para ejercer el control te
concede un inmenso poder —sigue diciéndome en voz baja.
—¿Le parece a usted que su
poder es inmenso?
Maniático del control,
añado para mis adentros.
—Tengo más de cuarenta mil
empleados, señorita Steele. Eso me otorga cierto sentido de la responsabilidad…
poder, si lo prefiere. Si decidiera que ya no me interesa el negocio de las
telecomunicaciones y lo vendiera todo, veinte mil personas pasarían apuros para
pagar la hipoteca en poco más de un mes.
Me quedo boquiabierta. Su
falta de humildad me deja estupefacta.
—¿No tiene que responder
ante una junta directiva? —le pregunto asqueada.
—Soy el dueño de mi
empresa. No tengo que responder ante ninguna junta directiva.
Me mira alzando una ceja y
me ruborizo. Claro, lo habría sabido si me hubiera informado un poco. Pero,
maldita sea, qué arrogante… Cambio de táctica.
—¿Y cuáles son sus
intereses, aparte del trabajo?
—Me interesan cosas muy
diversas, señorita Steele. —Esboza una sonrisa casi imperceptible—. Muy
diversas.
Por alguna razón, su
mirada firme me confunde y me enciende. Pero en sus ojos se distingue un brillo
perverso.
—Pero si trabaja tan duro,
¿qué hace para relajarse?
—¿Relajarme?
Sonríe mostrando sus
dientes, blancos y perfectos. Contengo la respiración. Es realmente guapo.
Debería estar prohibido ser tan guapo.
—Bueno, para relajarme,
como dice usted, navego, vuelo y me permito diversas actividades físicas.
—Cambia de posición en su silla—. Soy muy rico, señorita Steele, así que tengo
aficiones caras y fascinantes.
Echo un rápido vistazo a
las preguntas de Kate con la intención de no seguir con ese tema.
—Invierte en fabricación.
¿Por qué en fabricación en concreto? —le pregunto.
¿Por qué hace que me
sienta tan incómoda?
—Me gusta construir. Me
gusta saber cómo funcionan las cosas, cuál es su mecanismo, cómo se montan y se
desmontan. Y me encantan los barcos. ¿Qué puedo decirle?
—Parece que el que habla
es su corazón, no la lógica y los hechos.
Frunce los labios y me
observa de arriba abajo.
—Es posible. Aunque
algunos dirían que no tengo corazón.
—¿Por qué dirían algo así?
—Porque me conocen bien.
—Me contesta con una sonrisa irónica.
—¿Dirían sus amigos que es
fácil conocerlo?
Y nada más preguntárselo
lamento haberlo hecho. No está en la lista de Kate.
—Soy una persona muy
reservada, señorita Steele. Hago todo lo posible por proteger mi vida privada.
No suelo ofrecer entrevistas.
—¿Por qué aceptó esta?
—Porque soy mecenas de la
universidad, y porque, por más que lo intentara, no podía sacarme de encima a
la señorita Kavanagh. No dejaba de dar la lata a mis relaciones públicas, y
admiro esa tenacidad.
Sé lo tenaz que puede
llegar a ser Kate. Por eso estoy sentada aquí, incómoda y muerta de vergüenza
ante la mirada penetrante de este hombre, cuando debería estar estudiando para
mis exámenes.
—También invierte en
tecnología agrícola. ¿Por qué le interesa este ámbito?
—El dinero no se come,
señorita Steele, y hay demasiada gente en el mundo que no tiene qué comer.
—Suena muy filantrópico.
¿Le apasiona la idea de alimentar a los pobres del mundo?
Se encoge de hombros, como
dándome largas.
—Es un buen negocio
—murmura.
Pero creo que no está
siendo sincero. No tiene sentido. ¿Alimentar a los pobres del mundo? No veo por
ningún lado qué beneficios económicos puede proporcionar. Lo único que veo es
que se trata de una idea noble. Echo un vistazo a la siguiente pregunta,
confundida por su actitud.
—¿Tiene una filosofía? Y
si la tiene, ¿en qué consiste?
—No tengo una filosofía
como tal. Quizá un principio que me guía… de Carnegie: «Un hombre que consigue
adueñarse absolutamente de su mente puede adueñarse de cualquier otra cosa para
la que esté legalmente autorizado». Soy muy peculiar, muy tenaz. Me gusta el
control… de mí mismo y de los que me rodean.
—Entonces quiere poseer
cosas…
Es usted un obseso del
control.
—Quiero merecer poseerlas,
pero sí, en el fondo es eso.
—Parece usted el paradigma
del consumidor.
—Lo soy.
Sonríe, pero la sonrisa no
ilumina su mirada. De nuevo no cuadra con una persona que quiere alimentar al
mundo, así que no puedo evitar pensar que estamos hablando de otra cosa, pero
no tengo ni la menor idea de qué. Trago saliva. En el despacho hace cada vez
más calor, o quizá sea cosa mía. Solo quiero acabar de una vez la entrevista.
Seguro que Kate tiene ya bastante material. Echo un vistazo a la siguiente
pregunta.
—Fue un niño adoptado.
¿Hasta qué punto cree que ha influido en su manera de ser?
Vaya, una pregunta
personal. Lo miro con la esperanza de que no se ofenda. Frunce el ceño.
—No puedo saberlo.
Me pica la curiosidad.
—¿Qué edad tenía cuando lo
adoptaron?
—Todo el mundo lo sabe, señorita
Steele —me contesta muy serio.
Mierda. Sí, claro. Si
hubiera sabido que iba a hacer esta entrevista, me habría informado un poco.
Cambio de tema rápidamente.
—Ha tenido que sacrificar
su vida familiar por el trabajo.
—Eso no es una pregunta
—me replica en tono seco.
—Perdón.
No puedo quedarme quieta.
Ha conseguido que me sienta como una niña perdida. Vuelvo a intentarlo.
—¿Ha tenido que sacrificar
su vida familiar por el trabajo?
—Tengo familia. Un
hermano, una hermana y unos padres que me quieren. Pero no me interesa seguir
hablando de mi familia.
—¿Es usted gay, señor
Grey?
Respira hondo. Estoy
avergonzada, abochornada. Mierda. ¿Por qué no he echado un vistazo a la
pregunta antes de leerla? ¿Cómo voy a decirle que estoy limitándome a leer las
preguntas? Malditas sean Kate y su curiosidad.
—No, Anastasia, no soy
gay.
Alza las cejas y me mira
con ojos fríos. No parece contento.
—Le pido disculpas. Está…
bueno… está aquí escrito.
Ha sido la primera vez que
me ha llamado por mi nombre. El corazón se me ha disparado y vuelven a arderme
las mejillas. Nerviosa, me coloco el mechón de pelo detrás de la oreja.
Inclina un poco la cabeza.
—¿Las preguntas no son
suyas?
Quiero que se me trague la
tierra.
—Bueno… no. Kate… la
señorita Kavanagh… me ha pasado una lista.
—¿Son compañeras de la
revista de la facultad?
Oh, no. No tengo nada que
ver con la revista. Es una actividad extraacadémica de ella, no mía. Me arden
las mejillas.
—No. Es mi compañera de
piso.
Se frota la barbilla con
parsimonia y sus ojos grises me observan atentamente.
—¿Se ha ofrecido usted
para hacer esta entrevista? —me pregunta en tono inquietantemente tranquilo.
A ver, ¿quién se supone
que entrevista a quién? Su mirada me quema por dentro y no puedo evitar decirle
la verdad.
—Me lo ha pedido ella. No
se encuentra bien —le contesto en voz baja, como disculpándome.
—Esto explica muchas
cosas.
Llaman a la puerta y entra
la rubia número dos.
—Señor Grey, perdone que
lo interrumpa, pero su próxima reunión es dentro de dos minutos.
—No hemos terminado,
Andrea. Cancele mi próxima reunión, por favor.
Andrea se queda
boquiabierta, sin saber qué contestar. Parece perdida. El señor Grey vuelve el
rostro hacia ella lentamente y alza las cejas. La chica se pone colorada. Menos
mal, no soy la única.
—Muy bien, señor Grey
—murmura, y sale del despacho.
Él frunce el ceño y vuelve
a centrar su atención en mí.
—¿Por dónde íbamos,
señorita Steele?
Vaya, ya estamos otra vez
con lo de «señorita Steele».
—No quisiera interrumpir
sus obligaciones.
—Quiero saber de usted.
Creo que es lo justo.
Sus ojos grises brillan de
curiosidad. Mierda, mierda. ¿Qué pretende? Apoya los codos en los brazos de la
butaca y une las yemas de los dedos de ambas manos frente a la boca. Su boca
me… me desconcentra. Trago saliva.
—No hay mucho que saber
—le digo volviéndome a ruborizar.
—¿Qué planes tiene después
de graduarse?
Me encojo de hombros. Su
interés me desconcierta. Venirme a Seattle con Kate, encontrar trabajo… La
verdad es que no he pensado mucho más allá de los exámenes.
—No he hecho planes, señor
Grey. Tengo que aprobar los exámenes finales.
Y ahora tendría que estar
estudiando, no sentada en su inmenso, aséptico y precioso despacho, sintiéndome
incómoda frente a su penetrante mirada.
—Aquí tenemos un excelente
programa de prácticas —me dice en tono tranquilo.
Alzo las cejas
sorprendida. ¿Está ofreciéndome trabajo?
—Lo tendré en cuenta
—murmuro confundida—. Aunque no creo que encajara aquí.
Oh, no. Ya estoy otra vez
pensando en voz alta.
—¿Por qué lo dice?
Ladea un poco la cabeza,
intrigado, y una ligera sonrisa se insinúa en sus labios.
—Es obvio, ¿no?
Soy torpe, desaliñada y no
soy rubia.
—Para mí no.
Su mirada es intensa y su
atisbo de sonrisa ha desaparecido. De pronto siento que unos extraños músculos
me oprimen el estómago. Aparto los ojos de su mirada escrutadora y me contemplo
los nudillos, aunque no los veo. ¿Qué está pasando? Tengo que marcharme ahora
mismo. Me inclino hacia delante para coger la grabadora.
—¿Le gustaría que le
enseñara el edificio? —me pregunta.
—Seguro que está muy
ocupado, señor Grey, y yo tengo un largo camino.
—¿Vuelve en coche a
Vancouver?
Parece sorprendido,
incluso nervioso. Mira por la ventana. Ha empezado a llover.
—Bueno, conduzca con
cuidado —me dice en tono serio, autoritario.
¿Por qué iba a importarle?
—¿Me ha preguntado todo lo
que necesita? —añade.
—Sí —le contesto
metiéndome la grabadora en el bolso.
Cierra ligeramente los
ojos, como si estuviera pensando.
—Gracias por la
entrevista, señor Grey.
—Ha sido un placer —me
contesta, tan educado como siempre.
Me levanto, se levanta
también él y me tiende la mano.
—Hasta la próxima,
señorita Steele.
Y suena como un desafío, o
como una amenaza. No estoy segura de cuál de las dos cosas. Frunzo el ceño.
¿Cuándo volveremos a vernos? Le estrecho la mano de nuevo, perpleja de que esa
extraña corriente siga circulando entre nosotros. Deben de ser nervios.
—Señor Grey.
Me despido de él con un
movimiento de cabeza. Él se dirige a la puerta con gracia y agilidad, y la abre
de par en par.
—Asegúrese de cruzar la
puerta con buen pie, señorita Steele.
Me sonríe. Está claro que
se refiere a mi poco elegante entrada en su despacho. Me ruborizo.
—Muy amable, señor Grey
—le digo bruscamente.
Su sonrisa se acentúa. Me
alegro de haberle divertido. Salgo al vestíbulo echando chispas y me
sorprende que me siga. Andrea y Olivia levantan la mirada, tan sorprendidas
como yo.
—¿Ha traído abrigo? —me
pregunta Grey.
—Chaqueta.
Olivia se levanta de un
salto a buscar mi chaqueta, que Grey le quita de las manos antes de que haya
podido dármela. La sostiene para que me la ponga, y lo hago sintiéndome
totalmente ridícula. Por un momento Grey me apoya las manos en los hombros, y
doy un respingo al sentir su contacto. Si se da cuenta de mi reacción, no se le
nota. Su largo dedo índice pulsa el botón del ascensor y esperamos, yo con
torpeza, y él sereno y frío. Se abren las puertas y entro a toda prisa,
desesperada por escapar. Tengo que salir de aquí. Cuando me vuelvo, está
inclinado frente a la puerta del ascensor, con una mano apoyada en la pared.
Realmente es muy guapo. Guapísimo. Me desconcierta.
—Anastasia —me dice a modo
de despedida.
—Christian —le contesto.
Y afortunadamente las
puertas se cierran.Las cincuenta sombras de Grey llenaron el bolsillo de E.L. James
Triunfo Arciniegas / Cincuenta sombras de Grey / Reseña
Dakota Johnson protagoniza Cincuenta sombras de Grey
Dakota Johnson / No todo lo que se ve en pantalla es mío
Dakota Johnson / Fifty Shades of Grey / Video
Dakota Johnson / Anastasia puede ser una buena influencia
Los diez secretos de Dakota Johnson, la esclava de Christian Grey
E.L. James / Cincuenta actores y una denuncia
Cincuenta sombras de Grey en Berlín
Cincuenta sombras de Grey / Estreno decoroso
Cincuenta sombras de Grey / Nueve alternativas literarias
E.L. James / Cincuenta sombras de Grey / Capítulo 1
E.L. James / Cincuenta sombras de Grey / Capítulo 2
E.L. James / Cincuenta sombras de Grey / Capítulo 3
E.L. James / Cincuenta sombras de Grey / Capítulo 4
E.L. James / Cincuenta sombras de Grey / Capítulo 5
No hay comentarios:
Publicar un comentario