El final de Raymond Carver
El relato sigue siendo, para el lector más perezoso, un género menor. Parece absurdo, porque el cuento, al ser más breve, debería ser más accesible… pero también es más exigente. Una novela no tiene más misterio: es una historia que cuenta el autor. Habrá más giros, más personajes y más incógnitas, pero son siempre los mismos y el contexto varía a medida que la novela avanza, de una manera progresiva, es decir, cómodamente. El libro te va acompañando.
Un libro de relatos, en cambio, tiene muchos principios, muchos finales, muchos personajes, muchas historias. Le pide al lector más atención, más concentración. Y, por otra parte, leemos mal los libros de cuentos, porque los leemos como si fueran novelas: cronológicamente, de principio a fin, sin parar. Los libros de cuentos no se leen así: son más pausados. Uno puede ir leyendo los libros de cuentos como se hace con la poesía o con el maravilloso Libro del desasosiego. Como si fuera un libro de consulta. Así es como comprenderemos que no solo no es un género menor, sino que es un género muy vivo y adecuado, sobre todo si tenemos en cuenta cómo utilizamos nuestro tiempo libre desde que existen internet y las redes sociales.
El relato no es solo exigente con el lector, lo es también con el escritor. Lo que necesita una novela es constancia, método, nada de pereza, tiempo y mucha dedicación. El cuento, en cambio, necesita exactamente lo mismo, pero en pequeñas dosis… y algo más. La brevedad de la historia no te permite fallar. Cada página debe avanzar, ser brillante en algo, mantener la atención. No hay demasiado margen de error. Y el final debe ser implacable. El lector no ha ido acompañando al escritor durante cien, doscientas páginas. Es un trayecto corto. Las expectativas son muchas. Los relatos deben ser pequeñas descargas eléctricas.
El lector de cuentos
Quizá nos hemos ido confundiendo a lo largo de la historia de la literatura porque las primeras lecturas, las que hacemos cuando somos pequeños, o las que nos hacen nuestros padres son cuentos. El lector común no contempla la lectura de relatos y se extraña de que puedan escribirse cuentos para adultos (y que no sean eróticos). Que le dieran el Premio Nobel de Literatura a Alice Munro fue toda una sorpresa: sus relatos más largos no podrían llegar a considerarse una novela corta. Es excepcional. Los autores que se han dedicado toda su vida literaria a escribir relatos lo han tenido más difícil que los novelistas y los poetas. Y sin embargo, el buen relato tiene tanta o más fuerza que la novela o el poema.
La primera vez que compré una antología de cuentos lo hice para leerlos en el tren, de camino a la universidad. Cuentos breves para leer en el bus. El título era algo así, y lo primero que me preguntaron en clase fue por qué me compraba un libro como aquel. Es decir, pudiéndote gastar el mismo dinero en una buena historia, en un libro con el doble de páginas, por qué diez autores distintos (o uno solo pero fragmentado), diez estilos y diez historias diferentes. John Cheever decía que los cuentos le recordaban a esas casas de verano alquiladas, a los amores de una noche, a los lazos que desconciertan a la estética tradicional. Le gustaba pensar, decía Cheever, que los relatos los leen «hombres y mujeres en salas de espera; que los leen en viajes aéreos transcontinentales en vez de ver películas banales y vulgares para matar el tiempo; que los leen hombres y mujeres sagaces y bien informados quienes parecen sentir que la ficción narrativa bien puede contribuir a nuestra comprensión de unos y otros, y algunas veces, del confuso mundo que nos rodea».
La pereza del escritor de relato
Un amigo mío decía que quería ser poeta porque era demasiado perezoso para escribir una novela. Ya no digamos una buena novela. Raymond Carver no solo era perezoso para escribir textos largos, sino que también era vago para leerlos. En su texto Escribir un cuento habla de la dificultad que tenía para leer obras largas, pero también para escribirlas. «Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas». Escribía relatos cortos y poesía, y, aunque hoy en día el sector de la edición no se contenta con la brevedad porque no vende, para Carver fue suficiente para pasar a la historia. Richard Ford decía que «a los escritores norteamericanos no les interesa entender la vida en general, se conforman con entender la vida en particular» y John Cheever, que «el cuento es la literatura del nómada». La cita de Ford sirve especialmente para la literatura de Carver. Sus relatos no hablan de la vida en general, sino de la vida en particular. Las escenas, los matrimonios, el corto tiempo del que se habla podrían ser perfectamente un fragmento que podría explicar la vida en general, pero a Carver no le interesa: le basta con lo que cuenta. No todo el mundo puede, hablando de vidas y momentos concretos y acotados, escribir sobre la universalidad: pero sí Raymond Carver.
El realismo sucio, como se bautizó a cierto género literario en el que ha quedado incluido, no podía hablar de la vida en general. No todo el mundo vivía de aquel modo, como los personajes de Carver (pero también de Flannery O’Connor o Carson McCullers): todo el tiempo alcoholizados, incomunicados, con vidas desestructuradas, con familias poco tradicionales, rozando constantemente el esperpento. Y, sin embargo, luminosos. Su estilo era directo, minimalista aunque él no lo pretendiera. En sus relatos parece que no sobre nada, y esa es precisamente una de las características imprescindibles del buen cuento: no puede sobrar nada, porque el espacio que estás ocupando para contar una nadería es imprescindible para ser genial y escribir un cuento redondo.
Otro de los aciertos y de los descubrimientos de Raymond Carver son los finales. Quizá es lo que más lo diferencia de todos los cuentistas, de todos los que escribieron realismo sucio. Carver parecía acabar sus cuentos con un hachazo, sin compasión. Eso significa que el lector de novelas no quedará satisfecho con una obra literaria así, porque Carver lo que sugiere es una literatura inacabada, podríamos decir. Y precisamente porque está inacabada es una literatura mucho más sugerente, estimulante.
El editor intervencionista
El talento de Carver es indiscutible. Nadie con un puñado de cuentos ha hecho tanto por la literatura como él. Construyó personajes inolvidables y forjó un estilo literario cortante y directo que ha creado escuela en la literatura contemporánea. Pero no todo ha sido un acierto del escritor. Gordon Lish, su primer editor, ha conseguido también hacer historia. Los editores, que a menudo se entrometen en las obras literarias de sus editoriales, nunca tienen la última palabra. Sus sugerencias serán tomadas en cuenta, pero la decisión última es siempre del autor. En el caso de Carver y Lish, las líneas se confunden. Los finales de Carver, que dejan las historias en lo que podría ser un nuevo principio para una obra de mayor extensión, no son suyos. Su editor cortaba los relatos, obviando el final que el escritor había escrito para la historia. ¿Serían lo mismo esos cuentos con dos páginas más, con un párrafo más? ¿Hacía Carver unos finales más redondos, más tradicionales, de los que dejan al lector satisfecho porque no tiene que inventarse nada? Desde luego, es una de sus características más destacables: al terminar las historias donde las termina, el cuento toma una nueva dimensión, es un nuevo comienzo… del que el escritor ya no tiene nada que decir. No hay duda de que el talento existe, pero tampoco la hay de que la manera de zanjar finamente los relatos es memorable.
En Vecinos, por ejemplo, una pareja debe hacerse cargo del gato y las plantas del matrimonio de la casa de al lado. Se van unos días y les han dejado las llaves. El hombre y la mujer van entrando a la casa para regar las plantas y darle de comer al gato, pero curiosean todo lo que tienen sus vecinos. La casa es parecida a la suya, pero les gusta poder entrar allí e imaginarse cómo viven. Cada vez son más irrespetuosos, se ponen la ropa, se tumban en la cama… y acaban olvidando las llaves dentro. Así podría empezar una buena película, pero es así como acaba el relato. Carver, o su editor, no tiene ninguna necesidad de contarte qué ocurre después: ¿vuelven los vecinos?, ¿cómo justifican el desorden de la casa?, ¿se morirá el gato? Después de varios cuentos con un diálogo parecido entre autor y lector, los más holgazanes desistirán. El editor, interviniendo así en el texto, quizá lo ha mejorado… pero ha hecho un trabajo que nadie le ha pedido. Gordon Lish incluso sugiere que debe ser considerado coautor de esos cuentos, por el acierto de saber terminar un buen relato cuando debe terminar. No sé si merece tanto, pero una cosa está clara: el relato es exigente con lectores, autores y editores. El género corto no perdona ni siquiera a los hombres brillantes como Carver.
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