jueves, 2 de julio de 2015

James Salter / Vidas en el alambre / Reseña de La última noche


James Salter

Vidas en el alambre

LA ÚLTIMA NOCHE 

Reseña de Pedro Juan Bator

La última noche confirma lo que Richard Ford consideraba artículo de fe en 2007, un año después de su publicación: “James Salter maneja el inglés americano mejor que ningún otro escritor de nuestros días”. Obviamente, a un lector en español le resulta difícil apreciar en todos sus matices el manejo que ensalza el autor de El Día de la Independencia, casi veinte años más joven que Salter y sin duda influenciado por él, pero La última noche es tan buena que soporta la merma literaria implícita en toda traducción. Y, además, sus relatos transcurren en una de las comunidades más reconocibles de la ficción estadounidense: Costa Este, personajes con sucesivos matrimonios e hijos, desahogo económico, confortables casas con jardín, intensa actividad social y sexual, chaquetas de espiguilla ellos y vestidos de seda ellas, lenguas desatadas con las copas del atardecer, tipos tan impasibles por fuera como azogados por dentro. Gente, en fin, cuya mayor preocupación aparente es obtener una buena mesa para la cena en el restaurante habitual hasta que el mundo se les cae encima. Un adulterio gozoso o padecido. Un cáncer veloz. Una llamada telefónica desasosegante. O, sin más, el repentino descubrimiento de que no son las personas que creían ser. Vidas en el alambre.  

Las diez narraciones de La última noche tratan de la misteriosa fragilidad que determina cualquier empeño humano, y notablemente los que hacen que levantarse cada mañana valga la pena. James Salter desvela con sutileza lo cerca que estamos del abismo, cuán de repente se desvanece el amor, cómo basta el vislumbre de un futuro dichoso para volvernos tarumbas, la imposibilidad de soterrar en todo momento la aspiración a convertirnos en otros: libres, sinceros, sensuales, apasionados, puede que solo intensos. Y, claro, no oculta, que el salto sobre el vacío depara una felicidad fugaz, con la condena añadida a evocarla siempre torcida y estúpidamente. Esa es la desconsolada verdad que, sin sensiblería ni truculencias, contienen relatos como “Cometa”, “Cuánta diversión”, “Platino”, “Bangkok”, “Arlington”… y “Conmigo Mi Señor”, el mejor junto con el que da título al libro. Un ejercicio magistral de literatura. Economía narrativa. Hondura emocional. Agudeza, emoción, erotismo. La quintaesencia literaria de novelas como Juego y distracción y Años luz. Lo que cabía esperar de Salter tras el paso del tiempo y su apuesta por el relato.   
   
“Era la casa de un artista: abundancia, descuido”. “Fuera el verano ardía, blanco como la tiza”. “Lo prohibido nutre el apetito por todo lo demás”. “Vio un hombre de cincuenta y cinco años con la misma cara de Coney Island de siempre, medio cómico, afable. Nada peor que eso”... La frase corta, la combinación de diálogos triviales y a cara de perro, el respetuoso zarandeo a sus personajes, la captura de la magia de un instante, todo eso determina el estilo del escritor neoyorquino, que fue piloto de caza en la guerra de Corea. Y, también, otra peculiar característica suya: la ocasional intrusión del autor en la tarea del narrador. “Qué hermosa es una mujer sola, con camisa blanca y las piernas desnudas”, se regocija en una de esas apariciones. “Tuvo que ser la primera señal de aviso”, dice sobre la ruptura de una joven pareja después de que se haya explicado que la suegra adoraba al marido.

James Salter publicó La última noche con 81 años, diez después de sus memorias,Quemar las naves, editadas por Salamandra en 2010. Sólo uno de los relatos está escrito en primera persona, El don, centrado en el amor homosexual de un hombre casado. En el resto se repiten también los triángulos: amorosos, de amistad, profesionales…Hay, además, curiosas referencias o apuntes, casi todos marginales, que se reiteran en varios relatos, por lo general consecutivos: divagaciones sobre caer bien o mal a la gente, amantes o maridos venezolanos, aperitivos a base de caviar, escritores atrapados por el alcohol, padres que bañan a sus hijas pequeñas, chicas que follan con las manos atadas, mujeres muriéndose y… metáforas sobre el último río, en un caso con mención del barquero. Nada que ver con los que evoca una de las protagonistas de “Cuánta diversión”, la hija de la madre que estaba encantada con el yerno, de sus primeras vacaciones como recién casada en Nueva Inglaterra: “Recordaba ir en coche a pequeños teatros de verano, los viejos puentes de hierro, vacas tumbadas en el amplio umbral de un establo, maizales segados, el aspecto liso y pausado de ríos sin nombre, la bella y apacible campiña: lo feliz que uno puede ser”.

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