Ismaíl Kadaré, en un café de París
El Café de Flore, Les Deux Magots, La Closerie des Lilas, el Café de La Paix, Le Select, La Rotonde…El listado de cafés de París que han alcanzado el rango de míticos es, ya se sabe, interminable. Su celebridad es consecuencia de méritos propios, pero va ligada también a su clientela de artistas, intelectuales y exiliados famosos, que escribieron, debatieron, conspiraron y ligaron en sus mesas. Casi todo lo que hicieron esos personajes en los cafés de París ha quedado etiquetado bajo el etéreo concepto de la “vida bohemia”, aunque rascando –y sin rascar demasiado- también aparece –o puede aparecer- vinculado a la soledad, la miseria, la persecución, el desamparo o el extrañamiento. Se podrían escribir mil libros sobre los cafés de París, pero el caso es que ya se han escrito.
No obstante, el escritor albanés Ismaíl Kadaré (Gjirokastër, 1936), tantas veces candidato al Premio Nobel de Literatura –bromea, hasta cierto punto, sobre ello-, aporta ahora el suyo. Y su aportación se centra en “su” café, el café Rostand, en el que tanto escribió y tantas horas pasó durante sus muchos años de exilio parisino. Le Rostand está situado frente al Jardín de Luxemburgo, en el barrio del Odeón, en el sexto “arrondissement”.
Bueno, no deja de ser curiosa esa equiparación entre el café habitual, en el que uno pasa muchas horas y días, y la compañera de toda la vida. A muchos no se nos habría ocurrido y, caso de que se nos hubiera ocurrido, no sé si la habríamos dado por buena.
Kadaré escribe aquí con una cierta oralidad y muchos puntos suspensivos, mostrando el lento y sinuoso proceso de la construcción de sus ideas y sentimientos y de la reconstrucción de su memoria. Digamos que no pone a la vista de forma directa el resultado de sus cavilaciones, sino que va dando cuenta del itinerario de esas mismas cavilaciones. Su “yo” adquiere mucho rango, como dije, lo cual es lógico en un libro en buena medida de recuerdos. Pero Kadaré da ese salto consistente en citarse a sí mismo por su nombre, en tercera persona y bajo distintas denominaciones, con abundante preferencia por, aprovechando la primera letra de su apellido, parangonarse significativamente con (Josef) K., el protagonista de El proceso, de Franz Kafka. Esto, sin duda, viene justificado y relacionado con las muchas alusiones a la censura, los interrogatorios, las prohibiciones y, en fin, el trato sufrido a manos de los funcionarios comunistas de su país, por no hablar de los desconciertos que le procura su condición de exiliado y de, a los ojos de los demás, representante de la “chifladura balcánica”.
Lo cierto es que Kadaré no habla demasiado ni con demasiado detalle del café Rostand. Al menos, con ese tono mitómano, acorde con la mencionada etiqueta de “vida bohemia”, que algunos lectores podrían esperar. Kadaré, por el contrario, parece rehuir o despreciar ese registro tan transitado, según se deduce también de alguna broma sobre Ernest Hemingway y la extensa mitología sobre su estancia en París.
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