El caso de Nicolas Cage, la gran estrella de Hollywood que triunfó de nuevo gracias a la serie B
Con ‘Longlegs’, donde apenas sale un cuarto de hora, ha logrado una de sus caracterizaciones más estremecedoras hasta la fecha. Su aparición en el taquillazo de terror del año también supone su golpe definitivo para probar a la industria que es rentable haciendo lo que mejor sabe: un género de sí mismo
Borja Bas
28 de julio de 2024
A Nicolas Cage le han bastado apenas 15 inquietantes minutos en pantalla para probar que vuelve a ser un imán para la taquilla. Longlegs, que se perfila como la película de terror más comentada de este año, costó unos 10 millones de dólares y en solo dos semanas ya ha superado los 50 millones de recaudación. A España llega el 2 de agosto. Ocultar al andrógino asesino en serie que interpreta Cage ha sido clave para su éxito promocional. Un brevísimo plano cercenado en el prólogo y dosificar al máximo su aparición (no lo vemos hasta mitad de metraje) alimentan la mística de una cinta diseñada para incomodar y fomentar inflamados debates en internet. Y, sobre todo, para reinsertar a sus 60 años en la industria a uno de los intérpretes con una de las trayectorias más erráticas de Hollywood.
El impacto de su presencia ha generado opiniones de todo calado. La más incisiva, la descripción de la crítica Jeannette Catsoulis, de The New York Times: “Por momentos parece una amalgama bizarra entre Tootsie y Buffalo Bill [el psicópata trans de El silencio de los corderos]”. Lo cierto es que Longlegs es abiertamente deudora del clásico de Jodie Foster de 1992, también con una agente novata del FBI (en esta ocasión, Maika Monroe) a la caza de un asesino en serie con el que se estrechan los hilos personales a medida que avanza la historia. Si con El silencio de los corderos los activistas gais protestaron incluso a las puertas de los Oscar para denunciar la transfobia que traslucía aquel personaje, en esta ocasión esa controversia se desinfla rápido. Como escribe la analista trans Samantha Allen en la publicación queer Them: “Es importante recordar que el cine puede jugar con imágenes [en este caso, de una figura aparentemente trans] sin respaldarlas y que puede utilizar viejos tropos de género para contar nuevas historias subversivas”. Si tenemos presente que el director de Longlegs, Oz Perkins, es el hijo de Anthony Perkins, la polémica queda saldada: el protagonista de Psicosis murió víctima de SIDA tras llevar una doble vida gay en connivencia con su propia esposa.
Lo que queda abierto es hacia dónde llevará este resurgimiento a Nicolas Cage, un actor que ha hecho de su propio método una manera entender el cine y la vida. Ya es un género en sí mismo. Durante la promoción de Mandy (2018), la alucinada ópera black metal de Panos Cosmatos que puso la primera piedra para el renovado culto a Cage, el propio intérprete describía a The New York Times su método actoral como “kabuki occidental’, que significa ‘vamos hasta el final’; o ‘nouveau shamanic’, que supone aumentar mi imaginación para llegar a la actuación sin sentir que estoy fingiendo”. En cada papel se alimenta de múltiples matices extraídos de una vasta cultura cinematográfica que comenzó cuando su padre, August Coppola, profesor de literatura comparada (y hermano ilustrado de Francis Ford Coppola), lo sentaba de niño a ver cine expresionista alemán. Para componer el tipo que se cree chupasangres en Besos de vampiro (1989), una comedia no tan tonta elevada hoy a cinta de culto, mezcló el acento del noreste estadounidense de su progenitor con gestos del Nosferatu encarnado por Max Schreck. También insistió en comerse una cucaracha viva. Para Arizona baby (1987), de los hermanos Coen, buscó la gestualidad del Pájaro Loco. En Mandy esnifa polvo de ángel y clava los ojos en cámara imitando a su admirado Bruce Lee.
El psicópata de Longlegs se presenta como una proyección inquietante de lo que podría ser hoy Marc Bolan si siguiera vivo (las canciones y letras de T. Rex juegan un rol esencial en la película): un quedado del glam rock que sobrevivió también a una chapucera cirugía plástica. Pero lo cierto es que, con esta caracterización, su chamanismo interpretativo cubre una deuda personal. Cage se inspira en su madre, la excoreógrafa Joy Vogelsang, fallecida en 2021 tras toda una vida luchando contra la depresión y la esquizofrenia. Sus progenitores se divorciaron cuando Nicolas Kim Coppola contaba 12 años. El apellido Cage lo tomaría posteriormente del superhéroe negro de Marvel Luke Cage, para despojarse del dedo acusador del nepotismo. En sus visitas a la clínica en la que estaba internada su madre, se quedaba embobado mirándola hablar con las paredes. Con los años, ha confesado, le ha servido como “una inspiración surrealista”.
La trayectoria de Cage, con casi 130 películas a sus espaldas, resulta insondable. Tras esquivar la condición de ligoncete que Hollywood le tenía reservada, apostó por equilibrar sus apariciones comerciales con proyectos más de autor junto a los Coen o David Lynch (Corazón salvaje, 1990). Gracias al alcohólico que toca fondo en Leaving Las Vegas (1995), se hizo con el Oscar. Al igual que su director Mike Figgis. En marzo de 2024, ambos confesaban a The Hollywood Reporter no haber cobrado nunca sus honorarios por aquella peli indie que costó menos de 4 millones de dólares para romper la taquilla. Poco importa. A Cage le basta con lo que le trajo después. El productor Jerry Bruckheimer lo llamó para protagonizar La roca (1996), convirtiéndolo en el héroe de acción más inesperado de fin de siglo. Taquillazos testosterónicos como Con Air (1997) o Cara a cara (1997) dispararon su caché y cimentaron el camino hacia la (auto)parodia.
En paralelo creció el otro Nicolas Cage, el icono esquivo, extravagante y manirroto. El seductor que acumulaba ligues y matrimonios; cinco hasta la fecha, que incluyen a Patricia Arquette y Lisa Marie Presley. El último, con la japonesa Riko Shibata, 31 años menor que él. Ella le ha dado su primera niña, de apenas dos años. Su hijo mayor, Weston, arrastra un largo historial de desórdenes mentales y fue noticia recientemente por atacar en pleno brote a su madre, Christina Fulton. El mediano se llama Kal-El en homenaje a Superman, rol que Cage siempre ansió y que a punto estuvo de encarnar en una versión frustrada de Tim Burton. El actor, que a pesar del apellido Coppola creció con una economía familiar modesta, señaló como una de sus mejores inversiones la adquisición del número uno de Action Comics, donde hacía su primera aparición el superhéroe de Krypton. Le costó 150.000 dólares. Lo tuvo que vender tiempo después por dos millones, cuando comenzaron sus problemas financieros.
Tras años de adquisiciones a lo loco, se encontró al borde de la bancarrota. En 2009 se vio acosado por las deudas, incluidos 14 millones en impuestos atrasados que le reclamaba el fisco. Sus propiedades por entonces incluían dos castillos (uno en Alemania y otro en Inglaterra), una isla en las Bahamas y una de las casas encantadas más famosas de Nueva Orleans, la mansión LaLaurie. Su colección de 20 coches clásicos incluía un Lamborghini que había pertenecido al Shah de Irán. Coleccionaba animales exóticos, entre los que destacaban dos cobras reales albinas y una serpiente de dos cabezas por la que desembolsó 80.000 dólares para acabar donándola a un zoo. Incluso le había levantado en 2007 en una subasta a Leonardo DiCaprio por 276.000 dólares un cráneo de Tyrannosaurus que le reclamó el gobierno de Mongolia (y por el que nunca recuperaría el dinero). Al golpe de la crisis financiera de 2008 se le sumó el de la muerte de su padre. Por entonces, Cage también gastaba 20.000 dólares al mes para mantener a su madre cuidada fuera de instituciones mentales.
Para colmo, el fracaso en taquilla de tres de sus estrenos seguidos (El aprendiz de brujo, Furia ciega y Ghost Rider: Espíritu de venganza) despertó los recelos de Hollywood: Nicolas Cage ya no era rentable. La década de los 10 se convertiría en una larga travesía por el desierto de los estrenos directos en plataformas de vídeo bajo demanda, encadenando trabajos alimenticios con los que saldar su agujero financiero. Algo que, según confesaba a GQ,no logró hasta finales de 2020. Y lo hizo, precisamente, tras cobrar el cheque por rodar El insoportable peso de un talento descomunal (2022), descacharrada comedia metaficticia de acción donde se caricaturiza a sí mismo, a ese actor llamado Nicolas Cage, endeudado y con una carrera en decadencia que acepta un millón de dólares para amenizarle un cumpleaños a un millonario (Pedro Pascal) y que acaba reclutado por la CIA. El filme está plagado de autorreferencias en las que Cage se ríe de sí mismo y de algunos de sus momentazos actorales pero, sobre todo, de la industria que casi acaba con él.
Precisamente en aquellos años en los que había tocado fondo, Cage hizo lo que los famosos dicen que nunca hacen: googlear su nombre. Tras haberse mantenido premeditadamente fuera del universo de las redes sociales (para fomentar el mismo aura que sus admirados intérpretes de la era dorada, como Cagney, Bogart o Brando, dice), se encontró frente a un espejo digital que le devolvía una imagen de sí mismo que no esperaba. Se había convertido en un meme con patas, en el perfecto gif con cara de desquiciado. El vídeo titulado Nicolas Cage losing his shit (A Nicolas Cage se le va la olla) recogía destacados momentos en los que a algunos de sus más memorables personajes, efectivamente, se les va la olla. Hoy hay incontables remixes online.
Tras años de frustración por esta descontextualización de sus interpretaciones, lo encaró con gran sentido del humor y del autohomenaje haciendo lo que mejor sabe hacer: reivindicarse como un género en sí mismo. Perfeccionó la fórmula con Dream scenario (2023), notable comedia surrealista donde encarna a un anodino profesor universitario que ve su existencia encumbrada y arruinada por aparecer inexplicablemente en los sueños de todo el mundo. Una metáfora sobre la fama viral que, según confesaba este mismo mes en The New Yorker, servía de respuesta a todo el proceso de memificación que ha vivido en sus propias carnes. “Empecé muy joven, y quería hacer ruido, crearme una especie de aura punk rock. Algunos de mis papeles han contribuido a esta mitología o la han agravado. Cuando me apunté a esto de actuar no existía internet. No había móviles con cámaras. No imaginaba que acabaría siendo un meme, está fuera de mi control”, se lamentaba ante Susan Orlean, la escritora de El ladrón de orquídeas, el libro en el que se basó Adaptation (2002), de Spike Konze, que le valió a Cage su segunda nominación al Oscar.
Frente al Nicolas Cage dinamitero, memificado o resucitado vía producciones indie, en sus contadas entrevistas recientes él pone en valor al Nicolas Cage que difícilmente veremos: el hogareño. El que estudió filosofía y se formó bajo la influencia esotérica de William Blake, Jakob Böhme, Dion Fortune, Paracelso o Ralph Waldo Emerson. El que se encierra para hacer maratones de Bergman o Tarkovski, releer a Murakami o Herman Hesse y escuchar a Stockhausen. El que madruga para correr en la cinta elíptica y hace meditación, a ser posible, tres veces al día. O, simplemente, el que deja pasar las horas contemplando su acuario. Una imagen que dista mucho de sus pasadas de rosca en pantalla y que contribuía a desmentir en una entrevista en GQ en 2022: “A la gente le encanta pensar que soy un chalado, pero lo cierto es que no puedes sobrevivir 43 años trabajando en Hollywood o protagonizar más de 120 pelis si estás loco porque, sencillamente, te dejan de llamar”.
Siempre ha presumido de aspirar a alcanzar las 150 películas. Aunque recientemente confesaba en Vanity Fair que igual ya ha dicho todo lo que tenía que decir y que tan solo le quedan tres o cuatro películas por hacer. “Quiero dejarlo en un momento álgido. Mi padre murió a los 75 años; si ese fuera mi caso, me quedarían 15 años de vida. Ahora lo que quiero es pasar tiempo con mi familia, estoy cimentando ese plan”. Susan Orlean le preguntaba en su reciente entrevista para The New Yorker por ese rol soñado que le queda pendiente: “El Capitán Nemo. Mi primer amor, antes que mis padres, fue el océano. Nemo tenía libertad, vivía en un palacio que además era un submarino y tocaba el órgano. Para mí, eso es una hermosa vida”. ¿Y cómo espera que se recuerde el trabajo de toda su vida?, indagaba la escritora. “Creo en el tiempo como un amigo. Muchas de mis películas que fueron objeto de burla han vivido un renacimiento. Así que tengo la esperanza de que el tiempo esté de mi lado”. Ese momento ha resultado ser ahora.
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