Aumenta el interés literario por los trastornos psiquiátricos, abordados aquí por cuatro autores en primera persona. Susanna Kaysen, Shulamith Firestone y Bette Howland describen con crudeza sus internamientos, mientras que Marcos Obregón conecta sus problemas con los intereses lucrativos de las farmacéuticas
La actualidad de un tema en el universo literario, el momento histórico o coyuntural que determina su emergencia puede tener muy diversas explicaciones, de todo tipo. La psicóloga Lola López Mondéjar señalaba en las páginas de este periódico no hace mucho la intervención de Íñigo Errejón en el Congreso reclamando mayor atención a las enfermedades mentales como un punto de inflexión político en relación con la visibilidad del sufrimiento psíquico. Es muy posible. Desde que Oliver Sacks publicara El hombre que confundió a su mujer con un sombrero tratando la enfermedad mental con un gran sentido humanista del enfermo y de la vida, el alcance literario de un problema aparentemente solo médico ha ido in crescendo.
Ahora, la editorial Tránsito recupera El pabellón 3, publicado originalmente en 1974. Fue el primer libro escrito por la estadounidense Bette Howland (1937-2017), evocando su ingreso en el pabellón psiquiátrico del hospital universitario de Chicago, a los 31 años, a raíz de haber ingerido un frasco de somníferos, en 1968. Se conoce muy mal la biografía de Howland y la autora no ayuda demasiado con su relato, pues está volcado en la observación de su entorno, de los pacientes, las enfermeras y los médicos con los que convivió.
Leído el texto ahora tiene el valor arqueológico de hacernos comprender la valentía y modernidad que en los setenta representaba reconocer y escribir sobre la quiebra de la mente. Pero apenas hay explicaciones de lo ocurrido. Solo sabemos que Howland se rompió, agobiada por un agotamiento físico debido a sus problemas renales, a la precariedad económica, el mantener a sus dos hijos y muy probablemente también a sufrir una desestabilizadora relación con el escritor Saul Bellow, quien tuvo cinco esposas y mantuvo muchos encuentros sexuales y aventuras —Maggie Staats, Louise Glück, Bette Howland...—. El que fuera premio Nobel de Literatura en 1976 ejercía un papel dominante en sus relaciones que podía resultar muy tóxico, según revela su biógrafo, Zachary Leader, a partir de las entrevistas que llevó a cabo con algunas de sus amantes.
El intento de suicidio de Howland se produjo, al parecer, en casa de Bellow, aunque nada se dice en el libro, donde solo se habla y muy al principio de un constante pensamiento suicida de desaparecer. A partir de aquí el relato se abre a la experiencia en el psiquiátrico donde claramente conviven dos mundos y los encuentros entre ambos no dejan de ser hostiles: los enfermos y “ellos”, es decir el personal médico y sanitario que ejerce el control de los destinos a través de los diagnósticos, la medicación y los pases. Una aguda observación. Sin embargo, es legítimo preguntarse hasta qué punto tiene interés el color de las uñas de una paciente, cómo son las zapatillas de otra o el pelo de un tercero, detalles en los que la autora se detiene excesivamente.
Resulta un ejercicio de observación penetrante, bien construido, pero un tanto banal al adoptarse una voz tan distante del saber interior. Solo muy puntualmente la autora deja de ser una espectadora para involucrarse en lo que ve y siente, sin tener la oportunidad de profundizar en la naturaleza de su conflicto, por ejemplo, la difícil relación con su madre, tímidamente insinuada. Howland abandonaría Chicago, ciudad que adoraba, un año después de publicarse su libro y vivió en diferentes lugares de Estados Unidos gracias a una beca que le daría unos ingresos regulares. Publicó muy poco y finalmente su rastro se pierde.
En paralelo a este libro se publica Contra el diagnóstico. Desmontando la enfermedad mental, de Marcos Obregón (Barcelona, 1973). Título y subtítulo dejan más que claros sus propósitos: denunciar la comodidad de un diagnóstico basado en el DSM, que homogeneiza la complejidad psíquica a modo de inventario, así como subrayar los vínculos de la psiquiatría contemporánea con la industria farmacéutica, interesada en patologizar al máximo la conducta humana por el afán de lucro. Es un debate abierto, muy serio, que excede el espacio de esta reseña.
Ser diagnosticado como esquizofrénico o bipolar es muy distinto a un diagnóstico de cáncer o de hipertensión arterial. Los primeros arrastran un estigma social
En todo caso, Obregón reflexiona sobre un hecho obvio. Ser diagnosticado como esquizofrénico o bipolar es muy distinto a un diagnóstico de cáncer o de hipertensión arterial. Los primeros arrastran un estigma social y en este sentido la labor del autor es más que combativa al proponerse a través de una narrativa neurobiográfica, es decir, ofreciendo su testimonio como paciente, reducir dicho estigma, acercándonos a su problemática, cada vez mejor conocida. El desasosiego que causan este tipo de libros, como lectores, la penetración del tema en los ámbitos sociales, políticos, educativos, culturales y económicos es tan evidente como difícil se hace juzgar la profundidad de su epicentro, la mente humana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario