Alejandra Pizarnik |
El club de los poetas suicidas
CICUTAS Y CRUCES
Rebeca Viguri
4 de enero de 2013
No es lo mismo querer morir que querer matarse. Y hasta que los desahucios y el acoso escolar no se han cobrado sus víctimas en un sacrificio ritual que la sociedad posmoderna ofrece a sus dioses —como el minotauro se cobraba puntualmente sus jóvenes de entre lo más selecto de la sociedad cretense—, hemos mirado poco el suicidio de frente. Poco o nada. “Cuando se miran de frente los vertiginosos ojos claros de la muerte, se dicen las verdades: las bárbaras, terribles, amorosas crueldades”, escribió ese poeta eléctrico que fue Gabriel Celaya, a propósito de algo que no era el suicidio, pero que lo absorbía como el cosmos fagocita la vida y la muerte: la habitual capacidad del ser humano para bajar los párpados cuando descubre incertidumbre en lugar de pálpito caliente de carne. Ya lo sentenció Faulkner —y lo remarcó Laforet con marchamo patrio—, cuando imprimió que el sexo y la muerte eran “la puerta de delante y la puerta de atrás del mundo”.
Hoy los suicidios son noticia, igual que los asesinados han sido noticia desde que la Biblia se convirtiera en la publicación más extensa de sucesos de la humanidad. La muerte a mano propia la habíamos expulsado de los medios de comunicación por temor a un efecto contagio. Ahora se ha dado la vuelta al asunto para intentar evitar que el sufrimiento de los jóvenes que son acosados —por Internet o en vivo y en directo— les empuje a la puerta de atrás del mundo sin haber transitado apenas por él, al menos en tiempo, aunque ya explicó Ernesto Sabato a quien quisiera entenderlo que el tiempo no era mesurable por cronología sino por intensidad de vida y, en eso, nadie puede saber cuánto vivió un suicida. Lo que sí está claro es que el tema tabú por excelencia en cualquier religión monoteísta y, por tanto, en la mayoría de las sociedades por número de habitantes, se ha convertido de la noche a la mañana en trending topic.
Echemos la vista atrás para recorrer cómo estuvimos tanto tiempo de espaldas a un asunto al que ahora no sabemos cómo darle la mano.
Séneca, que tanto prestigio consiguió allá por los años cero de esta era cristiana que tan cainita está resultando, terminó con su propia vida. La enorme reputación conseguida por el patricio pensador era síntoma de la consagración de su nobleza de espíritu y —envidia mediante— soliviantó a tantos y tan tremendos enemigos, que el encarnizamiento con que tuvo que batirse le hizo paladear la tierra seca que es una vida vivida en serio. A partir de esos años y con el afianzamiento cristiano como lo que hoy sería una política de Estado y entonces se llamó religión, lo de hacerse cargo uno de mismo de su propio final estuvo proscrito.
La grandeza de elegir matarse pasó a convertirse en pecado, sobre todo a partir de un pensador con cierto tufo hipócrita como fue San Agustín. Hipócrita, ¿por? Por convivir catorce años con una mujer, tener un hijo con ella y después renunciar al amor humano por la sed de poder en la institución más descollante de la época. Hay quien puede pensar, incluso, que la disfrazó —su ambición—, como tantos otros, de ansia de virtud: opinable, pero no descabellado porque extraña al pensamiento racional la virtud rara que pueda existir en despreciar el amor palpable en la vida para convertirse a la misoginia. En cualquier caso, el hecho objetivo y objetivable pasa por que San Agustín pintó el suicidio como pecado más que mortal porque violaba el sexto mandamiento y atentaba contra la voluntad de Dios, que ordenaba sufrir por encima de todas las cosas —diversos concilios han ido versionando el asunto con tintes más dulzones—. Así que uno de los cuatro grandes padres de la Iglesia Católica le echó dos testículos para amenazar a las mentes lúcidas con el infierno si tomaban sus propias decisiones.
Se podría contar de otra manera, pero el resumen del pensamiento occidental filosófico entre la época helenística y la Edad Media transitó entre estos dos puntos como una recta. Y ya explicó Euclides en sus Elementos que “dos puntos determinan una recta, y solo una, a pesar de que ella contenga infinitos puntos”.
En este tiempo también la cultura ha acumulado sabios y necios que han clamado que la vida no está para entenderla, sino para vivirla. Pero parece que la vida de cada cual es eso: de cada cual, y cada uno debe hacer con ella lo que desee y pueda. El hecho de que el suicidio fuera considerado un pecado mortal o un delito resulta realmente extraño cuando al estudiar la historia de la humanidad, cualquiera da de bruces con un mundo en el que el afán es dominar al otro, sin ulteriores consideraciones, tal y como se puede leer ya en Tucídides y La guerra del Peloponeso. Por no hablar de Hobbes y otros ejemplos ilustres que enseñaron que quizá la condición humana no fuera la mejor posible ni éste el mejor de los mundos, con permiso de Leibniz y Voltaire.
Así que ahora podemos echar un vistazo a mentes preclaras, personajes amantes de la vida, incondicionales de la pasión, tremendos jugadores con las cartas del destino que, en un momento dado, supieron que la nobleza suprema, el homenaje máximo a la creación o a la misma condición humana era abandonarla por la puerta grande. Veamos.
Sócrates y Cleopatra desfilaron por la historia sin todavía monasterios y conventos que pudieran condenarlos a los fuegos eternos. A su casi coetáneo Periandro le ha dado menos publicidad la filosofía y el cine, pero ahí estuvo uno de los siete sabios de Grecia, con ganas de matarse.
Y trayendo el tema al presente del que somos hijos filosóficos, literarios y sociales, aunque no inmediatos, podemos afirmar que hace poco —poco en cuanto a formas de pensamiento, como aleccionados nietos de la Ilustración y del Romanticismo—, han desfilado por la muerte escogida mentes más o menos atormentadas, pero, paradójicamente, amantes de la vida todas.
El laberíntico Joseph Conrad, que lo intentó y nunca se supo que volviera a hacerlo; la caústica Dorothy Parker, que como poco reincidió dos veces; el adicto Ernest Hemingway, cuyos tragos son recordados folclóricamente a lo largo y ancho del mundo; el intrépido Emilio Salgari, que hizo de la imaginación su bandera; el atormentadon Yukio Mishima, con ese celo asiático que a cualquier europeo hijo de la Ilustración asombra y repugna; la inabarcable Virginia Woolf, como la Antígona que fue, mucho antes de que Benjamín Prado las glosara en sus “Nombres de”; el intelectual Sandor Marai, genio y figura; el lúcido Mariano Larra, que pagó con su ira la imbecilidad ajena; el abrasivo Reinaldo Arenas, cuya carne Julian Schnabel convirtió en cine; o Cesare Pavese, Stephan Zweig, Sylvia Plath y cuantos más crea cada uno, que de ellos hay páginas y páginas… En Internet, sin ir más lejos ni venir más cerca.
De Jesucristo, primer suicida obligado, los observantes consideran sacrílego anotar que Dios exigió a su único hijo inmolarse de una manera que bien podría entroncar con los sacrificios rituales al estilo minoico o maya. Y a los no observantes la cuestión del suicidio les parece algo más científico que un rifirrafe teológico sobre la naturaleza inductiva del “Hágase tu voluntad y no la mía”. En términos religiosos, Jesucristo podía haber elegido la mentira y la vida —o esa tremenda mentira que es la vida— en lugar de la verdad y la muerte —o esa única verdad que es la muerte—, igual que las víctimas de acoso y desahucio podrían elegir seguir viviendo, pero eligen suicidarse y la actualidad ya no puede obviarlo más.
A James Cameron —que lo mismo dirige Titanic que busca la tumba de María Magdalena, Jesús y el hijo de ambos—, también le parece más riguroso con la historia que el profeta tuviera una vida después de la cruz, sin suicidio inducido de por medio. Tal y como también atestigua uno de los pergaminos hallados en Qumrán, ese lugar a orillas del Mar Muerto en el que los esenios escondieron una parte de la historia que permaneció siglos oculta, pero no silenciada.
Volviendo al hecho que la religión condene el suicidio como pecado mortal mientras cuenta que Dios lo exigió de su propio hijo, los medios tratan de alertar sobre la tasa creciente en medio de la crisis, también creciente. Es una elección hecha por muchas personas: algunas lo ejecutan acicateadas por sus propios demonios o luminarias —luciferinos todos— y otras empujadas por la turba cainita y la jauría sedienta de sangre, por esos hijosdalgos —de meretrices— que se dedican al bullying o a la especulación y usura que conllevan los desahucios.
En cualquier caso, Shakespeare y su ser o no ser, Camus y lo de la única cuestión filosófica seria, y Calderón con el hacer nacer y querer morir, laten ahí, sempiternos todos, con la cuestión imperecedera, que inquieta, palpita, atormenta y aletea entre las sábanas cada noche y cada despertar de quien duerme entre la preocupación y la congoja, entre los problemas y la indecisión, en las camas de esos miles de sonámbulos que pueblan el mundo con el terror que produce escuchar sin pausa ni tregua ni alivio ni refugio la conciencia a todas las horas del día.
Ese Nietzsche, que tanto magnetiza a millones de suicidas y adolescentes que lo conocen como materia de estudio antes de llegar a la universidad, viene a ser a la filosofía algo así como Tarantino a la historia del cine. Pero es alimento nutritivo y disculpa de mucho atormentado, como Rousseau lo es de mucha mente despejada. Cuando el alemán anunció que el suicidio era “el nuevo orgullo del hombre, que fija su fin e inventa una fiesta: el morir” llevaba unas poderosas razones vitales que los medios empiezan a considerar porque la realidad suicida ya es más real que fantasmagórica.
Y confunde que tantos años no se haya hablado de la muerte a voluntad propia mientras la violencia copa informativos y ficción. Por ejemplo, la selectiva, cruel pero jugosa, terrible pero infantil, casi pederástica, de los Juegos del Hambre, refocilados en la muerte si va precedida de combate, como si matar contuviera tanta nobleza como cobardía el suicidio. Y ahí hemos estado como sociedad, dando cobertura a la rivalidad de la caverna, a la dominación del otro, a la subyugación hasta anularlo; mientras hemos obviado la posibilidad serena de terminar con lo que otros empezaron por nosotros. No soportamos “morir de un modo altivo, cuando no es ya posible vivir dignamente. La muerte elegida voluntariamente, la muerte en tiempo oportuno, con claridad y serenidad”, aunque sea elegida por otros, nos amenaza como sociedad porque nos aterra que un día tengamos que ejecutarnos. Aceptamos los homicidios, los asesinatos, los holocaustos, las guerras, el terrorismo, la tortura, los toros, las peleas de perros, el boxeo, los pirómanos, los descuartizamientos, las violaciones, el manga, el bullying, el mobbing y cualquier forma de violencia institucionalizada —ese mierding—, pero el suicidio es un tabú omnímodo.
“En tiempos de su formación, el cristianismo se sirvió del enorme deseo del suicidio para hacer de él una palanca de su poderío: no conservó más que dos formas de suicidio, las revistió de las más altas dignidades y de las más altas esperanzas y prohibió todas las demás con amenazas terribles. Pero el martirio y la muerte lenta del ascetismo fueron lícitos”, explicaba el aclamado y odiado Nietzsche en El eterno retorno, y con semejante realidad y poquísimas explicaciones hemos vivido más de veinte siglos.
Cierto es que, en términos cuantitativos y demográficos, la mayoría de la gente no suele suicidarse, pero hay quienes ejecutan su muerte sumarísima a conciencia. Quizá comprender el sentido de la existencia puede asemejarse a encender una bombilla dentro de un submarino con el objetivo de iluminar el fondo marino: inútil. Y para quien vive no ya en el dolor, que tiene fin y amortiguadores, sino en el sufrimiento, infinito en su calamidad y depredador máximo de la moral humana, la vida puede ser insoportable. También están los santos y los mártires, los héroes y los supervivientes, los que todo lo soportaron con o sin fe y salieron vivos, o al menos con vida en el cuerpo, de los fuegos locos que arrasaron con devoro su existencia. Los medios, como reflejo y cimiento social, abogan para que todos los que sufren pertenezcan a estos, pero demonizar o ningunear a los otros acaba de terminar. Vivimos en el siglo XXI.
JOT DOWN
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