Village of the Sirens Paul Delvaux |
Triunfo Arciniegas
EL PAÍS DE
LAS BELLAS DURMIENTES
S
|
alí a recorrer el mundo porque mi novia
quería un unicornio. Rosario de los Vientos del Norte Torrealba y Castillo, de
buena familia y poca plata, leía libros raros y se le había metido la idea del
unicornio entre oreja y oreja. Por culpa de uno de esos libros raros la conocí,
en el Parque de las Gardenias, a la sombra de un matarratón, en Málaga. La
curiosidad me llevó a preguntarle qué leía. Ya no recuerdo el título ni el
autor. Todavía no era mi novia cuando empezó a contarme la trama, con tantos
detalles que nos sorprendió la lluvia y la invité a un café en La Gata Parda. Mientras hablaba se hizo
de noche. Pasó la lluvia después de seis tazas de café y tres visitas al baño,
dos suyas y una mía. Rosario se quedó mirándome a los ojos y dijo: “Te conozco
de alguna parte”. Quiso que la acompañara a su casa. Por el camino me acordé de
la billetera y dejé a la mujer hablando sola en una esquina. Encontré la
billetera en la mesa de la cafetería y volví corriendo. Supuse que no me había
demorado porque Rosario seguía en la esquina hablando del mismo libro. Debí
huir pero el hilo de las palabras me arrastró hasta su casa. Me presentó a la
madre, una anciana medio sorda y bastante loca, comimos y vimos la telenovela
de las nueve, y Rosario, que casi era mi novia, todavía hablaba del libro. Me
pareció que estaba bien que leyera pero no tenía necesidad de memorizarse todas
las páginas.
–Ratón
–dijo la anciana.
Rosario
le sirvió un trozo de carne y un vaso de leche.
–Mamá
se convirtió en gata hace siete años –dijo.
No
pude concentrarme en el noticiero ni muchos menos en el programa de concursos.
La película de medianoche comenzó y se acabó y Rosario todavía hablaba. Al
parecer, le quedaba saliva para mucho tiempo.
Un
día me contó que leía sobre unicornios. Se le metió la idea bien adentro. Me
pidió que le consiguiera un unicornio como prueba de amor y me dio un beso. Ya
era mi novia entonces.
–Arciniegas,
aquí no vuelvas sin el unicornio –precisó.
No
sabía por dónde empezar. Nadie daba razón de los unicornios. De cada país le
escribía a Rosario y ella respondía: "Querido mío, sigue buscando".
Buscaba cada vez más lejos y me confundía con tantos países. Al despertar,
abría la ventana y preguntaba al primero que veía en qué país estábamos. Me
miraban como si estuviera loco.
–¿Han
visto un unicornio por aquí?
–No
en estos días –decían sin detenerse.
Seguí
buscando porque amaba a Rosario y necesitaba demostrarle que era capaz de
cualquier cosa, hasta de encontrar un unicornio.
“Mamá
estiró la pata: se comió un ratón envenenado”, escribió Rosario.
Pasaron
tres años y más de treinta países.
"Querido
mío, ya casi no me acuerdo de ti, pero sigue buscando", me escribió mi
lejana novia.
A
los siete años me di por vencido. "El unicornio no existe", le
escribí a mi novia. "Tú tampoco existes", me respondió. "Voy a
casarme."
Le
di la razón: la había abandonado. Alguien me envió el recorte del periódico. Se
veía bonita mi novia, toda vestida de blanco, bonita y feliz, gordita, y me
alegré de que ya no estuviera sola.
Ya
no buscaba al unicornio. Caminaba por caminar. Conocía países por conocerlos.
Consideré que podía desempeñarme muy bien como profesor de geografía, pero el
impulso me impidió establecerme. En el mapa, sobre cada país conocido, marcaba
con lápiz una x. Me atraían las ciudades a la orilla del mar. Aprendí a
construir unicornios de arena y me llovieron las monedas.
Así
llegué al país de las bellas durmientes. Se decía que en cada casa maduraba una
bella durmiente. Dormían toda la vida y el sueño las volvía hermosas, hasta que
alguien las despertaba con un beso. Entonces se dedicaban a cocinar entre
bostezos, criaban dos o tres niños y se volvían feas.
A
la entrada del país un guardia me preguntó cuánto tiempo pensaba quedarme:
–No
lo sé, dos o tres meses.
–Me
parece bien. ¿Negocios o placer?
–Placer
–dije, y agregué una mentira–: Estoy buscando un unicornio.
–Me
parece bien –dijo el guardia, y se quedó dormido.
Retiré
el pasaporte de su escritorio y entré al país con el pie derecho, algo cansado
de viajar. Casi no encuentro hospedaje: todos dormían. Todos los hoteles
repletos. Todos los escaños de todos los parques, todas las sillas de todos los
teatros, todas las sombras de los árboles. No se oían ni los pájaros. Dormían,
tibios, en sus amorosos nidos. Los escasos transeúntes se movían en puntillas
para no despertar a los vecinos. En las calles del centro había camas sencillas
para durmientes de paso, "dormideros", pero rara vez se encontraba
una libre.
Tres
días después, muerto de cansancio, encontré un cuarto en El Sueño Feliz.
–Eres
afortunado –dijo la dueña, una gorda sonrosada, de cabellos rubios y ojos
azules–. Esta mañana quedó libre el 303. El señor Facundo dejó de dormir.
Viendo
mi asombro, la señora explicó:
–Murió.
El
cuarto del difunto me pareció bien para dos o tres meses, mientras conocía el
país. Usaría los objetos y la ropa del difunto, todo de mi talla y gusto, por
suerte. Dormí con dedicación, sin quitarme la ropa ni los zapatos. Al
despertar, llamé al restaurante del hotel y pedí un café. No había café. Y
agregaron, como si se tratara de una droga prohibida:
–Nos
quita el sueño.
Encendí
la televisión. Sólo presentaban películas espantosas que daban ganas de dormir,
concursos aburridos donde todos los participantes bostezaban, propagandas
lentas y tediosas. Apagué antes de quedarme dormido. Quería conocer el país en
vez de dormir.
Salí
a caminar y, aunque ya no lo buscaba, pregunté por el unicornio. No se me ocurrió
otra cosa.
–Vete
a dormir –me dijeron en todas partes.
Nadie
me dio razón del unicornio en aquel país donde todo parecía diseñado para el
sueño. Almacenes de colchones y almohadas, sábanas y cobijas, en todas las
calles. Hasta el sol lo volvía a uno soñoliento. Hasta las iglesias, grandes y
cómodas, hasta los movimientos de la gente, lentos y suaves, hasta su manera de
hablar, todo daba sueño.
En
el país de las bellas durmientes no se decía adiós sino Dios quiera que
duermas bien. Como era de esperarse, Dime
con quién duermes y te diré quién eres encabezaba la lista de los libros
más vendidos, uno muy breve, por cierto. Los libros gordos no se vendían por
motivos de sueño. En los jardines públicos cultivaban bellasdurmientes, unas
plantas muy pequeñas que, al más leve contacto, cerraban sus hojas como
abanicos. Los piquetes de los mosquitos provocaban sueño. El insomnio se curaba
introduciendo al enfermo en cámaras repletas de esta clase de insectos. En el
mercado se podía comprar aceite de mosquito para adormecer el dolor. Entre más
se dormía más reputación se conseguía. Los desvelados eran la peor clase
social.
Bellas
mujeres casi desnudas recorrían las calles con los ojos cerrados. Nadie se
atrevía a tocarlas. Ni siquiera el viento las despeinaba.
Pregunté
por la más famosa de las bellas durmientes y me señalaron el palacio real.
–No
podrás verla –dijeron–. La princesa Isabel está durmiendo.
–Debes
esperar hasta el domingo y sólo podrás verla si te ganas la rifa –dijeron.
–Si
la ves, podrás contárselo a tus nietos –dijeron.
–Habrá
algo interesante que decir de ti –dijeron.
La
playa era un solo ronquido. Encontré un rinconcito para amontonar la arena y
ensayé un unicornio dormido. Las monedas llovieron.
El
domingo fui al palacio. Pagué la entrada y me dieron un número. Hice la fila,
esperé tres horas y se me durmieron las piernas. Pasamos a un inmenso salón
rojo. "Ya saben las reglas", dijo un hombre vestido de negro,
micrófono en mano. Pregunté por las reglas a mi vecino de asiento y se durmió antes
de terminar de explicármelas. El hombre de negro hizo algunos trucos: extrajo
un conejo del sombrero, un pañuelo kilométrico de su boca, huevos de los
bolsillos de un colaborador espontáneo. Aleteó, levitó, se arrancó las orejas.
Luego, antes de que nos durmiéramos todos, apareció una canasta. La giraron,
revolvieron los papeles en su interior y sacaron uno.
–3034
–dijo el hombre de negro.
Nadie
apareció. Seguro que el afortunado dormía. Giraron, revolvieron y sacaron otro
papel.
–4357
–dijo otra vez el hombre de negro.
Nada.
Otro dormido. Otra vez a girar, revolver y sacar.
–3333
–dijo el hombre de negro.
Era
mi número. Seguro que hubieran seguido sacando números toda la tarde, hasta
encontrar el mío, porque era uno de los pocos despiertos. Salté al escenario.
Dos o tres pelagatos aplaudieron.
–¿Quieres
ver a la bella durmiente? –dijo el hombre de negro.
Tuve
ganas de responderle que prefería a la mujer araña, pero me contuve. El humor
no era para los soñolientos.
–Sí
–dije con toda educación y fingí la sorpresa–. Quiero verla.
–Te
está esperando –dijo el hombre de negro.
Me
condujeron por un corredor limpio, muy iluminado, hasta un cuarto inmenso. En
el centro del cuarto había un bosque, y en el centro del bosque, una cama. La
princesa Isabel acababa de desayunar y aún estaba despierta.
Me
preguntó el nombre pero sólo retuvo el apellido. Quiso saber sobre el origen de
mi familia.
–De
Málaga, majestad –dije.
–¿Dónde
queda eso?
–Muy
lejos, majestad, muy lejos.
Conversamos
de cosas sin importancia mientras le lavaban el rostro con agua de rosas y le
cepillaban los cabellos.
Todavía
conversábamos cuando apareció el rey, bostezando, en piyama y con la corona
puesta. La princesa nos presentó y aproveché para preguntarle con todo respeto
si le quedaba un instante para gobernar, pues en su altísima posición de rey
debería dormir todo el tiempo.
–Es
muy fácil, Arciniegas –explicó el rey, y bostezó–. Dormimos tanto que gastamos
menos ropa, menos comida, menos de todo, y tenemos muchos menos problemas. Así
es muy fácil gobernar. Nuestra reunión mensual de ministros es como en todos
los países: la mitad viene al palacio y se duerme, y la otra mitad se queda durmiendo
en casa. Somos una familia feliz. Todo lo que una familia necesita es un buen
colchón. ¿Usted duerme bien?
–Demasiado.
–Felicitaciones,
Arciniegas –dijo el rey–. Pero usted no es de los nuestros.
Le
dije de dónde venía y se asombró. Nunca había oído de mi país. Era tan pequeño
e insignificante.
–¿Qué
busca entre nosotros? La policía no me ha dicho nada.
Por
bruto, no le dije que soñaba conocer a la princesa Isabel sino que estaba
buscando al unicornio.
–Se
vería lindo en mi jardín –suspiró la princesa.
–Muy
bien –dijo el rey, retirándose–. Avísame cuando lo encuentres.
–Tal
vez me case contigo, Arciniegas –añadió la princesa.
Creo
que lo dijo por cortesía. Me pidió que la besara. Disimulé el temblor con una
frase cualquiera. Me acerqué a besarla en la frente, por cortesía, y se durmió.
Luego
me explicaron que hubiera podido besarla donde quisiera, pero era tarde. No
volví al palacio porque nadie se había ganado dos veces la rifa.
–A uno que
quiso dárselas de
vivo, le cortaron la cabeza –dijeron.
Entonces
seguí buscando. No tenía más nada que hacer. El destino de profesor de geografía
me pareció deprimente y, por otra parte, el camino de regreso a Málaga se me
borró como por arte de magia. Aún sigo buscando al unicornio. La princesa
Isabel, que ahora es la reina, la mujer de uno que se atrevió a besarla en la
boca, con muchos hijos y algunos nietos, de vez en cuando me envía una postal,
como respuesta a una de mis largas y minuciosas cartas, una por país.
"Querido mío", me escribe, "sigue buscando".
1993
Lo que me pareció mas chevre de este cuento es que él nunca se rindió de buscar el unicornio así no le intetesara. :)
ResponderEliminarSEBASTIAN GARCIA
ResponderEliminarlos cuentos me paresierin muy entretenidos e interesante
Me gusta todo lo que el hizo por demostrar su amor
ResponderEliminarEste cuento es muy bueno, Me gusta lo que Arciniegas hace por demostrar su amor, es lindo que siempre fue cortes y nunca le dijo a su novia que dejara de hablar,así a el no le gustara mucho el tema.
ResponderEliminarSuper! Me encantó está versión...
ResponderEliminar