Ismaíl Kadaré, hacer literatura normal en tiempos anormales
El escritor, recuerda su editor español, simpatizó en su juventud con el comunismo, pero pronto se dio cuenta de que “todo el sistema era represivo, desastroso”
Manuel Florentín
1 de Julio de 2024
Es el escritor más conocido y traducido de las letras albanesas, eterno candidato al premio Nobel. Su labor literaria fue reconocida con el Premio Príncipe de Asturias en 2009 y el International Man Booker Prize, entre otros. Le gustaba escribir en los cafés. Tanto en París, donde se exilió en 1990, como cuando vivía en la Albania de Enver Hoxha, en uno de los pocos cafés que dejaron los comunistas al llegar al poder, en el Café Tirana, donde se reunían los escritores y artistas. Ismaíl Kadaré decía que lo llamaban el Café de los Tres Tercios por su clientela: un tercio había perdido la razón, otro había pasado por la cárcel y el tercero eran candidatos a pisarla.
Kadaré se inició en la escritura leyendo Macbeth. Buscaba su inspiración en los clásicos griegos (principalmente Esquilo), como se ve en El monstruo; en las tradiciones albanesas como el Kanun, el código ancestral por el que tomarse la justicia por su mano, caso de Abril quebrado; o en episodios del pasado histórico balcánico, como en Tres cantos fúnebres por Kosovo o El cerco.
En la Albania comunista no había censura previa, lo que llevó a los escritores a autocensurarse. Si un autor era censurado, todas sus obras desaparecían de bibliotecas y librerías, y podía no volver a publicar y terminar en la cárcel. Para evitarlo, Kadaré tuvo que recurrir a la alegoría. En El general del ejército muerto, su primera novela, para retratar la paranoia del régimen que llenó el país de búnkeres —además de otros aspectos como el individualismo de los albaneses y sus creencias— utiliza como excusa el viaje por Albania de un general italiano y un cura castrense para recuperar los cuerpos de sus compatriotas caídos en la Segunda Guerra Mundial. La pirámide se desarrolla en el Egipto del faraón Keops; pero nadie dudaba al leerla que lo que reflejaba era la Albania comunista de Enver Hoxha, y no deja de ser paradójico que cuando éste murió, su hija le erigiera un monumento en Tirana que parece una pirámide. El palacio de los sueños la ambienta en una aparente provincia del decimonónico Imperio otomano, regida por un déspota, en la que hay una institución que recopila, cataloga y analiza los sueños de los súbditos para prevenir disensiones; un juego de espejos para retratar con esta perversión totalitaria a la sociedad comunista.
Un sistema represivo
Kadaré simpatizó en su juventud con el comunismo, pero pronto se dio cuenta de que “todo el sistema era represivo, desastroso”. Estaba considerado como uno de los grandes escritores de la Albania comunista. Había sido becado para estudiar en el Instituto Gorki de Moscú, donde se formaban los escritores de los países comunistas, al que Kadaré definió como una “factoría para fabricar plumíferos dogmáticos de la escuela del realismo socialista”. Formó parte de delegaciones culturales internacionales, viajes en los que pudo tener acceso a obras prohibidas en Albania como Contra toda esperanza, de Nadiezhda Mandelstam. Fue diputado tres veces entre 1970 y 1982. Los diputados los nombraba Hoxha y “si alguien lo rechazaba era eliminado, asesinado”, decía Kadaré. Pero desconfiaban de él, y así lo notó en alguna ocasión de parte del propio Enver Hoxha quien le regaló unas obras completas de Balzac para que cambiara su estilo literario. Para el poder siempre fue un autor “decadente” y un “agente de Occidente”.
Aunque estuvo a punto de ser detenido en 1982, pensaba que el régimen no se atrevería por la fama que había adquirido internacionalmente al ser traducidas sus obras. Sin embargo, lo que temía es que pudiera sufrir un “accidente” y que el régimen le enterrara con todos los honores. Con tal fin urdió una trama con su editor francés Claude Durand. En los viajes que hacía Durand a Albania, o cuando le dejaban salir a Kadaré para promocionar sus libros en Francia donde había adquirido un notable éxito, uno y otro se llevaban folios mecanografiados de una supuesta traducción que estaba haciendo de un autor alemán, Siegfried Lenz. En realidad, los folios contenían distintas obras de Kadaré que Durand guardaba en su caja fuerte de París junto a una lista con los equivalentes albaneses de los nombres y lugares germánicos que aparecían en esa supuesta traducción. En caso de que Kadaré sufriera un “accidente”, Durand debía cambiar los nombres y lugares, y publicar dichas obras dejando constancia de que Kadaré no era un autor del régimen. De esta manera salieron del país sus novelas y relatos La sombra, El vuelo de la cigüeña y La hija de Agamenón. Un episodio que bien podría formar parte del guion de una película de espías de la Guerra Fría.
Otra curiosidad de su relación con su editor francés es que consiguió hacer de Kadaré un gran conocedor de vinos, de lo que soy testigo. Dado que el régimen se quedaba con la mayor parte de los derechos de autor que generaban sus obras publicadas en el extranjero, Durand decidió pagarle enviándole cada Año Nuevo varias docenas de excelentes vinos franceses. Lo que no sabemos es si le llegaban todas.
Cuando ya se hallaba exiliado en París, como hizo anteriormente el polaco Czeslaw Milosz, Kadaré criticó en varias ocasiones a sus homólogos franceses el haber apoyado y elogiado a los sistemas comunistas, especialmente, la Revolución Cultural china. Por otro lado, a él se le criticó el que no se hubiera exiliado antes de 1990, en vida de Hoxha. Pudo hacerlo cuando viajaba a Francia, pero sabía que su familia sería represaliada, como solía ocurrir en todos los países comunistas, trasunto de su novela Réquiem por Linda B. Como la poeta rumana Ana Blandiana, también premio Princesa de Asturias, Kadaré no se consideraba propiamente un disidente, decía que lo único que quiso fue “hacer literatura normal en tiempos anormales”.
Su última novela publicada en España es Tres minutos, sobre una conversación entre Stalin y Boris Pasternak —la campaña soviética contra Pasternak ya lo había abordado en El ocaso de los dioses de la estepa—. Hablando de sus obras en España, antes de terminar quisiera recordar a quienes hicieron posible que Kadaré fuera conocido en nuestro país: su traductor, Ramón Sánchez Lizarralde; tras su fallecimiento, su viuda, María Roces; y el editor Mario Muchnik, mi maestro.
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